Lo que hizo gritar a Carmen sin embargo, no fue el espectáculo de pesadilla al que se enfrentaba, sino el medio rostro que unido al cuerpo cercenado le miraba con un único ojo que reflejaba el horror en su máxima expresión.
—¡Basta Carmen, BASTA! —le gritó Ricardo, forzándola a que se diera la vuelta y abrazándola.
Carmen se cubrió la cara con ambas manos, todavía gritando y deshecha en un mar de sollozos.
—¡Vamos arriba Carmen, vamos! —le dijo.
—Jesús Bendito —susurró otro, incapaz de apartar la vista de aquella casquería.
Pero entonces, un alarido agudo y exasperante a sus espaldas los sobresaltó. Carmen, amparada aún en el abrazo confortable de Rodrigo dio un respingo. Éste se volvió con una expresión de genuina sorpresa, allí bajaban varios compañeros presos de un ataque de pánico saltando los escalones de tres en tres e intentando pasar unos por encima de otros.
—Qué pasa —quiso decir con una expresión de absoluta incredulidad. Pero entonces lo vio. Era Morales, bajando detrás de ellos con la boca llena de sangre y los brazos levantados, su expresión era colérica, y levantaba ambos carrillos mostrando los dientes.
—Dios —consiguió decir.
Y entonces forzó a Carmen a enterrar su cara en su pecho mientras cerraba los ojos en un abrazo final.
* * *
En la penumbra de la esquina de la recepción, Reza escuchó los alaridos de Morales y también los de Luis que iba justo detrás, después de que Necrosum lo hubiera puesto en pie de nuevo. Él sabía de gritos de muertos vivientes. Sabía del dolor, y sabía lo que una garganta humana puede dar de sí cuando una dentadura desbocada hunde sus dientes en la carne. Y sabía lo que aquello representaba, probablemente su pequeña granada había hecho levantarse a un par de ellos.
Bien, si tenían muertos vivientes arriba había llegado el momento de ejecutar su plan.
Salió fuera cuidando que no hubiera nadie que pudiera sorprenderle, y se separó algunos metros del edificio. Una vez allí, colocó el tubo lanza cohetes en el hombro y lo accionó. El cohete salió a una velocidad impresionante. El cartucho de expulsión, al quemarse, dejó una humareda que olía a San Juan y que se quedó ingrávida a su alrededor. La estela de humo que describía el cohete en su vuelo era una espiral casi perfecta por mor de las aletas estabilizadoras. El cohete entró limpiamente en la recepción, la cruzó de lado a lado y salió por la puerta de la habitación donde estaba el arsenal. Allí, chocó contra el armario que tenían al fondo y explotó.
La primera explosión fue atronadora. Los cristales de la vidriera exterior saltaron por los aires convertidos en un millón de trozos pequeños. Una lengua voraz de fuego y humo salió despedida por el marco de la puerta, arrancando la hoja y haciéndola recorrer diez metros por el aire hasta que se estrelló en el suelo, donde rebotó repetidas veces hasta quedar doblada y humeante en la calle.
Apenas unos pocos segundos más tarde estallaron las otras ojivas RPG provocando una segunda explosión en cadena aún más potente. Esta vez, el edificio entero pareció estremecerse causando que el techo de escayola de la recepción se agrietase, sobre el suelo cayeron trozos de escayola y polvo como una extraña lluvia blanquecina. Los cristales del piso superior reventaron y llegaron hasta la calle, a pocos metros de donde Reza se encontraba.
La deflagración posterior provocó la peor parte. No sólo hizo que la munición que aún no había explotado lo hiciera finalmente, sino que conectó los fulminantes con el explosivo plástico causando la chispa que propiciaba su detonación. El kilo y medio de C4 provocó que las cuatro paredes y el techo fueran expulsadas hacia los cuatro puntos cardinales arrojando cascotes y trozos de ladrillo en todas direcciones. El suelo retumbó violentamente como si se tratase de un seísmo de alta gama, forzando a Reza a arrojarse al suelo con toda la rapidez de la que fue capaz. Justo a tiempo por cierto, ya que tan pronto tuvo la cabeza pegada a las baldosas, una inesperada nube de humo, polvo y cenizas lo superó. Se le llenaron los pulmones al instante y mientras su cuerpo se defendía con un ataque de tos, se obligó a sí mismo a acuclillarse y recular buscando aire limpio.
Dentro del edificio continuaban las mini explosiones de las cajas de munición. El sonido, que se mezclaba con el eco atronador que aún latía de la segunda explosión, era como el de una escena de una batalla. La planta de arriba terminó por agrietarse y ceder, cayendo sobre el arsenal y la sala anexa que se usaba como almacén de alimentos en grandes bloques completos. Caían retumbando, desgarrando los tabiques y debilitando la estructura, y tras éstos se precipitaban los muebles, canias, sillas, un armario, mesas... todo en un confuso tropel que rápidamente pasaba a alimentar las llamas.
