A mitad del túnel tuvieron que sortear una vieja bicicleta que había quedado trabada. Los hierros, algo retorcidos, despuntaban en todas direcciones como oxidadas lanzas. En la única rueda que le quedaba, los radios conformaban una peligrosa maraña que asemejaba una barrera hostil. Cruzaron con cuidado, sin apenas visibilidad, cosa que les resultó tanto más fácil gracias a su tamaño. Gulich en cambio consiguió atravesar haciendo un estrépito importante, los hierros raspaban contra las paredes describiendo un chirrido enervante y la mayor parte de su estructura afectada por el óxido, terminó por ceder y partirse en dos.
Después de un eterno minuto llegaron al final del túnel. No lo habían advertido, pero a medida que avanzaban el hedor se había acentuado hasta convertirse en una nube pestilente a su alrededor, así que cuando el aire limpio del exterior llegó hasta ellos lo recibieron con grandes y agradecidas bocanadas.
En ese punto la vista de los chalets se perdía, dándoles la impresión de que caminaban ya por monte abierto. No era así, el estrecho sendero que venían siguiendo serpenteaba por la ladera de una loma en cuya cima había construidas comunidades enteras de vecinos. El sendero continuaba unos cientos de metros para doblar luego a la izquierda. Desde allí continuaba, sinuoso y paralelo a la autovía, hasta incorporarse de nuevo a su urbanización a poca distancia del puente peatonal que cruzaba la carretera.
Superar la tubería y el túnel les había infundido unos ánimos nuevos que ahora exhibían bajo el Sol del mediodía. El viento traía aromas deliciosos de espliego y romero, y aunque no había árboles, la loma desbordaba de un color azulado gracias a las explosiones de lavanda. El cielo era un salvaje lienzo de blancos y azules, mezcla de nubes inmaculadas y algodonosas y otras más bajas y oscuras, que se arrastraban pesadamente de este a oeste. El Sol en su cénit, brillaba a intervalos dibujando sombras de nubes en el suelo.
Y Alba avanzaba y retrocedía recogiendo todo tipo de plantas, casi parecía que le faltaba tiempo para todo. Había cogido un matojo de tomillo y lo cambiaba de mano constantemente para poder oler el aroma penetrante que se le quedaba impregnado.
Para las dos de la tarde habían llegado al punto en el que el camino volvía a través de un descampado a una de las calles de la urbanización. Ésta recorría apenas doscientos metros antes de que doblara de nuevo a la derecha para llegar al puente, pero avanzaba paralela a algunos de los chalets y Gabriel quería asegurarse.
A simple vista todo parecía normal excepto por pequeños detalles. El cristal de una de las ventanas estaba roto y la mitad de la cortina colgaba hacia fuera. Encontró una abultada maleta con ropa asomando por los bordes en el jardín junto a la plaza de parking, pero no pudo ver ningún coche cerca. La caseta del perro estaba volcada, y en otra de las paredes de uno de los chalets alguien había escrito con gigantescos caracteres:
RACHEL, WE HAD 2 GO.
WE WAIT 4 U IN AIRPORT.
LOVE, NICK
(Rachel, tuvimos que irnos. Te esperamos en el aeropuerto. Te quiere. Nick)
Gabriel no sabía suficiente inglés para entenderlo pero no le gustaba;, la gente no deja mensajes pintados en las fachadas así que imaginaba que era algo relacionado con lo que había pasado. Por fin, echó un vistazo a Gulich que esperaba sentado a su lado. Le observó un instante y el perro pareció devolverle la mirada brevemente. Gabriel creía que si hubiera algo peligroso el perro podría quizá detectarlo con tiempo suficiente, pero ¿cómo estar seguro?
—Alba —llamó Gabriel— hagamos esto rápido.
—¡Ya voy! —dijo la niña intentando trenzar unas hojas a pocos metros.
—Vamos a ir andando de prisa hasta el final, ¿vale?
—Vale —y después de un instante añadió—, ¿por qué?
—Porque... porque sí,
chulita.
—Ah, vale.
Caminaron entonces por el lado derecho de la calle con el muchacho receloso de los chalets que estaban al otro lado. A los pocos metros encontraron que una de las puertas estaba abierta, y al pasar Gabriel vislumbró el recibidor apagado y vacío con un gigantesco aparador descansando en mitad de la habitación. El muchacho sacudió la cabeza e intentó concentrarse en el camino que tenía por delante.
No tardaron mucho en llegar donde la civilización terminaba sin más incidencias. Era el linde de la Cala de Mijas con Marbella. La carretera terminaba en una rotonda que daba acceso a otra de esas comunidades que le son tan propias a Calahonda, apartamentos blancos con vigas de madera oscura en las grandes terrazas, jardines y piscinas, pero en el lado opuesto sin embargo, un camino de tierra arrancaba hacia el monte.
—¿Es por aquí? —preguntó la niña.
—Sí, vamos.
El camino ascendía suavemente hacia una colina de tierra bastante árida. Una pequeña valla de alambre les separaba por la izquierda de un campo de golf, cuyo césped estaba agostado y amarillento por el frío y la falta de agua.
