Dentro, olía a orín y a algo más, un olor indefinido y dulzón como el que flota débil pero persistente en los asilos de ancianos.
—Buenos días, padre —dijo Rodríguez— es la hora del examen, ¿qué le parece?
El padre terminó su oración, se santiguó brevemente y se incorporó no sin esfuerzo. Cuando se dio la vuelta Moses se sorprendió al ver su rostro demacrado y surcado por una miríada de arrugas, tan profundas que casi parecían laceraciones. Sus ojos sobresalían como dos huevos duros en la tela rancia y apergaminada que era su cara.
El pelo blanco tenía ahora el aspecto fantasmal y desarraigado de una telaraña. Moses estaba impresionado, había perdido muchísimo peso desde la última vez que lo vio.
El padre se sentó en la única silla que tenía en la celda, y al hacerlo sus huesos parecieron crujir y protestar. Se arremangó exponiendo un brazo huesudo y macilento que al marroquí le recordó las fotos de los prisioneros judíos en los terribles campos de concentración nazis. Apartó la vista, incapaz de mirar más tiempo, y se fijó en el estado lamentable de la celda en la que Isidro pasaba sus días. Era del todo austera, y las paredes mostraban negras manchas de humedad que colgaban de ellas como oscuros espectros, auténticos guardianes que vigilaban implacables, todos y cada uno de los días de encierro del sacerdote.
—Oh por Dios —susurró Moses, casi para sí mismo.
Para todos ellos el padre Isidro había sido la quintaesencia del mal en el último mes, pero ahora el pobre diablo casi conseguía despertar en él sentimientos de lástima, pena y culpabilidad por mantenerle en ese estado. Era evidente que el anciano ya nunca se recuperaría.
El padre Isidro estaba acabado.
—El pecho primero, padre —dijo el doctor colocándose el estetoscopio en los oídos.
El padre Isidro obedeció, sumiso. Aún conservaba el alzacuello y la sotana que acusaban un estado de suciedad lamentable.
—¿No se le pueden proporcionar otras ropas? —preguntó Moses.
—Lo hemos intentado pero se niega. Cuando intentamos desnudarle entra en un estado de histeria importante, su corazón se acelera hasta extremos que ni un atleta de élite podría soportar, lo que no es nada bueno. Así que decidimos dejarle estar.
—Entiendo.
Cuando el sacerdote mostró su pecho, el sólido muro de rencor que Moses había construido terminó por derrumbarse. Era ya más un esqueleto que otra cosa, y el tórax asomaba a través de la piel tirante como si quisiese evadirse. Las hendiduras en la carne entre una y otra costilla eran como pequeños valles que proyectaban sombras oscuras en su piel. Sobre ella, descansaba un rudimentario crucifijo de madera que mantenía sujeto al cuello por una pequeña cadena. Aunque alguna vez debió ser dorada, ahora parecía apagada y fría.
—Por favor, inspire hondo —solicitó el doctor.
Pero de repente, un sonido distante y ominoso llegó retumbando desde el edificio principal. Moses se sobresaltó, tenía demasiado reciente el error que cometieron en el parking. Una veta de pánico creció desde la base de su estómago hasta la nuca, vibrante como un martillo percutor, aquello se parecía demasiado a una explosión. Y en aquel breve instante fue súbitamente consciente del verdadero motivo de su pánico, apareció como un rótulo luminoso envuelto en llamas que se dibujó en su mente con una nitidez del todo inusual para una imagen mental. Decía: ISABEL.
—Jesús —dijo con la boca seca— ¿y ahora qué?
El doctor se había detenido y lo miraba con ojos interrogantes que reflejaban una profunda preocupación.
—No lo sé... no lo sé...
Un regusto agrio de bilis estomacal apareció en su boca. Era perfectamente consciente de que esta vez, estaban solos. No estaba José y su impresionante puntería. No estaba Dozer. Susana se había ido. Uriguen se había ido. Ningún Escuadrón iba a solucionar nada esta vez.
—Tengo que ir a ver —dijo Moses.
—Ve. Yo me encargo. Casi hemos terminado.
—¿Seguro? —preguntó Moses. Una cortina de sudor había cubierto su frente.
—Seguro —dijo, aunque su mente, más elocuente parecía decirle:
Seguro, ya lo ves. Este hombre no tiene fuerzas ni para tirarse un pedo a medianoche.
—De acuerdo —dijo Moses, y salió corriendo de la habitación.
El doctor echó un breve vistazo fuera, pero todo en apariencia era normal. Se giró hacia el padre, y por un segundo, creyó percibir algo. Isidro seguía sentado en su silla con el pecho al descubierto y el brazo expuesto apoyado sobre el muslo de la pierna, pero algo en él parecía diferente.
Decidió tantearlo un poco antes de acercarse.
—¿No rezará por nosotros, padre?
Isidro no dijo nada. Parecía mirar el suelo con la mirada perdida.
