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Authors: Inma Chacon

Tags: #prose_contemporary

—¡Niña! ¡No te muerdas los dedos!

Pero Dafne no encuentra otro modo de calmarse cuando se pone nerviosa. Y hace días que los nervios la alteran de tal forma que ni siquiera la dejan dormir.

Su vida se ha convertido en un caos desde que conoció a Roberto, y ella, en un manojo de nervios. Por esta razón, cada vez que su madre le da un golpe en la mano para que deje de morderse, la respuesta del «déjame en paz» se adelanta a cualquier otra cosa que hubiera querido decirle. No lo puede evitar.

—¡No me ralles! ¿No te das cuenta de que si me lo dices me los muerdo más?

Ella adora a su madre, pero últimamente parece distinta. Más pesada, más impaciente, más exigente, menos comprensiva. Nunca la entiende.

Y le grita. Siempre le grita.

Le grita los fines de semana cuando la encuentra en pijama a la una de la tarde, delante de las teclas del ordenador, recién levantada porque se acuesta a las tantas hablando con sus amigos por internet. Su madre no entiende que no puede levantarse a las diez como a ella le gustaría, y que no le merece la pena vestirse a la una, porque tendría que volver a cambiarse al cabo de un rato para arreglarse para salir por la tarde.

Le grita los días de diario cuando la llama para comer y ella no acude porque no se ha enterado, porque tiene la música alta y no la ha oído la primera vez que la ha llamado, ni la segunda, ni la tercera... Pero es que la música no se puede escuchar de otra forma, no suena igual. Y ella no acaba de comprenderlo.

Le grita por las noches, cuando le dice que se vaya a dormir a las dos de la madrugada y ella no puede, porque tiene que salirse del chat poco a poco. No vale con decir adiós, aunque su madre se empeñe en que sólo basta un segundo para decirlo. En internet no funciona así, hay que despedirse despacio, avisando y volviendo a avisar, para que el otro no sienta que le dejas con una frase en el aire. Pero eso ella tampoco lo entiende.

Le grita por las mañanas, cuando no se levanta para ir al colegio después de haberla llamado tres veces.

Le grita a mediodía, cuando extiende la comida que no le gusta por los bordes del plato...

Siempre le grita.

Y lo malo no es que su madre no la entienda, a eso ya se está acostumbrando, lo peor de todo es que no la entiende nadie. Nadie.

Excepto con su prima Paula, que conoce el secreto que está convirtiendo su vida en un tormento desde hace unos meses, no consigue conectar con ningún otro ser sobre la Tierra. Ni con sus hermanas mayores, ni con la pequeña, ni con su madre, ni con sus abuelos. Por no conectar, ni siquiera con su perrito es capaz de compartir un solo sentimiento.

El pobre de Trufi padece su mal humor tratando de pasar desapercibido en los momentos en los que intuye que no habrá lugar para él en el cuarto de Dafne. A veces, incluso se esconde.

Cuando siente los pasos de Dafne en las escaleras, como si sus pies fueran taladros que agujerean cada peldaño que sube, Trufi se enrosca sobre sí mismo debajo de la mesa de la cocina, y no sale de allí hasta que se asegura de que el vendaval ha amainado.

Y es que nadie se puede quedar impasible cuando ella se acerca. Sus zancadas retumban en el edificio como si en lugar de pisar, apisonara; como si no subiera, sino trepara; como si arrasara en vez de llegar. Como si todos los habitantes de la casa tuvieran que echarse a temblar porque ella vuelve del colegio.

¡Y tiemblan! ¡Claro que tiemblan!

Trufi lo nota. Él es el primero que se mete debajo de la mesa cuando oye sus pasos. Pero, como él, se esconderían todos los miembros de la familia si pudiesen. Lo que pasa es que ellos no pueden. Ellos sólo pueden disimular fingiendo que no se han enterado de que la tormenta ha vuelto.

Lucía, su hermana pequeña, se refugia en su habitación y juega con la consola, como si a ella no le importasen los altercados que Dafne provoca con su mal humor.

Sus hermanas mayores procuran ignorarla. Siempre lo han hecho, y ahora más que nunca, porque ella también las ignora.

Y en ese pasar mutuamente las unas de la otra, y las otras de la una, se ha convertido la relación con las personas que antes más admiraba, y a las que siempre quiso parecerse, en la indiferencia más absoluta.

Incluso su madre trata de aparentar que no le afectan sus continuos desplantes. Todas las tardes, tal y como hace con sus otras hijas, le prepara a Dafne el bocadillo y el zumo que a ella más le gusta y los deja sobre la encimera de la cocina. Como si no quisiera que Dafne supiera que acaba de hacerlos, porque si le dijese ahí tienes la merienda, sistemáticamente ella le respondería que no le apetece.

