El Secretario entró en pánico. Se llevó ambas manos a la boca mientras retrocedía hipnotizado por las llamas.
¡Agua!
decía Branko,
¡hay que apagarlo!
Pero no tenían agua, los grifos hacía mucho tiempo que habían soltado su última gota y el único líquido que había en la casa eran algunos zumos y latas de refresco.
Se preparó para el fin. El humo, denso y opaco, se filtraba por cada rendija escapando hacia el interior y ascendiendo hacia el techo donde empezó a llenar la habitación rápidamente, un palio ceniciento y ominoso siempre en movimiento, con la textura gris de una gigantesca y vieja tela de araña. La madera crujió amenazadoramente.
Se retiraron al salón, donde descorrieron la puerta de la terraza para renovar el aire. Branko se asomó brevemente buscando desesperadamente una vía de escape, pero aunque la distancia no era mucha la calle estaba atestada de
zombis.
Incluso si sobrevivía de alguna forma a la caída quedaría a merced de sus dientes y garras.
—Les haremos frente, ¡aún tengo la pistola! —dijo Branko, pero su voz a oídos del Secretario contenía ya un deje de locura. ¿Cuántas balas podía tener, cinco, menos aún? Con suerte podría detener a unos cuantos, pero el resto pasaría por encima pisando los cuerpos abatidos.
Con lágrimas en los ojos se dispuso a aceptar su destino.
Era el fin.
* * *
El padre Isidro alimentaba las llamas arrojando el contenido de los botes que tenía. Cuando el chorro tocaba la columna de fuego el siseo era estruendoso y el incendio redoblaba su intensidad, oscureciendo el techo con el color negro de la tizne.
Por fin, la puerta se estremeció en medio del vaivén de las lenguas de fuego y cayó hacia atrás. Allí quedó apoyada sobre lo que parecía ser algún tipo de mueble, sin duda el que habían usado para bloquear la entrada. El fragor de la hoguera era inmenso y no se podía ver el interior. Pero el padre no tenía prisa, encontraba satisfacción en ver cómo las llamas evolucionaban devorándolo todo. Ojalá ardiera toda la planta, todo el maldito edificio. Una vez leyó que la Biblia contenía más de quinientas referencias al fuego, y de éstas noventa estaban relacionadas con Dios. La Palabra le decía que cuando Dios actúa es como un fuego consumidor.
Y los pueblos serán como cal quemada, como espinos cortados serán quemados con fuego.
Y así era, su Dios verdadero era un Dios de Fuego, ardiente como un incendio forestal y no como una llanura de hielo. A Él nunca se le asocia con la luz fría de la luna, sino con la luz radiante del Sol. Su morada es la fuente de luz de los soles nacientes, y las obras que Él hace las realiza con un deseo intenso y con un propósito apasionado.
Como las llamas,
dijo fascinado por la fiereza cruel del incendio. Y en ese momento la mitad de la estantería se derrumbó levantando una explosión de cenizas incandescentes, livianos trozos de papel de los libros consumidos que llenaron la sala como extraños insectos luminosos. La puerta quedó por fin paralela al suelo dejando de constituir un obstáculo.
A través del humo, el padre Isidro veía ahora la confusa figura de dos hombres que esperaban a cierta distancia en el salón. Un odio sobrenatural se abrió camino en su mente, y sin darse tiempo a pensarlo, espoleado quizá por el virus Necrosum que excitaba las capas más primigenias del cerebro se lanzó hacia delante. Saltó los dos metros de brasas al rojo vivo a través de las llamas, y aterrizó al otro lado casi a cuatro patas con el bajo de la sotana humeante. De los orificios de su nariz escapaba lentamente el humo que inundaba completamente sus pulmones, y toda su cara estaba contraída por un rictus animal. Su postura recordaba la de un lobo.
El hombre más pequeño dejó escapar un grito de horror que acabó muriendo en su boca, silencioso incluso cuando ésta seguía abierta. El otro le apuntó rápidamente con una pequeña pistola, pero temblaba visiblemente y el disparo pasó volando a escasos centímetros de la cabeza del sacerdote. El tiro no se perdió sin embargo, cruzó el umbral donde las llamas todavía se debatían a media altura y alcanzó a uno de los
zombis
en el hombro. Éste trastabilló hacia su derecha y giró la cabeza hacia la entrada de la casa profiriendo un gruñido áspero. Los otros se volvieron a su vez, el gesto en sus caras aunque profundamente animal, denotaba sorpresa. El sonido del disparo les marcaba ahora el camino.
Branko volvió a disparar y esta vez le acertó en el pecho, en el lado izquierdo. La tela de la sotana tremoló brevemente a medida que la bala se abría paso a través de la tela rompiendo los tejidos muertos y quebrando el hueso. Pero el padre Isidro apenas lo acusó. Se puso en pie lentamente, una figura alta y delgada con los brazos extendidos hacia abajo y el cabello blanco, ahora grasiento y deslucido, pegado a las mejillas y la frente. La silueta contrastaba con el resplandor de las llamas.
