Condenado, sí. Vagaría por el purgatorio hasta que fuera digno de nuevo.
En un momento dado sin embargo, la claridad de la luz del Sol empezó a vislumbrarse en algún lugar indeterminado enfrente de él. La cloaca se le reveló terrenal y nauseabunda como siempre había sido, y entonces su esperanza volvió a resurgir aunque todavía tímida y frágil como la llama en una vela. Era apenas un tímido haz que se filtraba por el pequeño agujero circular que tenía una de las tapas en su centro, pero al trepar descubrió que retirarla no le requería ningún esfuerzo.
Volvió a salir fuera, esta vez en la calle, en el exterior del perímetro de la ciudad deportiva algo más al norte. Allí volvió a examinar sus dedos ensangrentados y la herida de bala en su pecho. Era como una boca monstruosa, oscura y profunda, y por primera vez en mucho tiempo el padre Isidro tuvo miedo. El Sol arrancaba destellos refulgentes en uno de los cristales de uno de los locales comerciales, estaba sucio por la lluvia y el polvo pero todavía era capaz de devolverle su propio reflejo. Se acercó temeroso y se contempló a través de las pequeñísimas gotitas de suciedad que lo cubrían.
Le costó bastante reconocerse a sí mismo. Estaba tan delgado, una burda caricatura de lo que fue un día antes de que Dios le encomendara su particular misión. Su sotana era un andrajo desgarrado y sucio, y sus ojos…
Padre
Nuestro que estás en los Cielos.
Cerró los párpados y apartó el reflejo de su propio rostro interponiendo una mano en el cristal que cimbreó levemente en toda su extensión. Por fin, abrió los ojos de nuevo y se miró en el escaparate.
Eran blancos. Totalmente blancos, como los de todos los espectros que vagaban penitentes por las calles de la ciudad. Abrió la boca sin poder evitarlo y el rostro casi cadavérico y horrible que imitó su gesto en el cristal le recordó sin ningún género de duda al de los muertos.
Al de los resucitados.
Eso era lo que había pasado. Ahora lo sabía. Le habían disparado y en la oscuridad de la cloaca su corazón se había detenido. Pero entonces... entonces...
Levántate, Lázaro.
Dios Padre Todopoderoso había vuelto a traerlo a la vida.
Se desplomó cayendo arrodillado al suelo, de nuevo sin sentir dolor. Sus rodillas huesudas hicieron un sonido hueco como el de una clave musical. Hubiera llorado pero sus lagrimales no funcionaban como antaño, no eran importantes para Necrosum. Inundado hasta la médula por su exaltación religiosa, el padre Isidro lo desconocía todo sobre el virus, pero éste había actuado en su cuerpo como lo había hecho con todos los que se enfrentaban a la muerte, poniendo en marcha los viejos motores y encendiendo de nuevo las calderas. En su caso, el coma
zombi
había sido un tanto especial. Necrosum ya existía en sus venas en estado activo, como también estaba presente en su córtex cerebral y su sistema inmunológico pero latente, sometido, lo que le convertía en una vacuna andante. Por eso Necrosum no había tenido que reiniciar el cerebro, no había tenido que llevar a cabo la regresión al estado primitivo y salvaje que ocurría siempre. Como resultado, el padre Isidro había vuelto a la vida, sí, pero con su intelecto intacto.
—Padre —dijo con la voz rota. Sus pulmones estaban prácticamente vacíos, lo que confirió a su voz un deje terrorífico, pastoso y ronco. —A Ti me entrego...
Y a modo de respuesta divina, el último trozo de edificio aún en pie terminó por desmoronarse con un estrépito ensordecedor.
Casi nunca hablaban de sus padres porque hacerlo los dejaba tristes y taciturnos, vivían el día a día y hasta entonces les había funcionado bien, pero desde que Alba había tenido aquella visión horrible sobre el nefasto futuro de aquellas personas se había apagado como una vela, justo como cuando papá y mamá salían en las conversaciones triviales que se daban en cualquier momento en los primeros días.
La pequeña había pasado una mala noche, una de las peores desde que vivían en el escondite. Había estado ensimismada y pensativa toda la tarde, con una expresión tan triste como Gabriel no recordaba haberle visto en toda su vida. Ni siquiera Gulich había conseguido arrancarle más que alguna débil sonrisa, y vaya si sabía que le pasaba algo, no se había apartado de su lado en ningún momento. Durante las horas de la madrugada había lloriqueado entre sueños y su hermano no había conseguido que dejara de hacerlo ni poniéndose a su lado. El muchacho, como todos los chicos de su edad solía demostrar poco sus sentimientos, pero aquella noche los sollozos quedos que parecía querer guardarse para ella le habían preocupado de veras.
Por la mañana Alba durmió hasta más tarde de lo habitual. Gabriel se asomó para verle su cara infantil y asegurarse de que estaba bien, pero al verla arropada en el edredón y los plásticos que usaban para la humedad, de repente se le antojó demasiado pequeña y delgada, tan frágil que tuvo un prematuro brote de sentimiento protector casi paternal.
