Gabriel sonrió más que contento de su suerte. Había tres de la misma forma y tamaño que las que cogía de la tienda, y ahora que lo pensaba probablemente habían sido compradas también allí. Había una cuarta bombona azul y achaparrada, pero era mucho más grande y no estaba seguro de que funcionase con el quemador que tenía abajo.
Cogió una de las mochilas para empacarlas y llevárselas abajo. No le quedaba mal, probablemente había pertenecido a un niño como él. Antes de salir se sorprendió a sí mismo con el reflejo de su imagen en un enorme espejo de pared. Impresionado, se observó un largo rato. Era una barbaridad lo mucho que le había crecido el pelo, alborotado y lleno de bucles que apuntaban en todas direcciones. La cara no lucía tan limpia como solía, y la ropa estaba también bastante desaseada. Pero no se vio mal. Era como si hubiese crecido mucho en esos meses, tenía los rasgos más definidos y una expresión que era, en algo imperceptible, nueva tras sus ojos oscuros. Hasta le pareció que había crecido al menos un poco.
Cuando llegó junto a Alba estaba entretenida con el viejísimo juego de lanzar el palo que luego Gulich traía entre los dientes, resoplando fuertemente y moviendo el rabo como si quisiese despegar. Alba se volvió hacia él cuando lo vio llegar, poniendo su manita sobre los ojos para tapar la luz del Sol y hacerse sombra.
—¿Dónde estabas? —preguntó.
—He subido arriba, a por unas cosas —dijo sin detenerse, quería regresar al escondite para probar las bombonas y quitarse eso de la cabeza. Pero cuando Alba se giró para verle pasar experimentó un estremecimiento.
—Gaby —dijo lentamente. Algo en su tono de voz hizo que Gabriel se detuviese.
—¿Qué pasa?
—Tu mochila.
—¿Qué?
—Es negra, con rayitas rojas, y tiene un cangurito —exclamó entonces la pequeña como si acabara de rendirse a una evidencia demasiado contundente como para tratar de hacerla frente. —Es la de mi sueño, Gaby.
Gabriel permaneció en silencio unos segundos. Luego, como si acabara de transportar una especie de pasaporte enviado desde el futuro, dejó caer la mochila al suelo como si ya no reconociera lo que era. La miró con cierta fascinación, como a un objeto extraño que viera ahora por primera vez, una broma que las paradojas de tener un canal de televisión directo con el mañana le traían. Alba nunca había ido arriba. ¿Qué posibilidades había de que mencionara la mochila, su color negro, las rayas rojas que decoraban su mitad superior, y la marca de la mochila que exhibía un canguro saltando alegremente con una gorra en su cabeza, qué posibilidades había, en definitiva, de que solamente unos minutos más tarde ésta apareciera?
Probablemente ninguna.
Los dos hermanos se miraron, y Gulich, como si hubiera comprendido algo de la escena se dejó caer al suelo panza abajo soltando un intenso resoplido.
* * *
Por la noche, mientras cenaban una lata de judías con tomate los niños se preparaban mentalmente para el viaje.
—La última vez nos fue bien —dijo Gabriel pensativo— cuando vinimos aquí. Creo que eso que tienes quiere decirnos que es hora de irse.
—Ajá —dijo Alba aplastando las judías con la cuchara una por una, más por puro aburrimiento que porque le gustaran en puré. De hecho, esas judías pequeñas y con regusto a tomate aguado no le gustaban nada.
—Y mejor que sea pronto, a lo mejor significa que este sitio ya no es seguro.
—¡Gaby! —protestó Alba mirando alrededor con disgusto.
—¡Tonta, que sí es seguro! —dijo Gabriel dándose cuenta de que la había asustado. No era que le importase mucho desde luego, pero cuando Alba estaba asustada se despertaba a media noche con hipidos y era una auténtica pesada, así que mejor quitarle importancia al asunto.
