Necrópolis (51 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, Terror

No había, al menos, ni rastro de muertos vivientes.

Cuando estaban ya a escasa distancia, Gabriel se detuvo.

—¿Y ahora? El muro es bastante alto, y la verja de entrada parece cerrada —dijo. —¿Qué hay que hacer, llamamos a la puerta?

Alba miró hacia las ventanas del piso superior. Casi todas estaban iluminadas, excepto una, y era precisamente ésta la que ejercía una poderosa fascinación sobre ella. Gulich, mientras tanto, olisqueaba el pavimento de la acera con el rabo entre las piernas, lenta y cuidadosamente, como si estuviera clasificando multitud de olores nuevos y diferentes.

—No sé cómo entraremos —dijo Alba, mirando alrededor.

—Si nos acercamos más, ¿nos verán? —preguntó Gabriel.

—No lo sé —preguntó Alba, indecisa.

Gabriel dejó escapar un exabrupto entre dientes, y empezaron a cruzar la carretera para acercarse a la casa. El silencio era casi tangible, omnipresente, roto solamente por las pisadas de los niños en el asfalto. Gulich se detenía constantemente olfateando el aire. Los niños no lo sabían, pero aunque no veía ninguno, él podía oler el profundo hedor de los muertos a su alrededor. A no demasiada distancia, pensaba. Sentía el instinto natural de ladrar y dar la voz de alarma, pero en sus días de solitaria supervivencia había aprendido que los ladridos eran siempre mala idea; siempre los atraían hacia él.

Alba por su parte, comenzaba a sentirse arrastrada por una tumultuosa sensación de miedo. El Hombre Malo era en verdad muy malo, y en sus visiones siempre aparecía cubierto por una especie de manto negro que le impedía ver sus facciones con claridad; pero de ninguna forma quería encontrárselo de cara.

Sabía lo de Isabel. Sabía que la habían traído en una especie de motos que flotaban sobre el agua, y que luego la habían llevado por caminos que cruzaban parcelas desnudas entre los chalets, hasta la casa. Allí la mantenían contra su voluntad, y en sus mentes oscuras y terribles trazaban planes abominables que ella sentía en sus visiones, como las gélidas emanaciones de un congelador abierto.

Pero no había tenido ninguna visión como las de antes, ninguna experiencia
tarta de coco,
y por lo tanto, sus propios destinos y el de la mujer prisionera eran inciertos. Eso alimentaba su miedo, sí, pero en su mente infantil no había cabida para la opción del fracaso. Ella no visualizaba al Hombre Malo capturándolos y encerrándolos en el sótano, de modo que todavía conseguía encaminar sus pies hacia la Casa. Solo sabía que se le había permitido viajar con su mente hasta allí, y que esas cosas terribles le habían sido mostradas por algún motivo como dijo su padre. Él habló con ella sobre sus visiones cuando lloraba pensando que era ella misma la que provocaba que las cosas pasaran. Él la abrazó fuertemente y la colmó de besos mientras le susurraba al oído:

Cariño, las cosas pasan porque tienen que pasar. Tú no las provocas, en la misma medida que no puedes evitarlas. Puede que Dios haya querido que veas pequeños fragmentos de esas cosas futuras para que puedas crecer personalmente. Ya eres muy especial, mucho más madura que cualquier otra niña de tu edad, y sospecho que eso al menos no tiene nada que ver con las cosas que ves. Quizá algún día, puedas usar ese don que llevas dentro para hacer el bien. No lo sé. Pero no olvides nunca que uno no es bueno ni malo por las cosas que ve, sino por las cosas que hace.

Alba quería ser buena; quería que su papá estuviera orgulloso, y quería hacerle saber donde quiera que estuviese ahora, que aunque había visto el mal absoluto, utilizaría su don para hacer el bien.

—No parece cerrada —dijo Gabriel echando un vistazo a la verja de entrada. No se puso frente a ella para no ser visto, pero desde el lateral pudo comprobar que solo una rudimentaria cerradura de pestillo parecía ser lo que mantenía la verja cerrada. Echó un vistazo al interior, pero la casa aún no era visible; quedaba oculta por la vegetación que adornaba el camino de entrada, suficientemente ancho para permitir el paso de un vehículo y que describía un recodo hacia la derecha. Adelantó la mano, la pasó por entre los barrotes, y retiró el pestillo con facilidad.

—¡Ya está! —dijo en voz baja, sorprendido. Sin embargo, el oscuro camino le producía una extraña tensión en la base del estómago. —¿Demasiado fácil, dónde nos llevará ese camino, a la puerta principal?

Alba le devolvió la mirada, indecisa.

—No estoy seguro de que sea una buena idea —dijo, pensativo— aunque creo que es bueno que tengamos ya una entrada. ¿Sabes qué? Vamos a dar la vuelta a la casa primero, luego ya veremos. El muro es alto, y no nos verán.