Le preparó un desayuno especial a base de galletas de chocolate y leche en polvo que calentó en un cazo con ayuda de un camping gas. Le gustaba el agradable olor de la leche caliente porque le traía recuerdos de aquellas mañanas en casa, antes de ir al colegio. Le gustaba coger la taza con las manos y sentir el calor confortable y aún con su corta edad, apreciaba sobre todo el hecho de que todavía pudiera disfrutar de esas pequeñas cosas. De que algo, al menos, quedara.
Alba agradeció el desayuno con ojos somnolientos, demasiado dormida todavía como para devorar las galletas con la fruición con la que solía hacerlo, pero se embelesó en el viejo hábito de mojarlas en la taza hasta que quedaban blandas y deliciosas y la leche se chocolateaba ligeramente.
—Tenemos que irnos, Gaby —dijo al fin, todavía concentrada en llevarse la galleta a la boca antes de que cayera en la taza por el peso de la leche absorbida.
Gabriel la miró con curiosidad.
—¿Irnos a dónde?
—A otro lugar.
El muchacho se revolvió en el montón de mantas sobre las que estaba sentado, súbitamente inquieto.
—¿Has... ha sido la... tarta de coco?
Alba negó rápidamente con la cabeza.
—¿Entonces? —preguntó.
Pero su hermana permaneció callada mirando el borde mordisqueado de la galleta. Gabriel esperó un largo rato, ya sin hambre, embargado por el desasosiego. Quería saber, pero el don de Alba lo confundía y le infundía un respeto tan profundo que le costaba mucho esfuerzo hablar sobre ello.
—No lo sé —dijo al fin con un tono neutro que Gabriel no supo interpretar.
—¿Irnos a dónde? —preguntó de nuevo.
—No. Lo. Sé —contestó enfatizando cada palabra.
—Anda, tonta, que eres tonta —contestó Gabriel con cierto enfado convencido finalmente de que su hermana le tomaba el pelo.
—A las montañas, creo —añadió después.
—Sí, a las montañas de Heidi, tontorrona.
—No, a las montañas altas no. Al monte.
Gabriel partió otra galleta en dos y mojó uno de los trozos en su taza. La mañana era fría y la leche se enfriaba rápido.
—¿Quieres dejar de decir tonterías?
—Es que creo que he soñado con eso, Gaby.
—¿Con las montañas, o con el monte?
—Con... con el monte donde íbamos con papá y mamá a dar paseítos, el que está arriba del todo.
Gabriel frunció el ceño.
—Pues sí que estás buena esta mañana.
Alba pareció pensar por unos instantes poniendo los labios como solía hacer cuando se concentraba mucho en forma de beso.
—Es que a ver —dijo al fin— creo que he tenido un sueño que era... —hizo una pausa, como buscando las palabras que necesitaba— como las cosas que a veces
veo,
¿entiendes?
—¡Pues no! —contestó el muchacho al que todo el asunto empezaba a resultarle extremadamente incómodo. Había vivido con el don de Alba desde que podía recordar, pero si su hermana iba a tener sueños con imágenes de cosas que estaban por venir, entonces todo adquiría un prisma nuevo y extraño. No quería escuchar porciones de cosas que a lo mejor ni podía entender cada mañana, porque sabía que, a veces, era mejor no saber.
—¿Cómo puedes saber eso? No tienes ni idea de lo que dices.
—Íbamos por el monte Gaby, con Gulich, y tú llevabas una mochila negra con rayitas rojas y un cangurito ¡y Gaby, no había ni un solo monstruo, en el monte no hay monstruos!
—¿Ves cómo era un sueño, tonta?
—¿Por qué? —preguntó cambiando rápidamente de la sonrisa a la sorpresa.
—Ni siquiera tenemos una mochila negra con rayitas rojas.
Alba pestañeó, pensativa.
—¡Es verdad! —dijo al fin con una pequeña sonrisa. Casi parecía aliviada —creía que era como... porque ¿sabes? se veía igual.
—Bueno, no te preocupes más. Ya pasó.
—Mejor, porque yo no quería irme, ¿sabes?
Se miraron por un instante compartiendo una sonrisa. Por fin, Alba puso uno de sus muchos gestos divertidos y se puso en pie de un salto. Gabriel se alegró, casi parecía repuesta del todo.
—¿Puedo jugar con el perrito?
—Claro —contestó Gabriel divertido por el diminutivo. Al lado de Alba, el animal casi parecía un dinosaurio.
Cuando Alba salió hacía horas que Gulich trotaba entre las plantas, moviendo el rabo y husmeando la tierra húmeda por el rocío de la mañana. Había aprendido en el tiempo que llevaba solo que a veces había buenas cosas para comer en la tierra, animales de madriguera, insectos y otras cosas. No era su comida favorita, pero cuando el hambre llegó a apretar de verdad tuvo que adaptar sus hábitos alimenticios.
