Authors: Alicia Giménez Bartlett
—A mí siempre me había parecido usted más pulido que un estilete.
—Gracias.
—Aunque también me parece que lleva unos días de muy malhumor. Y me alegro, creí que era sólo culpa mía que nos engancháramos en discusiones continuamente.
—Ya charlaremos y le contaré.
—Lo haremos, pero ahora no. Ahora lo quiero concentrado en ese cabrón que hemos encontrado muerto.
—¿Cabrón? Es pronto para saber si lo era. Quizá se trate de una víctima inocente.
—Si lo es, Dios le habrá acogido en su seno.
Atienza estaba en el fondo contento de haberse desembarazado del caso. Lo dijo sin ambages:
—Hay algo en esa muerte que apesta. Me da una mala espina horrorosa. ¿Cómo vais?
—Como un corcho río abajo: hacia adelante, pero flotando. De momento ha sido imposible alcanzar ninguna profundidad, ninguna idea brillante, ninguna intuición.
—Ahí tenéis las cosas del muerto.
Puso una gran caja sobre la mesa alargada del almacén. Encendió la luz del techo, que le daba a todo un extraño aire de timba ilegal, y fue sacando bolsas de plástico, que abría frente a nosotros:
—El traje, sin etiquetas cosidas. Estaban todas cortadas. Se notan los restos de una en el costado derecho de la americana. El que hace eso no es por casualidad: no quiere que se identifique ni la marca de ropa que usa. Tampoco es casualidad que llevara cartera pero no documentación, probablemente no la tenía, inmigrante ilegal. La camisa...
—Ahí sí hay una etiqueta. ¿Es de Versace?
—Quizá una imitación.
—A todos los horteras les gusta Versace —dije sin pensarlo.
Me miraron los dos, pensando sin duda que aquel comentario estaba fuera de lugar. Atienza puso la guinda:
—A mi mujer le encanta. Dice que si tuviera pasta se compraría uno de esos sillones que parecen de museo.
—Los muebles es diferente, son bonitos —balbuceé sin mucha convicción.
—A mí me parecen una mierda. Le dije que si algún día ponía eso en casa me divorciaría al día siguiente.
—¿Y qué contestó? —se interesó mi subalterno.
—Que iba a ahorrar para comprarse dos.
Ambos rieron como un par de piratas en una taberna.
—Es que las mujeres os habéis puesto en un plan...
—Las mujeres en estado salvaje no estamos mal, lo terrible es el matrimonio.
El subinspector me miró de través. Atienza siguió con el inventario:
—En la cartera ya veis lo que llevaba: trescientos euros, una tarjeta de autobús y dos recortes de periódico.
—¿Puedo verlos?
—No prueban gran cosa.
Los examiné con curiosidad. Uno pertenecía a la prensa deportiva: un artículo que daba cuenta de una victoria del Barça. El otro era una foto publicitaria en la que aparecía una hermosa chica con poca ropa que anunciaba perfume.
—Prueban que sabía leer en español.
—Y poco más.
—Zapatos muy estándar, aunque de buena calidad. Calcetines negros. ¡Ah!, y esta cadena tan gruesa de oro colgada del cuello. Dinero y oro encima. Si a alguno de vosotros aún le rondaba por la cabeza la posibilidad de que lo escabecharan para robarle, ya puede descartarla.
—Ni se nos había pasado por la imaginación. Esto es un ajuste de cuentas clarísimo —dijo Garzón—. Y por la pinta del tío: guapete, traje de rayas, enjoyado..., yo diría que es un proxeneta como la copa de un pino. También lo del tiro en los cojones nos indica que la cosa va por lo genital. Y si no fuera por el detalle de su pistola como arma del crimen, inspectora, estaríamos buscando redes de prostitución en vez de temas de niños.
—Puede que lleve razón, pero ya me dirá qué pintan entonces la niña y mi pistola en esta historia.
Atienza nos miraba alternativamente con una sonrisa pintada en la boca:
—¡Joder, tíos, os metéis en un caso que tiene tela que cortar! Claro que, en cuanto tengáis al tío identificado, ya tenéis la mitad en el bolsillo.
Desde que las mafias extranjeras y la inmigración ilegal están a la orden del día en España, identificar a alguien se ha convertido en una tarea complicada. Corre por la calle mucha gente sin nombre. El inspector Atienza tenía demasiada experiencia como para diagnosticar a la ligera; aquél era un caso en extremo peliagudo, pero me daba igual, lo resolvería aunque fuera lo último que hiciera en mi maldita vida.
Nos reunimos con Yolanda en la plaza de Rius i Taulet. Había una boda en el ayuntamiento del barrio. Nos sentamos en la terraza de un bar donde los rayos solares del mediodía combatían un poco el frío.
—Siete establecimientos y nada. Bares de vida más bien nocturna, un bar normal, otro donde sirven comidas... Yo creo que no me queda ninguno en los alrededores de la calle Perill. Nadie lo ha visto nunca, nadie lo reconoce.
—¿Cree que el miedo está callando bocas, subinspector?