Caminaron entonces en silencio pegados al alto muro de piedra que rodeaba todo el perímetro de la villa. No bien habían dado la vuelta al primer recodo, encontraron un coche volcado apoyado sobre el techo. Había ardido completamente y las llantas de las ruedas, impregnados de restos de goma, despuntaban como extraños derelictos metálicos. Las marcas de neumáticos en el asfalto se habían borrado hacía tiempo, pero todavía se veían los rasponazos de la carrocería contra la estrecha acera y el muro de la casa: laceraciones profundas y delgadas por la fricción del metal, y un rastro de piedras arrancadas del muro por obra del impacto.

Gabriel se acercó al lugar donde el coche había chocado antes de voltearse y volver a caer. Había dos grietas que recorrían la pared en zigzag hacia arriba, y en la parte inferior había un hueco. Era en verdad muy pequeño incluso para dos niños, pero empujando las piedras que sobresalían a ambos lados, no tardó en hacerlo un poco mayor.

—¿Qué haces? —preguntó Alba, alarmada.

—Mira esto, ¡es perfecto!

—¿Quieres que pasemos por ahí?

—Nadie esperará que entremos por aquí, ¡vamos!

Y pasó por el hueco, tumbándose en el suelo y pegando los brazos al cuerpo. En esa postura, y valiéndose de los pies para impulsarse, Alba pensó en un gusano de desproporcionadas dimensiones internándose en su madriguera; pero cuando su hermano hubo pasado ella lo siguió.

Estaban ahora en lo que parecía ser la parte trasera de un jardín, que a Alba le trajo recuerdos del Escondite por la cantidad de vegetación que les rodeaba. La Casa del Miedo se levantaba, majestuosa, a apenas veinte metros de donde estaban. Ahora que la tenía tan cerca reconoció sus formas angulosas, sus ventanas con rejas curvas y sinuosas, y sus paredes lisas de color tierra clara.

Un bufido áspero y sonoro les hizo darse la vuelta. Era Gulich asomando la cabeza por la abertura; el mastín era demasiado grande para pasar por el hueco.

—¡Gulich! —exclamó Alba dejándose caer de rodillas para acariciarle. El perro le lamió la mano; su hocico era también frío y húmedo.

—No había pensado en Gulich —admitió Gabriel— pero quizá sea mejor así, ¿no crees?

—Pobrecito —dijo Alba.

Gabriel se acuclilló junto al perro.

—Gulich quédate aquí, ¿me entiendes? quédate aquí y espéranos. ¡Buen perro!

El mastín resopló de nuevo mirándoles con ojos de cordero; luego retiró la cabeza y no le escucharon más.

—Debemos de estar locos —dijo entonces Gabriel, volviéndose de nuevo en dirección a la casa—. ¿Qué haremos ahora?

—¡Hay un sitio, Gaby! —dijo Alba y empezó a avanzar hacia la casa. Por un instante el muchacho levantó un brazo para detenerla, pero se contuvo casi al instante. Era allí donde iban, definitivamente, a pesar de las luces que indicaban muy a las claras, que había gente dentro.

El Hombre Malo.

Caminaron unos metros pegados a la pared, hasta que Alba le tiró de los faldones de la camisa. Cuando se giró para mirarla, ella había vuelto la cabeza hacia arriba.

—¿Qué pasa? —musitó Gabriel.

—¡Gaby! —dijo la pequeña— ¡creo que es esa ventana!

—¡Vas a volverme loco! —exclamó Gabriel, mirando alrededor para asegurarse de que nadie les acechaba. —¿Quieres que subamos allí? ¡Es imposible!

—¡No! Ahí es donde tienen a una chica.

Gabriel pestañeó varias veces, intentando decidir si estaba enfadado o perplejo.

—Alba ¡tienes que contarme las cosas! —dijo al fin— ¡no puedo con esto!

—Gaby —gimió Alba, agachando la cabeza— es que ahora es más difícil, ¡te lo dije! Las cosas que he
visto
no sabía si eran de antes o de después, no estaba segura.

Gabriel detectó la voz temblorosa, y su enfado pasó como una mala nube en mitad de un cielo despejado. Otra vez se le antojó muy pequeña, y probablemente tan asustada como él. Intentó imaginarse con ocho años y la cabeza llena de imágenes extrañas insufladas entre su línea normal de pensamientos, y concluyó que su hermana, probablemente, estaba pasando un verdadero calvario.

Se acercó a ella y le cogió las manos, chasqueando la lengua y recuperando el tono de voz calmo.

—A ver tonta, ¿qué chica?

—Una chica, el Hombre Malo se la llevó y la tienen ahí, Gaby.

—¿En serio? Uf —miró hacia la ventana anónima y anodina, y de repente, titular de oscuros secretos. Le resultaba extraño estar a tan pocos metros e imaginar que al otro lado, pudiera haber alguien sufriendo.

—Podías habérmelo dicho antes, de todas maneras.

Alba asintió vigorosamente.

—Vale —dijo entonces Gabriel. —Pero dijiste que había un sitio.

—¡Sí, es aquí mismo!

—¿Eso también lo has
visto?

—Sí. ¡Vamos!

Reanudaron el paso hasta que encontraron un tragaluz que quedaba a la altura del suelo. Tenía apenas unos ochenta centímetros de alto por algo más de un metro. El cristal estaba tan sucio y el interior tan oscuro, que les fue imposible ver el interior.