—¿Ha escuchado la sirena, padre? —preguntó Rodríguez— ¿no se ha preguntado qué podía ser?
Otra vez silencio.
—Era un barco —dijo dando pequeños pasos dubitativos hacia él— un pequeño grupo ha partido hacia el puerto a ver de qué se trata. Quién sabe, podría ser un barco con ayuda. ¿Qué le parece?
Se puso a su lado y extrajo algunas cosas de su bolso, un algodón, un pequeño bote de alcohol, y la jeringa.
—Voy a tomarle la muestra, ¿de acuerdo? y terminamos. Dentro de un momento podrá desayunar.
Lavó la zona con el algodón impregnado en alcohol y, antes de aplicar la jeringa para sacarle sangre volvió a buscar su mirada. Tenía los pelos de la nuca erizados como si el aire mismo se hubiera electrificado.
Algo va mal,
se decía,
algo va muy mal...
Por fin, acercó la mano a la piel para hincar la jeringa y...
La mano del padre le detuvo. Se había movido con tanta rapidez que era como si se hubiera perdido los fotogramas intermedios. Allí estaba aquella mano huesuda y pálida atenazándole la muñeca con una fuerza inexplicable. Iba a decir algo, pero la presión era tal que no pudo evitar abrir la mano para dejar caer la jeringa. El padre Isidro movió la otra mano con similar rapidez, cogió la jeringa que empezaba a resbalar hacia el suelo y describió un arco con el brazo, al final del cual, la jeringa acabó clavada en el ojo derecho de Rodríguez.
El doctor se echó para atrás bruscamente, aullando con un tono agudo y estremecedor. Sus manos temblorosas danzaban alrededor de la jeringa sin atreverse a tocarla, dando vueltas sobre sí mismo. Se chocó contra una de las paredes y retrocedió unos pasos, sin dejar de gritar.
El padre Isidro se levantó, erguido cuan alto era. Muy lejos quedaba ahora la figura abatida y moribunda que Moses había presenciado tan solo unos instantes antes. Sus ojos estaban encendidos por las llamas ondulantes del odio contenido. Se acercó al doctor, y cuando éste se puso delante en una de sus erráticas vueltas, golpeó la jeringa con un fuerte golpe. Ésta se incrustó hasta más de la mitad del tubo en la cuenca ocular y la sangre brotó abundante bañando sus mejillas. El golpe detuvo sus chillidos por completo, el doctor cayó de espaldas al suelo, se sacudió como si estuviera pasando un episodio de epilepsia y, por fin, se quedó inmóvil.
Pero el padre Isidro no lo miraba ya. Miraba el umbral de la puerta abierta, por donde el aire frío de la mañana renovaba el ambiente rancio de su celda.
—No juzgues, y no serás juzgado —dijo entre dientes.
Y salió al exterior.
Era ya mediodía. El Sol terminaba ya su trabajosa ascensión hasta el cénit del cielo cuando Aranda reanudaba su viaje en moto. Avanzaba por el arcén y lo hacía despacio, porque a cada poco un vehículo colisionado con la barandilla de seguridad le obligaba a elegir uno u otro camino. En su cabeza se arremolinaban sentimientos encontrados, una mezcla de lástima y repugnancia por lo que había encontrado.
Había visitado el edificio donde Kinea había estado sobreviviendo, y vaya si lamentaba haberlo hecho. Al principio pensó que aquellas tirajas finas de carne que colgaban de unas cuerdas tendidas de uno a otro extremo de la habitación era alguna especie de mojama salada que habían podido sacar de alguna parte, pero cuando accedió a una de las habitaciones sintió que todo le daba vueltas. Allí encontró un bulto informe formando una pequeña montaña; eran uniformes ennegrecidos y el color le recordó al de la sangre seca. A su lado, una rudimentaria mesa de madera soportaba herramientas del todo variopintas, como pinzas, cuchillos y un par de grandes serruchos. En el lado opuesto había un recipiente grande situado a un metro y medio del suelo. Tenía una tapa encima provista de un agujero pequeño en el fondo. De ambos lados colgaban dos ganchos inmundos con restos que parecían orgánicos, y debajo en el suelo había una tubería ennegrecida que llevaba al extremo opuesto de la habitación. Allí había ardido un buen fuego, a juzgar por el destrozo en paredes y techo. Todavía quedaban restos de madera a medio arder, entre ellos la pata de una silla o una mesa parcialmente carbonizados.
Al principio no comprendió para qué era todo aquel montaje, pero cuando descubrió unos huesos de apariencia humana entre la ropa supo de qué se trataba. Era un
ahumadero,
utilizado para ahumar la carne y conservarla. Y la carne... bueno, quién sabe qué atroz historia de terror se desarrolló en ese recinto a medida que el hambre crecía y los soldados se ponían nerviosos. Los imaginó comiendo primero un trozo de nalga del cadáver de uno de ellos, alguien que quizá fue quitado del medio por alguna discusión que se salió de madre. Al fin y al cabo sabía perfectamente cómo se las gastaba Kinea. Probablemente le quitaron la cabeza como quien pela una gamba para que Necrosum no actuara envenenando la carne. Y después, cuando a los tres o cuatro días el cadáver se movía por sí solo por acción de los gusanos que devoraban su interior, alguien sugirió la prodigiosa y muy antigua Técnica del Ahumado para seguir comiendo y aprovechar mejor los cadáveres, y casi podría poner la mano en el fuego
la mano en el fuego jajaja la mano ahumada
a que a los demás les pareció una idea maravillosa.