Disparó una tercera bala que le atravesó el cuerpo a la altura del hígado mientras el padre Isidro acortaba cada vez más la distancia. El Secretario salió corriendo hacia el interior de la casa.
—
No se puede matar lo que no
vive
—musitó el sacerdote.
Branko ya no pudo disparar más. El padre Isidro alargó las manos con rapidez y rodeó su cuello. La presión fue brutal, le desgarró los cartílagos de la laringe provocándole una severa hemorragia interna. Abrió la boca y dejó escapar un borbotón de sangre que salpicó a su asesino pero no le alivió, los pulmones se encharcaban.
Dejó caer el cuerpo sin vida. Ya sabía lo que ocurriría en un rato, lo había visto infinidad de veces. El proceso podía variar de unos minutos a una hora, pero el resultado era siempre el mismo, el impío volvía a la vida con los ojos blancos de la Marca del Señor.
En ese momento pasaron varios
zombis
a su lado corriendo frenéticos hacia el interior. Aún había fuego, pero las llamas eran ya bajas y las atravesaron corriendo, estimulados por los ruidos de los disparos. Se perdieron por el pasillo, donde sorprendieron al Secretario a punto de tirarse por la ventana del dormitorio, junto a la cama donde Rafael, aún en estado de shock, miraba al techo mientras contaba con los dedos. Les mordieron y arrancaron pedazos de su cuerpo mientras gritaban llevados a las puertas de la locura, superados por un dolor inenarrable.
El padre Isidro se limpió la sangre de la cara pasando el antebrazo con un gesto distraído y miró al cadáver que acababa de sojuzgar. Ladeó la cabeza para buscar su mirada, después hizo la señal de la cruz pasando su mano por delante de su cara.
—Ego te absolvo a peccatis tuis, in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti.
Y otra vez, sin darse cuenta, chascó los dientes.
* * *
Moses se había escondido primero en el cuarto de baño, pero otra vez supuso que una puerta cerrada sería la mejor forma de indicarle al sacerdote demente que alguien se ocultaba, y decidió entonces meterse debajo de la cama del dormitorio. No sabía si sus
zombis
podrían olerle, pero había demasiadas viviendas en el bloque para que el padre buscara en todas las camas, no sólo encima, sino también debajo.
Y tenía miedo. Al oler el humo y escuchar los disparos y los gritos de los muertos, supo que quería vivir. A pesar de todo, todavía había un hueco para la esperanza, y la esperanza tenía por nombre Juan Aranda. Cuando él regresase podría examinar los cuerpos y averiguar quizá cómo habían muerto. Podría buscar el cuerpo de Isabel si estaba por algún lado. Y si no estaba, no le haría ningún favor estando muerto. Tendría que buscarla.
Vivir. Vivir. Se llenó los pulmones de vida, ahora que todavía el aire no se había enrarecido tanto por el humo. La pierna le dolía, y la pernera que había atado alrededor de la herida a modo de torniquete estaba ensangrentada, pero la adrenalina recorría su cuerpo y sabía que eso tenía cierto efecto analgésico. Lo peor vendría después.
La sangre, ¿dejé sangre en la entrada, habrá un rastro que pueda seguir hasta aquí?
No lo recordaba, pero en la oscuridad de la habitación Moses juntó las manos y cerró los ojos rezando a Dios para que le protegiera, que protegiera a Isabel y a todos los suyos, y rezó para que el Escuadrón regresara pronto.
Por favor, Dios, por favor... haz que regresen y protégelos.
Pero en el piso de al lado los muertos aullaron como los perros que barruntan la muerte, y Moses rompió a llorar.
Cuando Alba y Gabriel entraron en la casa una súbita sensación de repulsa los invadió. Se trataba de un antro en extremo oscuro, pues todas las ventanas estaban cerradas con sus postigos echados y la única luz se filtraba por unas troneras ubicadas en las paredes, cerca del techo. En el centro de la habitación predominaba una mesa de madera abarrotada de basura, latas abiertas y platos con restos de comida formando pilas inestables, bolsas de plástico que rezumaban un icor de apariencia pringosa y envases de cartón y cristal de varias formas y tamaños, todos abiertos y vacíos, algunos volcados. Los muebles, en su mayoría estanterías, estaban también llenos de objetos de toda clase: una talla de madera de algo que parecía alguna suerte de tótem indio, un jarrón agrietado al que le faltaba un trozo, un pequeño zorro disecado en actitud amenazante. En una de las esquinas sumidas en penumbras, había un cementerio de baterías de coche apiladas de cualquier manera, algunas abolladas, otras habían rezumado y corroído las que tenían debajo. Alba, abrumada por lo que veía, se fijó especialmente en varias muñecas de porcelana con sus caritas blancas tiznadas de suciedad y los ojos en extremo abiertos. No eran bonitas se dijo, aquellos ojos parecían ocultar un grito en sus frías gargantas, y bajo sus sonrisas congeladas asomaban, terribles, unos diminutos dientes blancos.