—¿Por aquí? —susurró Gabriel.

Alba asintió con los ojos muy abiertos.

—No se puede abrir, ¡habrá que romper el cristal!

—¿Sí? Bueno.

Gabriel examinó el vidrio.

—Hará ruido ¿seguro?

—S-sí —dijo Alba sin dejar de mirar el pequeño ventanuco. Sabía lo que encontrarían detrás, y de repente sintió un miedo tan tangible que parecía masajearle la parte trasera de la nuca.

Gabriel asintió, apoyó las manos contra la pared y propinó una patada al cristal haciendo que el vidrio saltara por los aires hacia dentro. El tintín fue breve, pero intenso. Esperó un poco como si temiera que unas voces graves dieran la voz de alarma en el interior, pero luego se agachó para examinar el ventanuco.

Había numerosos dientes afilados y angulosos, con extremos cortantes. Los quitó con cuidado dejándolos sobre la hierba, hasta despejar el camino. Sin embargo, quedaban todavía bastantes puntas cortantes adheridas a la masilla, de modo que el muchacho se quitó la camisa y la dobló sobre la parte inferior para que pudieran pasar.

—Bueno —dijo al fin— voy yo primero.

Pasó con los pies por delante boca abajo, y cuando notó apoyo con los pies deslizó el resto del cuerpo. Estaba oscuro, pero la luz que entraba por la ventana era suficiente para distinguir la habitación. Se trataba de un sótano diáfano con varias columnas distribuidas regularmente; por todas partes se apilaban cajas y paquetes cuidadosamente embaladas, muebles viejos en confusa aglomeración, y estantes llenos de herramientas, cubos de pintura y otras cosas. Unas rudimentarias escaleras de madera nacían en ese punto hacia el piso de arriba, pero la puerta estaba cerrada.

Alba llegó junto a Gabriel, y lo primero que hizo fue dirigir su mirada hacia una esquina en particular. Allí descansaba una vieja silla y una enorme mesa, oscura y algo desvencijada. La pequeña lo había visto antes en sus visiones: era en ese oscuro rincón donde hacían sus experimentos con los muertos intentando encontrar puntos débiles en sus cuerpos atados. Había estado antes en ese lugar, pero en sus visiones, los detalles como las manchas oscuras en el suelo y el aspecto áspero de las paredes de cemento se le escapaban. Estar finalmente en el sitio era ciertamente otra cosa.

—¿Qué será todo esto? —dijo Gabriel, acercando mucho la cara a las etiquetas de las cajas para poder leer los letreros. Algunos tenían palabras escritas en inglés que no podía entender; en otros, las letras estaban marcadas con algún tipo de plantilla que se había ido borrando con el tiempo. Más allá de la zona cercana al ventanuco, la oscuridad se acentuaba y le impedía leer los rótulos.

—Podría ser comida, un almacén de comida para resistir.

Pero Alba caminó despacio hacia una de las pilas y tocó la superficie de las cajas de madera amontonadas. Estaban cubiertas, al menos en parte, por un gran plástico transparente.

—Es esto, Gaby —dijo de pronto.

Gabriel se acercó hasta ella lleno de curiosidad. Las cajas eran bastas y tenían las asperezas propias de la madera sin pulir, que despuntaban en todas direcciones. En todas ellas se había adherido una señal triangular de color naranja que decía: EXPLOSIVES l. l. A

—¿Explosivos? —preguntó todavía sin comprender.

—¡Así es como lo hizo él, Gaby! Así es como lo destruyó todo.


Chulita
, no tengo ni idea de qué hablas —protestó el muchacho mientras contaba las cajas. Había al menos seis, colocadas sobre unos bancos de madera para que no tocasen el suelo. Esperaba que su hermana no pretendiera involucrarlos en nada que tuviera que ver con explosiones; una vez vio una película de la Segunda Guerra Mundial en la que una terrible explosión cercenaba la pierna de un hombre. La pierna salía despedida por el aire, bamboleante, hasta caer en el suelo varios metros más allá. La imagen le persiguió en sueños durante meses.

—El Hombre Malo, Gaby —dijo Alba en voz baja, como si se debatiera entre ensoñaciones— así es como lo hizo, ¡abre una caja!

Todavía dubitativo, Gabriel intentó mover la caja superior, que aunque parecía pesada se desplazó sin mucho esfuerzo. El ruido de la fricción le sorprendió, y su mente conjuró una imagen fugaz en la que una explosión súbita y terrible los lanzaba, a través del sótano, convertidos en una fina lluvia de partículas de sangre. Sin embargo no ocurrió nada, y después de una profunda inhalación, tomó la caja con ambos manos y la depositó en el suelo con un cuidado exquisito.

Fue Alba quien se agachó con gesto decidido y retiró la tapa revelando varias hileras de objetos pequeños con forma de huevo. Gabriel no los reconoció inmediatamente.

—¿Qué son? —preguntó—, ¿bombas?

Eran frías al tacto y en uno de los lados tenía una palanca. La visión de la anilla de seguridad le hizo comprender de qué se trataba.

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