La pequeña se acercó y el perro se dejó engatusar por su cariñoso abrazo, era hora de dejar la caza para más tarde, sentía en su interior de una forma difusa lo mucho que ella lo necesitaba.
Desde el escondite Gabriel miró la escena complacido. Se sentía más tranquilo con el mastín alrededor, y se daba ahora cuenta que había dejado salir a Alba sin haber examinado concienzudamente el perímetro, como solía hacer cada mañana. Nunca se sabía si alguna de esas cosas podía llegar por el camino que él tomaba para ir a la tienda, deambulando con pasos inciertos durante la noche. Se había relajado, sí, porque había algo en ese perro que le gustaba además de su tamaño y su capacidad para hacer frente a los monstruos como su hermana le había contado. Su padre hablaba a menudo de la nobleza de los animales, y aunque nunca había entendido del todo qué tenían que ver los nobles con los perros, creía que por fin sabía a qué se refería, y creía también que esa era una palabra excelente para describir lo que pensaba del animal.
Mientras reflexionaba en si había hecho bien en relajarse tanto, un sonido siseante a su espalda le sobresaltó. Era el camping gas, que crepitaba a medida que la llama fallaba y se apagaba en media circunferencia.
—¡No! —dijo más como acto reflejo que a nadie en concreto. Había olvidado apagarla, y eso, se decía, era lo más importante. La mayor parte de la comida que tenían por lo menos la que
alimentaba
de verdad venía en latas de conserva que había que calentar o se convertían en un mazacote incomestible lleno de grasa que resultaba harto desagradable. Se acercó a la pequeña bombona con el quemador y apartó el cazo donde un poso de leche hervía tumultuosamente. El mango estaba en extremo caliente así que lo dejó caer con rapidez.
Era demasiado tarde: una vez hubo apagado el quemador se dio cuenta por el peso de que estaba del todo vacío.
Gabriel no quería volver tan pronto a la tienda, no desde lo que pasó la última vez. Habría apostado una mano a que aquel
zombi
escalofriante continuaba aún allí donde lo había dejado, cegado por la harina y condenado a darse tumbos contra los estantes por los siglos de los siglos amén. Y además se resistía a dejar a Alba sola otra vez, no con el incidente de la piscina tan cercano.
No, había otra cosa que podía hacer. Creía recordar haber visto numerosos aperos de camping en una de las casas cuando hizo la revisión en busca de cosas que podrían serles útiles. Al menos había una maleta de mimbre con platos, cubiertos y vasos de plástico verde manzana, sacos de dormir y varias tiendas de diferentes tamaños, pero también otras cosas: aperos de cocina, aislantes para el suelo y esterillas. Quizá alguien con un equipamiento tan completo podría guardar en alguna parte unas bombonas de camping gas que pudieran usar hasta que pasasen unos días.
Abandonó el escondite y se dirigió resuelto hacia la estrecha escalera de caracol que conducía a un pasillo distribuidor donde estaban los accesos a las viviendas. Nunca dejaba que Alba subiera allí porque aún había cadáveres de Aquella Noche, cuando los muertos irrumpieron en el recinto y acabaron con todo el mundo. Aunque en algún momento pensó en arrastrarlos al interior de alguna de las habitaciones y dejarlos ocultos allí Gabriel no había querido tocarlos, el olor ya era bastante horrible, y en muchos casos la visión de las heridas atroces era suficiente para querer estar lejos, pero había otros detalles, como la sangre por ejemplo, que tiende a ir hacia abajo como cualquier líquido y formaba manchas oscuras y tumefactas allí donde tocaba con el suelo. Todo eso le provocaba una manifiesta aversión, así que evitaba esas casas y también uno de los módulos de viviendas que quedaba más al este, porque allí los cadáveres se amontonaban en el pasillo y era imposible cruzar sin tocarlos.
Algunas de las puertas de las casas aún estaban abiertas, otras las había abierto él en sus expediciones con una sencilla palanca. Prefería estas últimas porque sabía que no habría sorpresas dentro. Era como si el tiempo se hubiese detenido en ellas y hubiesen quedado como fotografías de tiempos mejores, sin los espeluznantes rastros de sangre, muebles rotos y otros signos de violencia.
Entró en la casa donde estaba el equipamiento de campista y rebuscó en el gran armario que encontró la otra vez, pero lo hizo con cuidado porque todo estaba debidamente ordenado y etiquetado, y mientras hurgaba disfrutó de los paquetes dispuestos de forma tan prolija, un orden y una limpieza que, sin ser plenamente consciente, echaba en falta en su vida. Los vasos estaban pulcramente dispuestos en hilera, envueltos en un plástico ni demasiado grande ni demasiado pequeño, los sacos de dormir enrollados y prensados con cuerdas en eficientes y pequeños paquetes; las mochilas, inmaculadas, colgaban de unos ganchos en la pared lateral del armario y los bastones de senderismo se alineaban a su lado con una precisión milimétrica. No le costó mucho encontrar en la parte de abajo, una caja de cartón que rezaba
SPITZBUBEN,
pero que contenía las ansiadas bombonas.