Garzón no me oía. Andaba fascinado por el espectáculo de la pareja que acababa de casarse. Eran unos chavales bastante jóvenes. Unos cuantos invitados les tiraban arroz. La chica se protegía la cara con la mano, iba vestida de verde, tenía los ojos grandes; el novio también.
—¿Subinspector?
—Perdón, estaba distraído con el numerito de la boda. ¡Toda esa ilusión! ¡Pobres chavales!
Yolanda se irguió como si un muelle se hubiera tensado en su espalda.
—¿Pobres, por qué?
—No saben dónde se meten. Nadie instruye a los jóvenes sobre lo que es el matrimonio. Y no me digas que ahora convivís antes de la boda. Casarse es otra dimensión. Hoy en día no le veo sentido a firmar un compromiso tan enorme.
—No olvide que está el divorcio liberador, Fermín.
Una casi llorosa Yolanda interrumpió nuestra cínica charla antes de que empezáramos a reír.
—¡De verdad que no los entiendo, no entiendo a la gente mayor! Están todos quemados, pasados de vueltas, nada les parece bien. Todo es cursi, hortera, ridículo, no vale la pena empezar nada, ni casarse, ni traer niños al mundo. ¡Pues quiero que sepan que a mí me hace ilusión casarme, no creo que sea ninguna tontería! ¡Me casaría de blanco, si pudiera!
Controló un par de pucheros, se puso en pie y se marchó sin decir nada. Garzón tenía la boca abierta:
—Pero... ¿qué hace?, ¿adónde va?, ¿cómo se atreve a largarse así delante de dos superiores? ¿Quiere que le ordene volver?
—Déjela, subinspector, tiene problemas sentimentales. Ya se le pasará. Usted debería comprender ese tipo de problemas.
—Creo recordar que usted también los ha tenido alguna que otra vez.
—Por supuesto, no se lo digo como recriminación. Ya hemos hablado de esto hace poco; pero es que estoy un poco escandalizada de que lo sentimental ocupe tanto espacio en nuestras vidas en este mundo actual.
—Es natural, inspectora. Antes no había elección. Te casabas y ya sabías que si la cosa funcionaba, todos contentos, pero si no... ¡a joderse y aguantarse! Ahora se puede escoger, ¡siempre se puede escoger! Puedes convivir sin pasar por la ley, casarte por la Iglesia, por lo civil, con un gay, separarte, divorciarte, compartir amor pero no domicilio... ¡en fin!, la cantidad de posibilidades supera lo imaginable. Y claro, para escoger hay que pensar, saber lo que quieres, lo que te conviene... Y también determinar de qué tipo es tu amor: de los que necesitan cultivo diario, de los silvestres, de los de fin de semana nada más... Un cristo del carajo, inspectora, usted lo sabe bien, aunque ahora le dé por despistar.
Los jóvenes novios sonreían, miraban a todos los demás, tímidos, un poco sobrepasados por el acto social, como sin comprender, como si acabaran de despertarse de un sueño. Intenté recordar mis dos ceremonias nupciales, lo que sentí, lo que pensé. La primera vez mis sensaciones se agotaban en el propio acto: los invitados, los familiares, la preocupación de que mi bonito vestido luciera en todo su esplendor... Y la extrañeza al descubrir a Hugo a mi lado. Era como si me encontrara con él sin habernos presentado. Y sin embargo, habíamos estudiado juntos casi toda la carrera de Derecho, podía considerarlo como a un amigo, como a alguien de quien lo sabía casi todo. Pero en aquel momento había pasado a ser mi marido, y como muy bien decía Garzón, eso tenía unas connotaciones especiales, nada parecido a la convivencia sin documentos, al amor o a la amistad. Con el matrimonio hemos topado, Petra, y nadie sale indemne de ahí.
Con Pepe fue muy diferente. En la boda imperaba el buen humor, casi la ironía. Yo tenía más edad que él, era ya policía, nuestros planes de futuro parecían inciertos... Los invitados nos miraban como si aquello fuera una broma divertida. Aunque en mi interior se fraguaban sensaciones bien distintas. Creía que subvirtiendo los valores de la pareja tradicional podíamos llegar a un acuerdo perenne. No existía tensión, ni competitividad... Yo dominaba el cotarro abiertamente, y cuando uno domina, ¿qué debe temer? El tiempo me contestó a esa pregunta: debe temerse a sí mismo. Yo rompí sola lo que intenté crear.
—¿En qué piensa, inspectora?
—¿Pensar, pensar yo?, la última vez que pensé me dio tanto miedo que prometí no volver a hacerlo jamás.
Muchos restaurantes árabes en el barrio de Gràcia: libaneses, marroquíes, egipcios... En cada uno de ellos, Garzón picaba algo sólo para probar. Los dueños se encontraban plenamente integrados en la ciudad. Sus locales estaban siempre llenos, mayormente de jóvenes clientes. La comida que servían era sana, sabrosa, barata y diferente. Nadie podía igualar esa oferta. Al llegar al cuarto restaurante, mi compañero había saboreado ya bocaditos de carne de cordero, croquetas vegetales, humus... Creo que cuando el dueño del Equinox reconoció a la víctima, Garzón lo lamentó. El Equinox está regentado por dos prósperos hermanos nacidos en el Líbano, ambos de cierta edad. Uno de ellos, el mayor, un hombre cordial y amable que hablaba perfecto español, tomó la fotografía de la víctima en las manos e inmediatamente asintió.
