—Estabas fuera de ti. Tuve que pararte —contestó Branko con indiferencia, aparentemente más interesado en su lata que en su interlocutor. —Te hubieras ido directo a por esas cosas podridas de ahí fuera.
Moses apretó los dientes cerrando los puños hasta clavarse las uñas. En un infinitesimal instante, toda la profunda tristeza que empezaba a experimentar se encauzó, renovada, en un torrente de exacerbada cólera. Si Branko no le hubiera detenido, ¿quién sabe lo que habría encontrado, habría llegado a tiempo quizás, de salvar a alguien más?
—Eso no era de tu incumbencia —exclamó Moses con voz gélida, intentando controlarse. No conocía mucho a Branko, aunque recordaba haberle visto alguna vez por ahí ocupado con alguna tarea, sin embargo, algo en su actitud arrogante acentuaba poderosamente su creciente aversión. Deseaba lanzarse contra él y terminar con todo, dejarse llevar por el ansia de violencia que le embargaba, entregarse a una despiadada lluvia de golpes.
—Te he salvado la vida —dijo Branko abriendo mucho los ojos como si intentara hacerle comprender algo que le era demasiado obvio.
—¡ERA MI JODIDA PRERROGATIVA! —gritó Moses, sintiendo que el labio inferior le temblaba.
Branko miró al Secretario con una forzada sonrisa en los labios, los ojos no acompañaban.
—Mira el moro de mierda, ¿qué coño significa eso?
Moses recibió el apelativo con sorpresa. Era marroquí de nacimiento, y su piel morena y sus rasgos recordaban los propios de los árabes, pero llevaba en España más tiempo del que podía recordar y su español era perfecto, sin ningún rastro de acento. Hacía muchísimo tiempo que nadie le llamaba
moro,
palabra que en Andalucía cobraba un matiz manifiestamente despectivo. De hecho, por un segundo le asaltaron vívidos recuerdos de la época en la que estuvo prisionero del alcohol y malgastaba su tiempo en la calle con gente de baja estopa. En esos ambientes las navajas bailaban rápidas cuando alguien se dirigía así a un magrebí.
Pero pasada la sorpresa, Moses, que había aprendido por las malas a bucear en el alma humana y capturar su esencia, se dio cuenta de algo más. Si no lo supiese diría que Branko no había venido de Carranque. Su actitud no correspondía con el espíritu que allí se respiraba. Allí nadie se comportaba así, allí nadie insultaba a nadie. Era algo que le había llamado poderosamente la atención, pero a medida que pasaban las semanas había ido acostumbrándose a la armonía natural de la comunidad. Regado además por el dulce sentimiento de amor que había estado compartiendo con Isabel, la vida había cobrado de nuevo el olor cálido y dulce que tienen los días de principios de verano, y él había acabado aceptándolo todo como natural.
Es por la situación,
se dijo mentalmente recuperando poco a poco la calma.
Es sólo por el estrés de la situación.
Respiró hondo antes de contestar.
—¿Y el Escuadrón, volvió ya?
—No —dijo Branko con un brillo en los ojos.
Se volvió de nuevo a mirar por la ventana. Al fijarse en uno de los espectros, de pronto, recordó algo más.
—¡El sacerdote! —exclamó.
Branko lo miró con una ceja levantada.
—Ese hijo de puta —continuó diciendo Moses— ... asesinó al doctor Rodríguez, y escapó.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Branko repentinamente interesado.
—Fue momentos antes de las explosiones, ¡no! primero hubo una explosión, cuando Rodríguez y yo estábamos con él parecía tan anciano e inútil el hijo de puta, así que los dejé solos mientras fui a ver qué pasaba.
Branko soltó un sonoro bufido.
—Y mató al doctor y escapó —dijo.
—Sí —contestó Moses, preguntándose por primera vez si su decisión había sido la correcta.
—¿El padre hizo volar el edificio? —preguntó entonces el Secretario.
—No... no... la primera explosión ocurrió cuando el padre estaba delante de mí, y el doctor Rodríguez aún estaba vivo. Creo que el cabrón aprovechó la oportunidad.
—Yo tengo mi propia teoría —dijo entonces Branko.
—¿Cual? —preguntó Moses.
—Creo que fuisteis vosotros.
Moses pestañeó sin comprender. De repente se encontró mirando a los dos hombres, apostados a su alrededor como —ahora lo veía— dos carceleros.
—¿Nosotros, quiénes? ¿cómo...? —balbuceó.
—Sí, sí —dijo Branko despacio. —Vosotros. Con los explosivos de los cojones. No sé qué clase de pifia hicisteis con ese explosivo plástico, amigo, pero creo que la cagasteis a base de bien. Lo dejasteis inestable, mal tapado quizá, incluso se os ocurrió dejarlo con los fulminantes puestos, ¿eh?
Moses sintió un repentino dolor de cabeza creciendo en su interior como un cáncer, los oídos le zumbaban.
—Eso es ridículo.
—Y una polla, ridículo —cortó Branko. —Suma dos y dos moro de mierda, ¿y qué te da? A mí la cuenta me sale con explosiones como la copa de un pino. A mí me sale el puto edificio saltando por los aires.