En la segunda planta Morales, Luis y los otros cadáveres perdían contacto con el suelo a medida que una grieta vibrante y atroz les arrojaba a las llamas del piso inferior. Las escaleras no pudieron aguantar las heridas mortales de la estructura y se vinieron abajo lentamente, girando sobre su eje hasta que cayeron inexorables por el hueco que había dejado el techo.
El humo y las llamas sin techo que las frenara, ascendieron rápidamente hacia los pisos superiores, avivadas por la corriente de aire que se había formado. Muchos de los supervivientes que estaban repartidos por las diferentes estancias murieron asfixiados por las sofocantes y densas nubes en poco tiempo.
Por fin, tan solo un minuto más tarde, la parte derecha del edificio cayó con toda su fantástica desproporción sobre el ala horizontal y plana que era el resto del edificio. Las cocinas, la enfermería, los almacenes y otras muchas instancias que habían sido el hogar de aquella treintena de personas fueron aplastadas violentamente por una mole descomunal de hierro, ladrillo y cemento, destruyéndolo todo bajo su paso. La muerte fue instantánea para todos los que allí se encontraban.
En la calle, Reza se sacudía el polvo de la ropa y miraba fascinado la destrucción de Carranque. Había sido aún mejor de lo que había previsto. Rápido, eficiente, demoledor. Pensó que después de todo, era una auténtica pena que algo así no puntuase para el Juego.
* * *
El padre Isidro corría hacia su objetivo, la tapa del alcantarillado. Sabía que no resistiría un encuentro directo con aquel pagano infame hijo de mil padres, pero si conseguía escabullirse y perderse por los túneles laberínticos del subterráneo, entonces recuperaría el control de la situación. Sería cosa de tiempo que
ellos
pagasen por no someterse a la Ley de Dios. No sin esfuerzo consiguió retirar la tapa, que era extraordinariamente pesada para sus posibilidades; antes de dejarse caer abajo y perderse, echó una última mirada al moro que aún se encontraba lejos.
—¿Dónde está ahora tu dios? —dijo despacio, arrastrando mucho las palabras.
Se deslizó por el agujero y desapareció de la vista.
La oscuridad era un problema desde luego, pero por ahora su propósito era poner distancia entre él y la abertura. Utilizaba las manos para buscar el camino en la completa oscuridad, rota solamente por el sonido acuoso de sus pies en el agua y el ocasional escape en las tuberías que pasaban sobre su cabeza, que provocaba un sonido de goteo lento y constante.
Apenas había avanzado unos metros cuando escuchó el chapoteo en el agua a cierta distancia ya, el árabe acababa de entrar en los túneles. A partir de ahí extremó las precauciones, cuidándose de no hacer ruido en el fondo de agua del túnel. Dentro de poco podría volver a la superficie. Allí, arropado por los resucitados, su perseguidor no tendría ninguna oportunidad.
Sin embargo el sonido lejano pero estremecedor de una segunda explosión volvió a hacerse audible, y esta vez a juzgar por el estruendo, debía de haber sido una explosión importante. Qué estaría pasando en el edificio no lo sabía, pero suponía que estaban en problemas, lo que alegraba su frío corazón.
En la oscuridad del túnel Moses acababa de escuchar la explosión, lejana pero implacable. Ahora estaba preocupado de veras, esta segunda detonación había sido lo bastante grande como para continuar pensando que todo estaba probablemente bien. En medio de la indecisión sobre si perseguir al sacerdote o regresar fuera, sobrevino un estruendo demoledor, una tercera explosión todavía más colosal. Fue tal su potencia que el túnel entero pareció estremecerse, tuvo que sujetarse con las manos en las paredes que tenían la textura blanda y desagradable del moho. Era la tercera vez en su vida que se veía envuelto en explosiones, y cada vez el corazón se aceleraba más.
¡Isabel!
El deseo de dar caza al sacerdote era intenso; había entrado brevemente en la improvisada prisión y había visto lo que había hecho con el doctor Rodríguez. Le había perforado el cerebro con la aguja a través de la cuenca ocular y le había provocado una muerte instantánea. Al menos se dijo entonces, ya no se levantaría, no pasaría la eternidad vagando sin descanso por las calles de Málaga.
Pero su instinto de protección hacia Isabel era todavía mayor. Se dio media vuelta, desesperado por encontrar de nuevo la entrada al alcantarillado. Las múltiples explosiones que llegaban desde la distancia no le ayudaban: sentía ahora el horror indescriptible que debieron sentir la gente en los refugios cuando se producían los bombardeos durante la guerra. De pronto, la oscuridad le oprimía como si fuera un ente tangible y empezó a respirar pesadamente por la boca. La sensación horrible de estar sumido en la misma negrura tanto si abría como si cerraba los ojos empezaba a producirle una sensación de claustrofobia. Su cabeza además, conmutaba con insistencia dos imágenes: la de su amigo
el Cojo
, que murió en una alcantarilla como aquella, y la de Isabel. El Cojo, Isabel, el Cojo, Isabel.