Cuando llegaron al primer hito se volvieron hacia el sur.
Allí estaba a la vista toda la urbanización en su máxima extensión, descendiendo progresivamente hasta la playa. El cartel elevado del McDonalds había desaparecido, y una fase entera de una de las comunidades había ardido hasta los cimientos dejando un foso negro con apenas unas pocas estructuras despuntando entre los restos. Siguiendo la línea de la costa, la autopista mostraba un aspecto gris y moribundo sin la vida que solía tener con coches viajando a gran velocidad en los dos sentidos, ahora nada se movía por la lengua de asfalto, y aunque estaban muy lejos como para divisar los detalles por todas partes había objetos de gran volumen obstaculizándola. El silencio era quizá lo más impresionante, les llenaba los oídos de un zumbido que variaba de intensidad.
Continuaron la marcha un tanto cansados. Llevaban demasiado tiempo sin moverse mucho del jardín y la caminata, ahora cuesta arriba, se les estaba haciendo larga. Cuando habían recorrido unos cien metros hacia septentrión vieron una casa a la sombra de un enorme árbol. Gabriel la recordaba de antiguos paseos, pero si bien en ocasiones había visto algún caballo atado en el exterior, nunca había visto personas ni actividad alrededor de ella.
Cuando pasaban a su lado a menos de cinco minutos del puente que cruzaba la autovía y que llevaba a las montañas, Gulich empezó a ladrar en dirección a la casa.
Alba se sobresaltó.
—¡Quieto, Gulich, quieto! —decía Gabriel. Pero el perro se entregaba a sus ladridos con una actitud manifiestamente agresiva, dando pequeños saltos con las patas delanteras como si fuese a salir al trote.
—¡Vámonos, Gaby! —pidió Alba.
—¡Gulich!
Tironeó como pudo del collar pero le fue imposible moverlo. A Alba no le gustaba la expresión que estaba poniendo su perro, con todos los dientes asomando y los ojos hostiles y furiosos.
Por fin, de entre las tinieblas del interior de la casa surgió una figura. Abandonaba el zaguán con paso lento sujetando un palo en la mano. Era mayor o eso creían, porque una poblada y larga barba de un color ceniciento tapaba toda la parte inferior de su cara, allí se confundía con el cabello que caía a ambos lados, grueso y duro como cerdas. En el cuello llevaba una especie de bufanda renegrida que colgaba en hilachos hacia abajo.
Cuando el hombre estuvo fuera aún sin atreverse a descender el escalón que le separaba del exterior, se fijaron que toda su ropa era de hecho un andrajo sucio y raído. Los zapatos se abrían por la suela como la boca de alguna bestia hambrienta, y los pantalones tenían un desvaído color gris con grandes lamparones de suciedad en los bajos y las perneras. Sujetaba el palo con ambas manos, envueltas en una especie de vendas sucias.
—¡Arrea! —exclamó el hombre, bajando el arma—. ¡Pero si son niños!
Gulich le ladró con los labios tan replegados que un hilacho de baba plateada descolgó lentamente.
—¡Gulich, quieto! —dijo Gabriel cogiéndole por el collar. Por fin, el animal pareció conformarse con la presencia de aquel hombre y dejó de ladrar.
—¡Vaya guardián lleváis ahí, qué buena cosa! —dijo acercándose lentamente.
—Pero ¡decidme!, ¿de dónde salís vosotros?, ¡nos habéis asustado! Imaginaos... ¡un perro! ¡No veíamos uno desde... ¡bueno, desde hace mucho!
Gabriel que acariciaba la cabeza de Gulich sin pausa, no supo muy bien qué responder al tropel de palabras que se le habían echado encima. Hacía demasiado tiempo que no veía un adulto, y aquél no parecía el tipo de adulto con el que se hubiera sentido a gusto antes de que todo pasara, de todas formas. De hecho, casi podía imaginar a su padre diciendo cualquier excusa amable para continuar su camino, como los
ingentes
que a veces les pedían algo de suelto cuando iban a Torremolinos; su padre no les dejaba acercarse, decía que los
ingentes
tenían pulgas y enfermedades en la piel.
—¡Qué grande y bueno parece! —exclamó el hombre ahora ya a apenas unos pasos de distancia. Gulich seguía gruñendo por lo bajo como un motor en ralentí, con las orejas en punta y el lomo ligeramente erizado.
Alba, que estaba ahora fijándose en el hombre que tenía delante, tenía también su propia opinión. No le gustaban sus manos renegridas, sobre todo en las uñas donde una línea negra de podredumbre perfilaba su contorno, eran largas y amarillas, llenas de surcos profundos como un fósil castigado por las inclemencias del viento y la lluvia. Y en su rostro la piel aparecía reseca y tirante sobre los pómulos, produciendo la macabra ilusión de que había sido retirada y vuelto a colocar de forma incorrecta.
—Gaby —dijo Alba en apenas un susurro.