—¡Déjame en paz con la maldita merienda! ¡No tengo ganas! ¡Ya he merendado!

capitulo_4

Apolo y Artemisa eran hermanos gemelos. Dafne aún no lo sabe. Todavía no ha descubierto la historia de los hijos de Júpiter. Y sin embargo, Roberto y Apolo tienen mucho en común, los dos se han quedado prendados de un amor imposible. De una ninfa que se esconde y que desea que se la trague la tierra.

La ninfa llamó a su madre cuando sintió el acoso de Apolo, y Gea, la Tierra, se abrió bajo los pies de su hija para que pudiera esconderse convertida en laurel.

Pero Roberto no es Apolo, y la madre de Dafne no puede hacer desaparecer los problemas en los que se ha enredado ella sola, sin necesidad de flechas de Eros.

La madre de Dafne sólo es una secretaria que nació para que la mimaran y la convirtieran en una reina. En un pueblecito del norte en el que llovía tres días de cada cuatro, y en el que el verde de los eucaliptos se cortaba en acantilados donde rompían las olas. Olas enormes, cubiertas de otras olas, olas grises, como el cielo que se desplomaba sobre las tejas de su casa.

La habían educado para ser feliz, sus sueños eran sencillos y fáciles de realizar, pero el destino se equivocó y puso en su camino la vida que no era.

Se llamaba Teresa. Se había casado dos veces, y los dos matrimonios le sirvieron para entender que hay que construir el futuro sin perder nunca de vista la diferencia entre compartir el camino y andar siempre detrás de los pasos del otro.

Desde que era pequeña, Teresa había deseado con todas sus fuerzas ser ama de casa, como su madre. Cuidar de su marido y de sus hijos, hacer la comida, planchar, lavar, sacarle brillo a los muebles, llevar a los niños al colegio, tomarse un café con las amigas, pasear todas las tardes por la calle Mayor, llevar la economía de la casa y, al cabo de unos años de matrimonio, darle la sorpresa a su marido de que había conseguido ahorrar para la entrada de un apartamento de verano, en una costa en la que nunca lloviese.

-oOo-

Del primer matrimonio, Teresa sólo conserva el recuerdo de la noche de bodas y a sus hijas mayores, lo demás lo ha borrado como si fuera posible controlar el pasado. Como si la memoria fuese un pen drive en el que se pudiese grabar y borrar a capricho. Un mp3 recargable. Una tarjeta de memoria en la que una imagen puede ocupar el espacio liberado por otra. Un disco extraíble.

No hay nada en la casa que pueda indicar que Teresa estuvo casada durante casi dos años. Ni álbum de bodas, ni fotografías del viaje de novios, ni del bautizo de sus hijas, ni juegos de toallas bordadas con las iniciales de la pareja, ni cartas de amor, ni postales, ni servilleteros, ni pañuelos, ni corbatas. Ni rastro. ¡Nada!

Y el caso es que estuvo casada. Y su madre le hizo el ajuar como su abuela había hecho el de ella. Y hubo banquete con tarta nupcial, regalos, cura del pueblo, y casa recién estrenada. Con sus manteles de hilo, sus sábanas de embozo bordado, su cubertería, su porcelana para los días de fiesta, su aparador, su paragüero con su espejo y su sombrerero a la entrada, y todo lo necesario para que una recién casada sintiera que la suya había sido la mejor de todas las bodas del pueblo. En definitiva, lo que siempre había soñado Teresa.

Estudió mecanografía y taquigrafía en una academia que funcionaba en los locales de la parroquia, donde se preparaban las chicas que aspiraban a opositar para un puesto en la banca o en la Administración del Estado, y donde ella misma había ingresado, sin el menor interés, para no disgustar a su padre, el maestro del pueblo de toda la vida, cuyo sueño hubiera sido que su hija se marchase a la capital para estudiar una carrera universitaria.

Y se habría marchado si no hubiese conocido al que sería su marido.

Estaba a punto de matricularse en primero de Económicas, junto a una de sus primas hermanas, cuando apareció, procedente del pueblo de al lado, un chico con unos ojos azules capaces de volver loca a cualquier chica que mirasen. Y la habían mirado a ella.

Cuando empezaron a salir, a su futuro marido le parecieron muy bien sus sueños de ama de casa. A las mujeres no les hacía falta estudiar. No tenían que ganarse la vida. Para eso ya estaba él, que había montado una empresa de conservas de pescado con la que ganaría más que suficiente para mantenerla a ella y a todos los hijos que Dios les mandase.

Después de cinco años de relaciones, se vieron obligados a precipitar la boda por un embarazo que se convirtió en la comidilla de arpías y de no arpías. Se casaron en la ermita del pueblo. Él de chaqué y Teresa de novia, con el vestido blanco que diseñó ella misma y que la modista tuvo que agrandarle hasta el último día, procurando disimularle la barriga que le iba creciendo.

Viajaron de luna de miel al Caribe, y tuvieron dos hijas preciosas. A la mayor le pusieron el nombre que al padre de Teresa le hubiera gustado para ella, y que ella hubiera llevado encantada: Lliure. Pero en la época franquista la libertad no podía reclamarse ni siquiera en forma de nombre, de manera que, para resarcirse de aquella censura, Teresa siempre tuvo muy claro que sería su primera hija la que lo llevaría. Y así fue.