Por fin, el pálido resplandor de la luz del día que entraba por la abertura empezó a distinguirse al final del túnel y aceleró el paso, tropezando por el camino con algo prominente que no llegó a vislumbrar. Súbitamente atenazado por un intenso dolor que surgía de la espinilla, Moses maldijo los mismísimos infiernos mientras recorría, a trompicones, la distancia que se separaba del túnel.
Isabel. Ya voy, Isabel, ya voy.
* * *
Cuando la fascinación por las explosiones y las llamas mermó, Reza giró la cabeza hacia la izquierda. Era hora de irse se lo decía el instinto de depredador, la situación se había vuelto demasiado confusa y descontrolada. Parte de la fachada del edificio había desaparecido y éste tenía ahora un agujero inmenso, como si un hábil cirujano hubiese retirado un cáncer. Allí, las habitaciones de las plantas superiores quedaban parcialmente expuestas, y en una de ellas asomaba en precario equilibrio una cama. Reza no quería que un superviviente asomara por algún lado y lo abatiera con un disparo, había que moverse.
Sin embargo, aún tenía una idea. Miraba ahora la puerta de entrada al complejo, dos hojas grandes de hierro cerradas con unas cadenas. Cargó una granada en su rifle y la disparó hacia allí. La granada explotó cerca de la puerta, pero cuando el humo se retiró, se reveló que la explosión no había hecho mella. Una segunda granada consiguió el efecto deseado. La primera línea de
zombis
que estaban detrás de las puertas quedaron gravemente afectados, pero incluso con el torso parcialmente convertido en pulpa sanguinolenta o la pérdida de manos y brazos, irrumpieron con feroz violencia empujando las puertas con el peso de la masa. Estaban completamente fuera de sí debido al estruendo de las explosiones, eran todos corredores.
Reza se retiró veloz hacia la entrada al alcantarillado por la que había venido, acercándose al edificio y aprovechando el humo de las llamas como cortina para escapar mientras la masa de zombis, moviéndose como una marea, empezó a llenarlo todo.
Antes de doblar la esquina, agazapado en el huerto, Reza decidió aprovechar el segundo cohete. Otra vez la estela de humo surcó el aire a una velocidad endiablada y se estrelló contra el edificio en llamas. Hubo una explosión atronadora que lanzó cascotes y trozos de cemento del tamaño de un coche a medio kilómetro de distancia. Uno de los fragmentos envuelto en una fulgurante bola de fuego, cayó encima de un numeroso grupo de zombis que corrían y los arrastró, dejando una hilera de sangre y trozos de carne de más de cincuenta metros.
Pero del hueco herido del edificio surgieron figuras envueltas en el humo de la explosión. Se tambaleaban como conmocionadas, agarrándose en las paredes en un intento de mantenerse en pie. "¡Corredores!", gritó alguien entonces entre las toses y lamentos, y efectivamente, desde el lado opuesto un grupo numeroso de espectros avanzaba hacia ellos corriendo como posesos, los brazos volaban en ángulos inverosímiles, como si con ello pudieran darse más ímpetu en la carrera y las piernas parecían a punto de quebrarse.
Se abalanzaron sobre ellos, perdiéndose en la humareda y llenándolo todo de llantos y gritos histéricos, gritos de profundo horror como no los había conocido Málaga desde tiempos ancestrales, tiempos de barbarie donde el padre mataba al hijo y el hijo al hermano.
Y así cayó Carranque y su comunidad de supervivientes, como tantos otros refugios que habían subsistido más o menos tiempo en todo el mundo, víctimas más de la maldad que convive con el ser humano desde tiempos inmemoriales que de la Pandemia
Zombi.
Era el motivo real por el que las ciudades estaban ahora vacías, el motivo por el que el ser humano no consiguió sobreponerse y vencer a la circunstancia de que los muertos volvían a la vida convertidos en bestias cuyo único propósito era destruir. Porque el ser humano, en la intimidad de su alma, era aún peor.
Satisfecho, Reza dejó el tubo lanzacohetes aún caliente en el suelo y corrió con una sonrisa espeluznante hacia su agujero.
Moses salió a la superficie ascendiendo trabajosamente por la escalerilla de mano. Cuando consiguió asomarse, la poca fortaleza que había reunido con la imagen de Isabel en la mente y en el corazón, se derrumbó por completo. Allí estaba lo que había sido su hogar las últimas semanas convertido en una ruina envuelta en llamas. La fachada se había derrumbado y tan solo la parte izquierda del edificio permanecía altiva, recortada contra el cielo azul del mediodía. Hierros retorcidos como arterias heridas despuntaban entre los ladrillos y el cemento agrietado.
—No... no por favor, no...