—Pero vaya —exclamó entonces el hombre— dos niños pequeños ¿qué te parece, viejo? Y traen un perro, nada menos —se echó a reír pero la risa sonó algodonosa y apagada, como si luchara por abrirse paso entre unos bronquios demasiado obturados y le arrancó un acceso de tos.
Gabriel, con los ojos muy abiertos no acertó a decir nada. Aunque era posible que aquel hombre fuera un
ingente,
todavía tenía muy reciente su propia imagen en el espejo. ¿Acaso no había cambiado él también, quién sabe lo que ese nuevo mundo lleno de monstruos podía haber hecho en adultos que antes eran normales?
—¿Estáis solos, eh, pequeños? ¿Solitos los dos? —continuó diciendo el hombre avanzando otro paso más.
Los dos niños se miraron pero de nuevo sin saber todavía qué responder.
—¡Bueno, caramba! Qué niños tan buenos ¿y a dónde ibais, o acaso veníais, volvéis a casa, sí?
Por fin Gabriel consiguió romper el bloqueo que la nueva situación le había provocado.
—Sí señor, vamos a casa —dijo.
Alba le miró con una expresión de sorpresa en el rostro.
—¡Muy, pero que muy bien! —dijo el hombre. —Los niños buenos van todos a casa.
—¡Vamos a las montañas! —dijo Alba entonces pestañeando varias veces. No le gustaba el Hombre Andrajoso pero no quería volver a casa, quería continuar hacia el monte.
Gabriel sintió que el estómago se le endurecía, como aquella vez en la que la señorita Rebeca descubrió unos dibujos de un hombre y una mujer desnudos en su libreta de Conocimiento del Medio.
—Pero, oye a las montañas —exclamó el hombre cambiando la mirada de uno a otro— qué cosa. Eso está muy lejos, pero que muy lejos. Y es peligroso ¿has oído? Es muy peligroso para unos niños tan pequeños y un perro tan bueno. ¿Sabéis que hay cosas en el monte? Oh, vaya que sí, por eso ya no vamos por ese lado. Porque uno corre, pero las cosas corren más y no se cansan —rompió a reír de nuevo, y la risa brotó otra vez entre toses y carraspeos— no se cansan nunca, monte arriba y monte abajo.
—Tendremos cuidado —dijo Gabriel mirando hacia su izquierda por donde el sendero subía todavía unos metros y doblaba bruscamente a la izquierda. Allí al final había un pronunciado precipicio que conducía directamente a la autovía. Estaba tan cerca ya, y sin embargo ahora parecía tan lejano. Quiso estar allí, caminando otra vez entre las hierbas ralas con Gulich olisqueando el camino y Alba recogiendo todo tipo de maleza rastrera como si fueran las más hermosas flores.
—Te diré que haremos —dijo el hombre. —Entrad, tomaremos alguna cosilla, un poco de agua si queréis, y tengo cosas buenas para comer, ¿queréis cosas buenas? ¡claro, a todo el mundo le gusta! Pues entrad, ¡venid! y luego yo os ayudaré a llegar a casa, ¿eh? ¡os ayudaré!
Alba se debatía entre sentimientos encontrados. Era poco más del mediodía y aunque llevaban comida en la mochila negra con rayitas rojas de Gabriel, el estómago había respondido con un gruñido a la palabra "comer". Y había otra cosa, le gustase el Hombre Andrajoso o no era un adulto, y por lo general los adultos sabían ayudar a los niños en cosas complicadas como la que pretendían llevar a cabo. Su hermano había intentado serlo, ella lo sabía, pero no era lo mismo. Lo miró a los ojos intentado escrutar más allá de los iris brumosos que bailaban constantemente entre ella y su hermano, pero solo era una niña y, naturalmente, carecía de la experiencia que otorga la vida a la hora de asomarse al alma de alguien.
—Vale —dijo entonces insegura.
Gabriel quiso decir algo, pero el Hombre Andrajoso le interrumpió.
—¡Muy, pero que muy bien! ¡Vamos, vamos, venid!
Y sin saber muy bien cómo, los niños se encontraron avanzando con paso indeciso hacia la casa que de repente no parecía la pintoresca casita blanca que daba un aire rural a la escena cuando paseaban con papá y mamá hacía como mil millones de años, sino una construcción de piedra y hierro cuya puerta era unas fauces abiertas.
—Vamos a dejar aquí fuera a tu perro, ¿de acuerdo? —dijo el hombre. —Buen perro, que cuida de los niños, ¿sí?
Gabriel dejó suelto el collar de Gulich que de repente parecía más interesado en olisquear con ceñuda concentración la pared de la casa que en cualquier otra cosa. Mantenía el rabo pegado al cuerpo, como cauteloso.
Y como succionados por una fuerza invisible atravesaron el umbral. El Hombre Andrajoso echó un último vistazo al perro antes de desaparecer tras los niños. Gulich, con el hocico impregnado de olores que traían sombras oscuras a su memoria, se volvió cobrando súbitamente consciencia de que había perdido de vista a los AMOS.
Era demasiado tarde. La puerta se había cerrado.
—Estamos bien jodidos —dijo Dozer, con la cara roja por el estrés. Junto a él, Susana asintió ceñuda.