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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Nido vacío (14 page)

Bajó la vista, abatido y cansino, y asintió con la cabeza. Entramos en una cafetería y, sin consultarle siquiera, cambié el café por un par de whiskys. Garzón ni rechistó. Bebimos en silencio. Un camarero charlaba con su cliente, a todas luces habitual.

—¿Cómo va el trabajo, Manolo?

—Pues ya ve, bien; es decir, mal. Ya me dirá usted si hay alguien a quien le guste trabajar.

—Nadie que yo conozca; eso de trabajar es un atraso.

—Más que andar en carreta, se lo digo yo.

Miré al subinspector de reojo. Me aclaré la garganta, le hablé en un discreto tono de voz:

—¿No quiere echarles un chorreo a esos dos por denostar los valores sociales de la comunidad?

Sonrió levemente. Yo continué:

—Venga, anímese. También puede enseñarles la placa y detenerlos. Se iban a quedar acojonados.

Se volvió hacia mí con gesto compungido:

—Le pido que me perdone, inspectora, por favor.

—No tiene importancia, olvídese lo antes posible.

—Es que después de ver esas fotos me entró una especie de cabreo interior, una rabia contra todo y contra todos...

—Ya sé lo que sintió.

—Sí, pero usted no tiene ninguna culpa de lo que sintiera o dejara de sentir. Además lo que le he dicho es mentira, para nada estoy harto de usted ni quiero perderla de vista.

—¿Qué iba a hacer sin mí? Yo soy la niña de sus ojos, la razón de su existencia, soy... ¡la jefa de sus entretelas!

—Bueno, tampoco hay que exagerar —sonreía ya abiertamente.

—De todas maneras, ha sido una reacción típicamente masculina.

—¡Vaya por Dios, ya la hemos jodido! Tenía que aprovechar la ocasión para soltar una soflama feminista, ¿verdad?

—Algo por el estilo.

Me reconfortó verlo pelear de nuevo en broma, con la risa soterrada apareciéndole debajo del bigote.

—Y ahora que todo vuelve a estar en su sitio, vámonos.

—¿Adónde, inspectora?

—Cada uno a su casa y mañana más. ¿Quiere que le explique por qué hemos cogido esa foto aberrante?

—No hace falta, ahora creo que ya lo sé.

Nos despedimos en la calle como cualquier día normal. Ya que no llevaba coche, tomé un autobús hacia Poble Nou. Me haría bien mezclarme con gente normal, comprobar que las secretarias regresaban a casa después del trabajo, y que los comerciantes cerraban las puertas de sus negocios tras cumplir su jornada laboral. Garzón había conjurado sus fantasmas; yo aún no. Lo que acababa de decirle sobre la típica reacción masculina buscaba un falso enfrentamiento que lo hiciera reaccionar, pero en el fondo era algo que yo pensaba de verdad. Los hombres convierten el horror en furia, la vuelcan hacia afuera y se ven libres de todo reconcomio interior. Las mujeres seguimos procesos tan complicados para arrancarnos las zozobras del alma que en aquel momento había olvidado cómo se ponían en práctica.

Metí la llave en la cerradura de mi puerta e inmediatamente volví a sacarla. No podía quedarme en casa sola, todavía no. Regresé al bar donde había estado por la mañana. Un camarero distinto del que me había atendido puso delante de mí el whisky doble que necesitaba. Lo bebí como una medicina que en seguida empezó a hacer efecto. Los efluvios del alcohol se extendieron por mis venas, calentándolas. Sonó el teléfono móvil. Ahora no, por favor, pensé.

—¿Sí? —Mi propia voz me molestó.

—¿Inspectora Petra Delicado?

—¿Quién es?

—Marcos Artigas.

—¿Quién?

Una pausa incómoda al otro lado del hilo, el silencio de quien no sabe cómo darse a conocer.

—Soy el padre de su pequeña testigo protegida.

—Sí, por supuesto, perdóneme.

—Creo que me ha llamado. Mi hija me lo dijo.

—La seria y lista Marina.

—Sí. ¿Quería hablar conmigo?

Las experiencias de las últimas horas lo habían borrado todo de mi mente. Busqué intensamente en el recuerdo cómo se había desarrollado la conversación telefónica con la niña. «Mi papá ya no vive aquí.» De acuerdo; nada, no quería nada especial; sólo intentaba ser amable y pedirle disculpas por haberle podido crear problemas de convivencia, llamémoslo así. Lo cual parecía obvio, si ya no vivía en su casa. Mi mente funcionaba a toda velocidad, pero aun así, estaba demorando mi respuesta. Su voz sonó insegura del otro lado:

—Inspectora, ¿sigue ahí?

—Sí, le llamé porque quería hablar un momento con usted, pero no era muy importante.

—¿Recuerda qué quería decirme?

—Verá, era poco importante pero muy largo de explicar. Claro que, ya que estamos hablando... Dígame: ¿ya no vive usted en su casa? Marina me dijo algo parecido, pero debí de entenderla mal.

—La entendió correctamente; lo que pasa es que eso también es muy largo de explicar.

—Ya.

—Inspectora, ¿dónde está?

—En un bar, muy cerca de mi casa, bebiendo whisky.

—¿Ha acabado de trabajar?

—Como muy bien dicen en las películas: yo no bebo estando de servicio.