Y después vino otro cadáver.
¿Lo echaban a suertes, sacaban la pajita más corta, o fue Kinea quien se acercaba a ellos por la noche con un cuchillo en la mano?
Y otro.
Después de vomitar todo el contenido de su estómago Aranda salió de allí inundado de una náusea embriagadora. Era aquella la cara más dura de la supervivencia extrema, cuando no hay supermercados ni tiendas de las que abastecerse, algo que no habría podido imaginar ni en sus peores pesadillas. Se dijo a sí mismo que había tenido una suerte excepcional y que su experiencia no era la norma, más bien la excepción. Ese conocimiento inesperado le resultó del todo apremiante; si había más supervivientes en alguna parte debía darse prisa porque cosas como el agua y la comida terminan por agotarse.
El tiempo se acababa.
* * *
No tardó mucho en llegar al puente que cruzaba el río Guadalmedina. A su derecha, tras una planicie yerma, se divisaba el aeropuerto con su nueva estructura. No supo si era por las circunstancias, pero desde esa distancia la monumental forma parecía una suerte de ataúd gigante o quizá una gigantesca nave espacial posada despreocupadamente en la tierra.
Y a la izquierda por fin, los estudios de Canal Sur, con la torre característica llena de antenas que apuntaban en varias direcciones. El enorme cartel con el nombre de la cadena estaba partido por la mitad, y por allí asomaba el fenomenal brazo de hierro de una de las enormes grúas de obra de una construcción cercana. Verla allí rendida y deformada le impresionó; ¿cómo se derriba algo así? Definitivamente, pensó, la ciudad debía de estar llena de anécdotas e historias de supervivencia extrema que podrían llenar bibliotecas enteras de documentación. Una lástima, reflexionó con cierta amargura, que ya no hubiera profesionales para recabar esa información, ni lectores, ni medios para propagar ese conocimiento. El ser humano desaparecería tal como nació, de forma anónima.
Suspiró, concentrándose otra vez en la tarea que tenía delante. La entrada a los estudios estaba a unos escasos cien metros pero la base aérea de San Julián quedaba del otro lado, y si todavía había allí gente entonces todo el sentido primordial de su aventura encontraría su resolución. Frunció el ceño, pensaba con creciente preocupación que debía vigilar sus pasos. Tendría que extremar las precauciones para no acabar siendo abatido desde la distancia por algún centinela apostado, si es que los militares aún poblaban el lugar.
La base de San Julián dejó de ser hogar permanente de los aparatos del Ejército del Aire cuando fue disuelta a principios de los 70. A partir de entonces, la base tuvo la consideración de Unidad Aérea de Apoyo Operativo, con responsabilidades como el mantenimiento de la red militar de comunicaciones. Allí, en virtud de un acuerdo de cooperación, se apostaban los helicópteros de la Policía Nacional y la Guardia Civil además de aviones cisterna en los meses de verano. Parte del fenomenal complejo se pensó como residencias de descanso del personal del Ejército del Aire, con casi cincuenta bungalows reformados hacía pocos años, pistas de tenis y varias piscinas. Los edificios principales y las diferentes instalaciones se distribuían alrededor de un patio de armas; y los vastos almacenes, antiguamente barracones para las dotaciones de soldados se encontraban junto a la pista de uso exclusivamente militar que corría paralela a la civil.
Aranda llegó a la entrada principal, que nacía en la misma Avenida de Velázquez y se encontró con un muro de apenas dos metros de alto con una maltrecha puerta deslizante de hierro que cortaba la carretera de acceso. Una pequeña cabina de control estaba emplazada al otro lado. Le sorprendió un poco descubrir que el acceso podría haber pasado por el de una urbanización convencional y que los muros de entrada fueran tan bajos, incluso las verjas de Carranque eran más altas.
Echó un vistazo alrededor. Tampoco había muchos espectros por allí cerca. Había uno apoyado en la puerta abierta de un coche que tenía todo el frontal hendido, casi parecía que acababa de colisionar y aún se encontraba en estado de confusión. Otro se arrastraba con visible determinación usando los brazos por el asfalto. Las piernas colgaban flojas detrás de él, como si fuesen incapaces de sostenerle. Y aún había unos cuantos más vagando en la distancia, meciéndose a cada paso que daban como tronos procesionales.
Tampoco había ningún centinela a la vista, tan solo una recta carretera que se adentraba en la base entre una tupida arboleda.