—No, guardamos todo en su sitio —dijo Moses, pero su voz era ahora un hilo delgado y débil consumida por el germen de la duda.
—Llevábamos tres putos meses sobreviviendo, moro de los cojones. Habíamos superado lo más difícil. Estábamos a punto de encontrar la manera de conseguir poder pasear entre esos
zombis
hasta que a Juan Aranda se le ocurrió nombrarte Jefe de Seguridad. ¡Ja! Ni siquiera preguntó si había alguien más capacitado para el puesto ¡Joder! ¿Sabías que yo tuve mi propia empresa de escoltas? Pues sí, puto maricón de mierda. Yo sí SÉ de seguridad. Pero nadie me preguntó, tuvo que ser el genio alcohólico que había paseado su culo de moro por la cárcel el que se encargase de eso.
—Espera —intentó decir Moses con la voz rota.
—¡CÁLLATE! —gritó Branko. La lata que llevaba en la mano se arrugó con la presión de su mano, y el líquido amarillento rebosó y cayó al suelo. —¿Y qué hace el genio alcohólico para mejorar la seguridad? Rompe una PUTA PARED con un explosivo que no ha visto en su puta vida y nos pone a todos en peligro, ¡bravo! —batió palmas con la lata aún en la mano de manera que el líquido salía despedido con cada embestida— y mira qué coincidencia, un par de días después ¡PUUUM! salta todo por los aires. Sin explicación. ¡FUISTEIS VOSOTROS!
Moses escuchaba con creciente horror. Intentaba recordar el momento en el que cogieron el explosivo, ¿quién lo había hecho, Dozer, Uriguen? No lo recordaba con claridad. Hablaban mucho sobre la forma de colocarlo y su potencia, pero ¿qué ocurrió realmente después de que pellizcaran una bola de aquella masa blanda parecida a plastilina, habían guardado el resto otra vez en su plástico? ¿Y los fulminantes, los habían vuelto a proteger bien?
Casi diría que no.
Oh Jesús, he matado a Isabel. La he matado yo.
Y entonces no pudo ya continuar de pie, buscó a tientas el sofá y se dejó caer en él con los ojos escociéndole por causa de las lágrimas que pugnaban por salir como un manantial.
* * *
Las horas pasaron sin sustancia, revoloteando alrededor de un Moses abatido y con el rostro refugiado en sus propias manos. Había permanecido así todo el tiempo sumido en lúgubres pensamientos de pérdida y culpa. Branko y el Secretario habían estado trayendo comida y algunos enseres de las viviendas de alrededor, y encontraron que el trabajo del Escuadrón de la Muerte era muy satisfactorio. Una de las casas estaba marcada con una X roja en la puerta, y a juzgar por el olor que se filtraba por los resquicios de la misma era donde habían reunido los cadáveres que se habían encontrado.
—¿C-Cuándo volverán? —preguntó el Secretario entonces.
—¿Quiénes, Dozer y su gente? —respondió Branko con una entonación hosca. —Me importa un huevo. No pienso dejar que nos jodan todo otra vez. Ahora esto es nuestro y haremos las cosas a nuestra manera. Créeme, viviremos más tiempo.
El Secretario abrió la boca como si quisiese decir algo, pero luego se lo pensó mejor y decidió no opinar nada.
Mientras tanto, Moses repasaba una y otra vez las últimas escenas vividas. Su mente era como una vieja cinta que rebobinaba y reproducía las mismas secuencias; el periplo por los subterráneos, la visión horrible del doctor con la jeringa asomando en uno de sus ojos, el edificio destruido y en llamas, los cadáveres del huerto...
Había algo mal en todo eso aunque todavía no había logrado identificar qué. Su mente bullía acicateada por brotes de dolor, y su corazón acusaba una profunda congoja como si una mano de hierro invisible intentara asfixiarlo.
Se incorporó del sofá sintiendo flojas las piernas, que le llevaron con pasos dubitativos hasta la gran vidriera. La tarde languidecía con sombras alargadas, y aunque la calle se encontraba ya en penumbras los edificios más altos refulgían con la luz dorada de los últimos rayos de Sol.
Miraba ahora los cuerpos caídos de los compañeros de Isabel. Definitivamente, uno de ellos era Alberto. Estaba tumbado en la zona de tierra donde cultivaban, y por la postura del cuerpo, casi se diría que había muerto en el mismo lugar donde estaba trabajando.
Pestañeó perplejo. ¿Cómo era posible? Observó los negros tiestos esparcidos en hilera que había al lado de otro de los cadáveres, como si hubiera estado transportándolos y los hubiera dejado caer al precipitarse contra el suelo. Moses arrugó la frente. No habían muerto por la explosión sin duda, ni por ninguna onda expansiva porque los tiestos eran de plástico fino y se hubieran esparcido como hojarasca en un vendaval. Pero tampoco los habían matado los muertos. Había visto multitud de escenas con víctimas de ataques
zombi,
y no eran así. Esa gente había caído al suelo como si de repente, se hubieran quedado dormidos, y tampoco había forma alguna de que esas cosas se hubieran acercado por detrás y les hubieran sorprendido. No hacían esas cosas. Y de todos modos, pensaba, quizá podrían haber acabado con uno de ellos pero no con cuatro.