—Quiero decir si no nos vamos... otro día...
Por toda respuesta la pequeña lo miró ceñuda. La cuchara era demasiado grande en su manita pequeña y confería a la escena un aire divertido.
—Así que creo que sí, que tenemos que irnos. Porque tiene que pasar, ¿no? —preguntó Gabriel.
—¡Creo que sí!
—¿Y tu sueño no decía a dónde vamos?
Alba pensó un instante, y negó rápidamente con la cabeza. Gabriel se rascó la coronilla entonces, arrugando la nariz como si cavilase algo con cierto esfuerzo.
—Si tiene que pasar —dijo al fin— y sabemos que va a pasar, podríamos quedarnos aquí y sabríamos que estaremos a salvo porque como lo del campo
tiene
que pasar, entonces... entonces no nos pasará nada hasta que vayamos al campo.
Alba abrió mucho la boca. Su hermano le miró con el mismo gesto perplejo de sus propias palabras, y de repente ambos rompieron a reír. Continuaron bromeando un buen rato, formulando sin saberlo algunas de las teorías más enrevesadas de las paradojas del viaje en el tiempo hasta que la noche se hizo vieja y acabaron por dormirse.
A la mañana siguiente Gabriel volvió a preparar un desayuno, esta vez a base de barras energéticas de cereales. Alba había pasado mucho mejor la noche, pero tan pronto empezó a revolverse en su edredón Gabriel la atosigó con preguntas, quería saber si había tenido más sueños
de ese tipo.
Todavía con los párpados demasiado pesados como para abrirlos completamente, la pequeña musitó algo de un sueño con un erizo azul, un personaje de un videojuego, y Gabriel se dijo a sí mismo que eso, al menos, no sería nada trascendental.
Después de desayunar, Alba no salió a jugar con Gulich sino que se paró junto a la mochila negra de rayitas rojas.
—Entonces —dijo Gabriel, mirándola de reojo— ¿ya está, nos vamos?
Alba, sin dejar de mirar la mochila asintió.
* * *
Una hora más tarde estaban listos para partir. Gabriel había metido comida, agua y unas mantas en la mochila, pero se sentía extraño porque no sabía qué rumbo debían tomar o qué les depararía la caminata. Imaginaba que una especie de destino encaminaba sus pasos, como cuando los héroes de las películas ponían expresiones serias y decían con voz engolada: "Es el destino" o "Es mi destino". Pero a Gabriel le preocupaba que el camino que le tenían preparado no tuviera un final tan glamuroso como el de los héroes.
Sabía por lo menos cómo llegar al monte sin atravesar las calles del complejo residencial. Podían utilizar el mismo camino que, paralelo al río le llevaba a la tienda, éste continuaba también hacia el norte. La urbanización nacía prácticamente a pie de playa y ascendía por las lomas hasta la falda de la montaña, y allí, dividida por la autopista, moría con apenas una única carretera que distribuía unas pocas comunidades más. Pero un poco más al oeste un pequeño puente peatonal cruzaba esa autopista y les llevaba a una serie de lomas y colinas sin apenas viviendas por donde solían dar paseos con sus padres. Había unos senderos que recorrían todas aquellas colinas, eran a menudo transitados por aficionados al senderismo y turistas que buscaban respirar un poco de aire lejos de la urbe, pero Gabriel no sabía a ciencia cierta a donde llevaban.
Gulich, sentado sobre sus cuartos traseros y erguido en una pose bastante majestuosa permanecía a su lado mientras terminaba de preparar la mochila. Gabriel lo miraba de reojo un tanto extrañado. Era casi como si el perro supiera que se avecinaba un viaje y su expresión era de resignación.
Cuando todo estaba listo se pusieron ropa de abrigo, guantes y un par de gorros de lana. No hacía demasiado frío comparado con lo que habían pasado hacía apenas unas semanas, pero sabía que en la falda de la montaña el viento soplaba con fuerza y las noches podían ser durísimas.