La niña heredó la boca de su padre y el carácter tranquilo de su madre. Cuando tenía cuatro meses, Teresa volvió a quedarse embarazada, y la empresa de su marido empezaba a despuntar entre otras empresas conserveras de la provincia.

Vivían en un chalé de una zona residencial a las afueras del pueblo, la niña crecía sana y preciosa. El nuevo embarazo de Teresa apenas le causaba molestias, sus padres la visitaban casi a diario para disfrutar de la primera nieta, y sus amigas le regalaban patucos y camisitas que hacían ellas mismas. No se podía ser más feliz.

Pero sus sueños de ama de casa se esfumaron poco tiempo después, como desaparece la luz del día con el sol negro de los eclipses.

-oOo-

Sus amigas y sus primas, mucho antes que ella, habían visto de lejos el final que le esperaba, y no se callaban cuando presentían que, más temprano que tarde, Teresa se lamentaría de haberse casado con él.

«Pero Tere, ¿no te das cuenta de que este hombre no siega la misma hierba que tú?»

«¡Déjala! Ya se le caerá la venda cuando vea por los caminos que anda.»

«Dale tiempo al tiempo, que es lo único que lo pone todo en su sitio. Ya verás cómo espabila.»

«¡Pues yo no se lo consentiría! ¿Sabes con quién le vi ayer? Con la chica del de la Lonja.»

Pero el amor es tan ciego que casi nunca detecta lo que tiene delante. Tampoco Teresa lo detectaba y, pese a los consejos y a las habladurías de unas y de otras, se negaba a ver cómo se alejaba su marido. Siempre le disculpaba.

—Es que tenía unos tratos que resolver con su padre. Por eso iba con la de la Lonja.

Hasta que llegó un día en que no le quedó otro remedio que abrir los ojos. Y para entonces, aunque su marido seguía viviendo en su casa —negando la evidencia cuando ella le preguntaba—, ya había embarcado rumbo hacia no se sabía dónde.

La dejó poco después, con el chalé pagado, una niña que acababa de cumplir un año y una tripa de ocho meses.

Ella lloró todo lo que sus lágrimas dieron de sí. Escuchó cientos de veces el ya te lo dije, y esperó a que naciese su segunda hija, a la que, a pesar de que su marido las había abandonado, le pondría el nombre que él había elegido para ella, porque así se llamaba su madre, Cristina.

Teresa no avisó a nadie cuando se presentaron los primeros dolores del parto. Llevó a Lliure a casa de sus padres con el pretexto de que necesitaba ir de compras y se dirigió al hospital. Sola. Sin una queja. Sin una lágrima. Con la firme determinación de utilizar la fuerza que le daban sus hijas para construir un sueño nuevo, en el que no dependiese de nadie.

La niña heredó el color de los ojos que habían enamorado a su madre y, como su hermana mayor, la misma boca de un padre que no quiso conocerla, y que no volvió a dar señales de vida.

Teresa no esperó siquiera a destetarla. En cuanto pudo levantarse de la cama, vendió el chalé con todo lo que había dentro y, con el dinero que consiguió, más el que guardaba para el apartamento de la playa, se compró un piso en la capital y encargó todos los muebles nuevos.

Se trasladó en cuanto le llevaron su cama y las cunas de las niñas. Poco después de llegar, recién cumplida la cuarentena, empezó a trabajar como secretaria en los grandes almacenes donde, dos años más tarde, conocería al segundo hombre de su vida. El padre de sus hijas pequeñas.

Atrás quedaron las habladurías, los consejos, los sueños de ama de casa, la rutina y el fracaso. Y sobre todo, atrás quedaron los recuerdos.

Nunca más volvió a pensar en el hombre que había roto sus ilusiones. Y nunca les dijo a sus hijas mayores que el padre de sus otras hermanas no era también el de ellas. Tampoco les dijo que sí, no habría podido mentirles de esa forma, pero permitió que vivieran en aquella confusión, en lugar de enfrentarlas al hecho de que su padre las había abandonado.

Capítulo 5

A Dafne le horrorizan los ascensores. No lo puede remediar, le producen un miedo insuperable. Ni siquiera cuando tiene que subir a un décimo piso es capaz de entrar en esa caja que parece que se va a tragar a todos los que deciden confiar en que no se pare, ni se descuelgue, ni se agote el poco aire que hay en su interior, ni se bloqueen sus puertas. Ella también debería confiar en que todo funcione, pero no confía. Es superior a sus fuerzas. Es capaz de subir andando diez pisos, escalón tras escalón, antes que fiarse de uno de esos trastos. Incluso puede fingir que el esfuerzo no ha sido para tanto cuando llega al último rellano, con el corazón en la boca, con tal de no oír la misma retahíla de siempre.

—¡Pero si no pasa nada! Deberías subir aunque fuera una vez. Así verías que es una tontería y se te quitaría el miedo.

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