La casa olía a polvo y a contenedor de basura y Gabriel se sintió desvanecer, era como estar en la proverbial casa de la bruja, con un hogar lleno de restos de ceniza y troncos de madera a medio quemar y un suelo cubierto de miserias de toda índole, la mayoría inidentificables. Y entonces, como para reforzar esa sensación, el hombre bloqueó la puerta con dos pesados tablones, primero uno en la parte superior y luego otro en el centro, los hundió en las guías de madera haciendo un esfuerzo bastante importante, y éstos encajaron con un sonido terrible que acrecentó el miedo del niño. Alba le cogió de la mano, él quiso apretársela pero no se sentía con fuerzas.
No pasa nada
se dijo,
ha cerrado porque fuera hay monstruos. Ha cerrado para protegernos, por eso. Como en cualquier otra casa. Para protegernos a todos.
—
¡Los niños necesitan comer! —dijo el Hombre Andrajoso de repente—. ¡Eso es lo que necesitan!
Apartó la basura de un extremo de la mesa para hacer hueco y separó dos de las sillas.
—Sentaos, vamos, ¡ya veréis qué tengo!
Los niños obedecieron y Gabriel dejó la mochila en el suelo, a su lado. Alba seguía mirando con creciente inquietud la maraña de objetos variopintos apilados por todas partes. Sobre un desvencijado sillón le pareció ver un osito de peluche, pero la cabeza había desaparecido y en su lugar se emplazaba la cabeza de plástico de un bebé que parecía mirarle con un único ojo dándole una apariencia escalofriante.
Tras hurgar en un aparador vencido por una pata, el Hombre Andrajoso volvió con algo en sus manos. Lo que les puso delante eran dos yogures. Uno decía: LIMÓN y el otro MACEDONIA. La imagen sonriente de un grupo de frutas cortadas en trozos les sonreía a través de una capa de suciedad.
—
¡Qué os parece! —exclamó el hombre. Sonreía ahora mostrando todos los dientes, una hilera de piezas puntiagudas y pequeñas, desgastadas y del color del oro viejo. Se apresuró entonces a retirar la tapa, y aunque Alba había mirado su yogur con cierto interés, ahora éste había desaparecido del todo.
El yogur parecía haber caducado hacía bastante tiempo, y una cuarta parte del mismo había desaparecido. El resto era una úlcera horrible, abigarrada de estrías y recubierta de un velo de moho de un color negruzco. Los niños no pudieron evitar poner cara de asco.
—¿Qué? —preguntó el Hombre Andrajoso al ver su reacción. Su sonrisa había desaparecido del todo. —¡Ah, sí! —dijo de repente como si recordase algo— cucharas.
Rebuscó entonces entre la pila de platos levantando unos y cambiando otros de lugar. Mientras lo hacía, Gabriel alcanzó a ver una mugre espantosa recubriendo éstos, una masa de restos orgánicos podridos atacados por hongos. De allí extrajo primero una y luego otra cuchara, ambas usadas y con restos adheridos.
Alba miró la suya sin atreverse a tocarla. El acero había perdido todo su brillo y las muescas de mil dentelladas adornaban su superficie.
Oh mamá. Oh mami. Está loco. Está loco como una cabra. Como un rebaño de cabras.
—Pero señor —dijo al fin Gabriel, y su voz sonó demasiado infantil y trémula como si tuviera cuatro años menos— el yogur está caducado, me parece.
El Hombre Andrajoso lo miró un rato.
—
El yogur está caducado —dijo con un tono de voz diferente al que había venido usando hasta ahora. El muchacho casi pudo sentir la tensión que estaba abriéndose camino en el ambiente, como las raíces de un cáncer. Lo peor era no saber, no podía decir si aquél hombre estaba repitiendo su pregunta o confirmando lo que había dicho.
—
Si no lo queríais, vaya... si no lo queríais, ¿para qué lo habéis abierto?
Los hermanos se miraron de nuevo y cuando Alba vio en el rostro de Gaby el germen del miedo se sintió mucho peor, desamparada y confusa. Quería a su perrito a su lado, quería volver al jardín del País de las Maravillas y sobre todas las cosas, quería a su padre
ahora,
allí. Su padre tiraría el yogur a la basura donde debía estar, y se los llevaría en el coche grande. Pero nada de eso iba a ocurrir, y cuando pestañeó, el ambiente lúgubre y malsano de aquella covacha cayó sobre ella.
—
Ahora me debéis algo —exclamó el hombre mirándoles fijamente a los ojos. Entonces rodeó la mesa y cogió la mochila de Gabriel con un gesto rápido.
Gabriel se sobresaltó sintiéndose atacado. Cuando vio que había cogido la mochila casi se dejó llevar por la protesta que se asomaba a sus labios, pero chasqueó la lengua y se contuvo.
—
A ver qué llevan los niños tan listos, ¿eh?
Abrió la mochila y volcó el contenido sobre la mesa. El yogur de LIMÓN se volcó y rodó ligeramente sobre sí mismo. Allí estaba la comida, las galletas de chocolate, algunas barras energéticas, las latas y las mantas de viaje que con tanta inocencia habían empaquetado para el frío de la noche.