—Sí, me acuerdo de este hombre. Estoy seguro, cenó aquí, aunque no sé a qué hora. Bastante tarde, creo que cenó en los últimos turnos. Tenía una pinta especial, con el traje negro, tan alto, rubio... El hablar extranjero.
—¿Puede determinar de qué país?
—No sé, ruso quizá, de un país del Este diría yo, pero no es fácil asegurarlo.
—¿Estaba solo?
—Sí. Vino, cenó, pagó y se fue. Creo que le atendió Jazmina.
Habló en árabe con uno de los camareros y al cabo de un momento llegó una chica joven a quien el dueño le mostró nuestra fotografía. Con un acento peor que el de su jefe, dijo:
—Sí, yo le serví, pero no me acuerdo de lo que comió.
—Eso no es importante. Lo que queremos saber es si hizo algo especial, algo que para usted tuviera algún significado, que le llamara la atención.
—Nada especial, era la primera vez que entraba aquí. No sonreía ni decía nada. Comió y luego habló por el móvil, pagó y se fue.
—¿Llevaba un móvil?
—Sí.
—¿Está segura?
La chica se quedó callada, con cara de susto. Garzón intentó no alarmarla:
—Verá, ese dato es muy importante, pero si no se acuerda bien de lo que le preguntamos, no se apure; díganos simplemente lo que cree recordar.
—Habló por el móvil, no me acuerdo de si mucho rato o no.
—¿Habló en un idioma extranjero?
—No, no, hablaba en español. Estoy segura porque no hablaba muy bien. Tenía mucho acento extranjero.
—¿Recuerda algo de lo que dijo?
—No presté atención.
—¿A nada, ni una palabra, ni un nombre?
La chica negaba con la cabeza.
—¿Estaba enfadado cuando hablaba por teléfono, estaba triste, contento?
Había empezado a incomodarse un poco; demasiada presión sobre ella. Mi compañero intentó paliar mi torpeza:
—Lo que quiere decir la inspectora es si recuerda qué tipo de conversación mantuvo. No sé, hay veces que nos sorprende ver cómo un tipo habla por el móvil delante de todo el mundo como si estuviera solo en su casa, cómo chilla, o se preocupa por algo que le han dicho...
—No me fijé. Pero él siempre estaba igual, también cuando hablaba por teléfono su cara no cambiaba nunca. Ni cuando pidió la comida, ni cuando me pagó ni cuando habló. Pero hay siempre mucha gente aquí y no miro demasiado a los clientes.
—Lo comprendemos. Gracias, Jazmina, lo ha hecho muy bien.
Cuando se hubo marchado, el dueño del Equinox echó una última mirada a la foto que aún estaba en mi mano.
—Éste es un barrio tranquilo, aquí vivimos en paz. Si empiezan a venir mafias y gente rara, estamos perdidos. Quítenlos de en medio cuanto antes.
—Estamos en ello, ya lo ve.
En la calle me cegaron los rayos del sol. Salté sobre el subinspector.
—Ningún teléfono móvil entre las pertenencias del muerto.
—Ninguno.
—Podrían habérselo robado entre la cena y la hora de su muerte.
—Muy improbable.
—Entonces el asesino se lo llevó. Dígame el motivo.
—No quería que identificáramos al muerto.
—El asesino no es un profesional. Fue torpe. Debería haberse llevado el dinero y la cadena para despistarnos. Fue torpe como un niño.
—¿Está insinuando que Delia...? No, inspectora, no. Una niña no mata a un individuo a bocajarro. Hace falta mucha sangre fría para hacer algo así.
—O mucho odio acumulado.
—Olvídelo, seguro que su pistola hace tiempo que ya no está en manos de esa niña. Se la pasó a alguien que la usó para vengarse. Matar no es un juego.
—En manos de un niño, todo es un juego.
—Pudo robar la pistola como un juego, aunque lo dudo; pero matar... Y además, ¿por qué?
—Para vengarse.
—Un niño no se venga.
—Le recuerdo que un niño no es más que una cría de hombre.
—Justamente, entre los cachorros todo tiene menor dimensión, y un asesinato son palabras mayores, inspectora.
—Es algo grave cuando se tiene sentido moral, pero ¿tiene un niño sentido moral? Dispara un juguete y hace desaparecer al que tiene delante, un juego inocente, divertido sin más. Hace falta tener conciencia del mal y el bien para que un hecho sea grave.
—No me líe, Petra, por favor. Sentido moral, conciencia del mal y el bien... Eso es filosofía y no tenemos departamento de filósofos en el cuerpo nacional.
—Pues me parece una carencia desacertada.
—Se lo haré saber al comisario Coronas, pero de su parte, ¿eh? No, vayamos a lo sencillito, a lo lógico, a lo normal. Echemos mano de las encuestas, ¿cuántos niños cometen asesinatos en la vida delictiva de este país, de cualquier país?