—¿Vamos? —preguntó Gabriel.
Alba asintió completamente determinada.
Salieron entonces del jardín y bajaron el pequeño terraplén entre las mimosas para incorporarse al camino. Antes de bajar la pendiente, los dos hermanos se volvieron a echar un último vistazo al que había sido su hogar. Allí quedaba Bob El Ahogado y el jardín, silencioso y aletargado por el invierno. El pequeño escondite entre los macizos se veía ahora extremadamente insignificante, apenas una abertura de un tamaño demasiado pequeño como para percibirse a simple vista.
No dijeron nada.
El principio del viaje comenzó en silencio. Ni siquiera Gulich parecía animado por el paseo y caminaba junto a ellos con las orejas gachas y el rabo a media asta. Eran las once y cuarto de la mañana, y el silencio que los rodeaba apenas se rompía por la fricción de las altas ramas de los viejos eucaliptos y el discurrir del agua en el pequeño riachuelo. Ésta ni siquiera era visible oculta por la desordenada maraña de juncos y arbustos que crecían frondosamente.
Al cabo de poco más de diez minutos el camino se vio súbitamente interrumpido por un pequeño barranco. Una sucia tubería salía de entre la tierra, cruzaba el precipicio sin más asideros, y volvía a internarse en la tierra al otro lado junto a una cañería de apenas un metro de diámetro que conformaba una boca de túnel. Encima del desnivel vieron la reja metálica, vieja y oxidada, de una pista de tenis.
—No me acordaba de esto —dijo Gabriel pensativo.
—¿Qué pasa, Gaby?
—El club de tenis corta el camino, para llegar al otro lado tendremos que pasar por ahí.
Alba miró en la dirección que su hermano le señalaba, pero la boca desdentada de la cañería, lóbrega y profunda le inspiraba un gran desasosiego.
—¡Pero Gaby!
—¡Tenía que haber traído una linterna! —dijo entonces su hermano pasándose una mano por el cabello desaliñado.
—¡No me gusta, Gaby!
—Pues no hay otro camino. Además no nos va a pasar nada, ¿verdad? porque tú
lo viste,
viste cómo llegábamos al monte.
Alba pensó en eso unos instantes, y aunque sabía que tenía razón, el miedo a la oscuridad grabado a fuego en el recuerdo ancestral de cuando el hombre vivía en las cavernas y la noche representaba un peligro mortal, afloró en su ánimo.
Gabriel examinó el terraplén lleno de barro y zarzas espinosas. En la parte más baja, unos matojos retorcidos formaban un entresijo inaccesible que hacía el acceso por ese lado imposible.
—Mira, voy a pasar yo primero y verás qué fácil —dijo Gabriel intentando sonar como su padre cuando intentaba convencerles de hacer algo que les infundía miedo.
Y efectivamente, el muchacho pasó por encima de la tubería sin mucho esfuerzo balanceando ambas manos como un funámbulo hasta que llegó al otro lado. Allí dio un pequeño salto hasta al suelo.
—¡Venga, chulita! —exclamó.
Alba, sin embargo, no las tenía todas consigo. Principalmente porque la tubería era circular y su superficie estaba cubierta de manchas de humedad y verdín, aún así empezó a dar los primeros pasos titubeantes. Abajo le esperaba una caída de unos buenos cuatro metros, además de matorrales hostiles como una alambrada ensortijada de pinchos.
De repente la pequeña resbaló y cayó sobre la tubería, acabando montada a horcajadas y agarrada con las piernas y los brazos como si la abrazara. La tubería se sacudió con un crujido amenazador, levantando pequeñas nubes de polvo y tierra.
—¡Alba! —gritó Gabriel.
La pequeña, una vez superado el susto inicial empezó a gimotear, demasiado asustada como para hacer nada. Estaba bloqueada y las piernas empezaban a temblar por la fuerza que ejercía para no voltearse y caer.