No con cuatro.
Una chispa de esperanza brotó entonces de lo más profundo de su interior. ¿Cuántas personas solían trabajar en el huerto normalmente? Recordaba a Alberto aunque había otros que rotaban en días alternos, y había bastantes personas que dedicaban algunas horas a la semana a trabajar allí como terapia personal, para distraerse de sus quehaceres diarios.
Recuerda... recuerda... ¿cuánta gente había aquella mañana?
Recordaba vagamente haber echado una mirada fugaz cuando caminaba con el doctor Rodríguez hacia la celda donde el padre Isidro
—¡ese embustero!
— languidecía. Y entonces, en un destello de la memoria le sobrevino una imagen borrosa y esquiva con varias personas trabajando. Al menos dos que hablaban entre sí cuyos nombres no conseguía evocar, y una tercera en la que creía haber reconocido a... ¿Ulises, Elíseo? El nombre se le escapaba, pero sí tenía recuerdos de haber hablado con él. Si la cuarta persona era Alberto ¿significaba eso que Isabel podía estar viva?
Abrió la puerta de la terraza y salió fuera para obtener una panorámica más amplia. Olía a humo y a ceniza, pero no se trataba del aroma delicioso de las chimeneas que perfuma el aire de las urbanizaciones en invierno, sino un olor más grosero y penetrante. Buscó con ojos desesperados por toda la superficie de Carranque. Cerca del huerto había numerosos puntos negros a los que su inquisitiva mirada no llegaba, y se maldijo por no llevar encima unos simples prismáticos. Tampoco pudo ver nada nuevo en ninguna otra parte. Barría con la vista cada zombi que vagaba sin rumbo por las pistas, buscando la camiseta de color beige que Isabel llevaba aquél día. La recordaba bien porque la había visto ponérsela aquella mañana cuando ocultó sus blancos pechos con una sonrisa provocativa mientras él seguía en la cama, desnudo. Pero no la encontró por ningún lado. Gracias a Dios no estaba entre las filas de los muertos vivientes.
De pronto, Branko irrumpió en la terraza.
—¿¡Qué cojones HACES!? —gritó.
Moses se dio la vuelta confuso. Branko llevaba una pistola en la mano, aunque no le apuntaba directamente la tenía bajada como una prolongación de su brazo.
—¿Qué?
—¡Los ZOMBIS! ¿No te das cuenta? —gritó de nuevo—, ¡ahora sabrán dónde estamos!
Moses giró la cabeza y examinó la muchedumbre que se agolpaba abajo. Caminaban confusamente chocando entre sí, unos calle arriba y otros en dirección opuesta. Ninguno parecía haber reparado en él.
Pero el detalle de la pistola no se le escapó. No creía que la llevase por si tenía que usarla contra algún espectro. No, la llevaba por él. Lo supo con la certeza de quien sabe que después de la noche viene el día, pese a la excitación de lo que acababa de descubrir dedicó unos intensos segundos a ordenar sus pensamientos.
—Tienes razón, perdona. Volvamos dentro.
Una vez hubieron pasado al interior Branko cerró la puerta deslizante con desmedida fuerza.
—Escucha —le dijo— a partir de ahora vas a hacer lo que yo diga, ¿está claro? Yo voy a ocuparme de todo, y si quieres tirarte un pedo me pedirás permiso. Si quieres comer, pedirás permiso. Y si te pica el culo, te rascarás cuando yo te lo diga.
Durante un breve instante Moses recordó a su amigo el Cojo, cuando avanzaban juntos por la calle armados con una vara de hierro y apartaban a los
zombis
a base de empellones. Deseó tan intensamente que aún estuviera allí a su lado que sus dientes rechinaron. El cojo pondría a Branko en su sitio sin duda, pero ¿y él? Moses era un hombre alto y de cierta corpulencia y había vivido y tratado con gente de la calle. También había estado en la cárcel hacía ya bastante tiempo, y aunque allí dedicó todo su tiempo a cultivar su intelecto leyendo y aprendiendo en todos los cursos y actividades que se le presentaban, no faltaron las oportunidades donde la fuerza física eran los principales protagonistas de las tertulias que, a veces, se celebraban en el patio o la ducha. Detestaba hacerlo, pero si tenía que romper unos cuantos dientes sabía cómo hacerlo.
Sus ojos se posaron de nuevo en la pistola. A pesar de su abultada panza Branko era robusto, y sus brazos tenían el grosor de una farola. ¿Cuánto tiempo podría necesitar para interponer su arma y acertarle con un tiro? Incluso si no le daba en alguna parte vital, estaría en medio de una partida donde las cartas ganadoras se habían retirado por completo.
—De acuerdo, tú eres el jefe —dijo al fin.
Branko entrecerró los ojos. El Secretario apareció desde el pasillo y nada más aparecer mascó la tensión que se respiraba en el ambiente y se quedó clavado en el sitio.