Aterrorizado, Gabriel intentó saltar para agarrarse de nuevo a la tubería e ir hasta ella pero era inútil, estaba demasiado alta y jamás podría abarcarla con los brazos para encaramarse de nuevo.
Con su pequeño corazón latiendo a pleno rendimiento, Alba cerró los ojos preparándose para la caída. Las manos resbalaban y sentía que, poco a poco, iba escorando hacia uno de los lados sin que pareciera que pudiese hacer nada para impedirlo. Pero entonces sintió que algo tironeaba de ella hacia arriba, un tirón fuerte y enérgico que la transportó hacia delante por la tubería. Abrió los ojos y vio la tubería evolucionar bajo su vista dejando atrás las manchas de color verde oscuro. Desde su posición, Gabriel no pudo evitar quedarse súbitamente congelado, se trataba de Gulich que había cogido a la pequeña por el cuello de su abrigo y la transportaba a la seguridad del otro lado. Sus patas traseras resbalaban peligrosamente en la superficie de la tubería, y ésta se bamboleaba arriba y abajo como si estuviera a punto de quebrarse, sin embargo eso no detuvo al animal. Embargada por la emoción, Alba emitió un chillido quedo y monótono como una bocina, hasta que el perro llegó al final de la tubería y la dejó caer cuidadosamente en brazos de su hermano.
—¡Atiza! —exclamó Gabriel cuando la pequeña puso los pies de nuevo en el suelo. En su semblante no quedaba ni rastro de la angustia que acababa de sufrir, tan impresionada estaba por lo que su
perrito
acababa de hacer.
Gulich saltó ágilmente al suelo donde resbaló brevemente levantando una pequeña nube de tierra. Jadeaba profundamente dejando colgar una enorme lengua rosada a un lado.
—¡Gaby, el perrito!
—Buen perro... ¡buen perro, sí, buen perro! —dijo Gabriel acariciándole la enorme cabeza por primera vez.
¡Cómo celebraron los niños el fastuoso rescate! Saltaban sobre sus propios pies y daban vueltas alrededor del mastín prodigándole mil caricias. Gulich movía el rabo con un ritmo frenético, contento de haber hecho algo bueno para los AMOS. Sabía que no eran AMOS como los otros, éstos eran cachorros, demasiado jóvenes como para CASTIGAR lo que le gustaba bastante. Mejor aún, todavía eran capaces de proporcionar COMIDA, así que por lo a él concernía tendría que CUIDAR de ellos más de lo que al principio había pensado. No era que le importase, esos AMOS eran buenos, eran buenos para YO.
—¡Ya solo queda lo más fácil! —dijo entonces Gabriel con fingido entusiasmo, quería aprovechar la disyuntiva de la celebración para convencer a la pequeña Alba de atravesar el túnel.
Era en verdad una abertura inmunda que se adentraba en la loma como la caverna de un dragón. Su parte más baja estaba impregnada de un líquido espeso y oscuro cuajado de materias irreconocibles que habían adquirido el mismo aspecto. Una de ellas parecía ser una especie de piña, pero aplastada y de un aspecto blando.
Al menos, al fondo se discernía de nuevo un círculo de luz.
Aún con grandes protestas Alba accedió finalmente a entrar en el túnel a condición de ir al lado de su perro. Gulich entró en la cañería sin problemas olisqueando el suelo con detenimiento, había una miríada de olores diferentes, todos sutiles y dispuestos en capas superpuestas que fue explorando con deleite. Algunos hablaban de animales muertos, carne demasiado pasada para sugerirle COMIDA, pero otros tenían olores fuertes y embriagadores que le gustaban: a madera, a tierra, a hojas de árboles. Alba sin embargo, avanzaba con las manos recogidas en el regazo sin atreverse a tocar las paredes que tenían un tacto pringoso y frío.