Se echó a reír; sin duda le chocaba mi tono pasado de rosca, tan lejano a cómo me había conocido en plan oficial.

—Yo también he acabado de trabajar, y también estoy bebiendo una cerveza. Le propongo que tomemos algo juntos. ¿Qué le parece?

—De maravilla. Dos soledades juntas anulan la soledad.

¿Había sido yo quien había dicho una gilipollez semejante? Sin duda lo que menos me convenía era seguir bebiendo; ¿o, por el contrario, eso era lo que me convenía más?

—¡Vaya, es poeta, además de policía! Tenemos dos opciones: o quedamos citados cerca de una de nuestras casas o en un lugar equidistante de ambas.

—No me haga salir de donde estoy. Para ser sincera, el whisky doble que estoy bebiendo no es el primero que tomo esta noche. Será mejor que tenga mi cama cerca.

—Perfecto, dígame la dirección y en seguida estoy ahí.

No pensaba pararme a pensar si hacía bien o mal; ni hablar. Todo me importaba un pimiento en aquellos momentos. Quería beber, charlar, y de ese modo olvidarme no sólo de lo que había visto, sino de lo que vería de nuevo al día siguiente, y al otro, y al otro, y todos los días hasta acabar con aquel deprimente caso, si es que acabábamos alguna vez.

El bar era bastante cutre, y estaba lleno de clientes que cenaban tostadas y jamón. Podíamos continuar allí sin que nadie se fijara demasiado en nosotros. Tras un corto intervalo de tiempo en el que me entretuve viendo la televisión sin voz que colgaba a un lado de la barra, un hombre alto, corpulento, rubio y barbado me sonrió. Tardé en reconocerlo; quiero decir que tardé en ver de verdad un rostro que siempre había contemplado sin prestarle demasiada atención. Tenía los dientes muy blancos y los ojos, entornados, le brillaban llenos de luz. Me tendió la mano y entonces tomé conciencia clara de que había quedado con él y sentí timidez. Pero no era muy grave, nada que no se pudiera remediar tomando otra copa. Se sentó a mi lado en la barra.

—Me alegra mucho verla, Petra.

—¿Quiere que nos hablemos de tú? No soy muy partidaria del tuteo, pero al fin y al cabo, somos coetáneos.

—¡Estupendo!

En aquel momento lo ideal hubiera sido que se quedara callado, bebiendo junto a mí, pero eso era impensable, por supuesto. El guión decía que debíamos charlar y comentar hasta un punto en el que ambos nos encontráramos lo suficientemente cómodos como para no decir nada sustancial.

—¿Cómo lleváis el caso?

—No muy bien. Estamos sin pistas, sin intuiciones, sin inspiración.

—Suena poco esperanzador.

—Ni siquiera cuando lo resolvamos habrá el más mínimo trazo de esperanza. ¿Sabes qué encontraremos? Encontraremos un rincón de podredumbre humana, de miseria moral, de maldad gratuita, de ignorancia. Haremos limpieza ahí, pero surgirá lo mismo en otro lado. Mientras existan seres humanos no hay solución.

—¡No se puede decir nada más amargo en menos tiempo!

—Antes de hacerte venir aquí debería haberte advertido de que quizá no ibas a disfrutar de una alegre velada. No estoy en mi mejor momento, discúlpame.

—Yo tampoco paso por una buena temporada. Incluso podría decir que es la peor temporada de mi vida.

Intenté fijarme en su expresión sin que se diera demasiada cuenta. Estaba serio, un poco desencajado, pero en ningún momento me pareció que se hallara desesperado. Bebí un buen trago de whisky.

—Marina me dijo que ya no vives en tu casa. ¿Eso es lo que parece?

—Exactamente lo que parece.

Sentí pánico en aquel momento. Me di cuenta de la situación. Había accedido a tomar una copa con él y a lo mejor me consideraba como la culpable de una grave bronca con su mujer que había precipitado los hechos. ¿Qué hacer entonces, huir? No, mejor seguir bebiendo. Apuré el vaso como si fuera una medicina.

—Espero de verdad que lo ocurrido con la niña...

—La declaración de Marina fue sólo la espoleta de una bomba que ya estaba programada para estallar.

—Entiendo; aun así, lo lamento mucho. ¿Volverás pronto a casa?

—Nos hemos separado, no se trata de un disgusto temporal. Es una situación sin salida. ¿Crees que las personas que son muy diferentes entre sí no deben casarse?

—¿Estás seguro de que quieres hablar sobre los problemas del matrimonio?

Me miró con una sonrisa amarga. Luego se rió con auténticas ganas:

—Eres una mujer muy original, ¿lo sabías?

—Desde luego que sí, todas las copias que han intentado reproducir con mis características les han salido fallidas. Creo que debería cobrar entrada a los que quieren hablar conmigo, algo así como si me exhibiese en una exposición.

—Hablo en serio, da la impresión de que no sigues los guiones establecidos.

—Quizá toda mi originalidad radica en que llevo un par de whiskys encima. ¿Tomamos otro?

—¿Por qué no?

—No es que sea una grosera que no quiera escucharte; lo que ocurre es que tengo comprobado que no sirve de nada hablar sobre temas sentimentales. Además, ¿para qué? El amor no dura siempre. Hay parejas que encuentran puntos en común cuando la pasión ha desaparecido y hay quien no puede sustituirla con nada. Lo demás son confesiones de diván, no llevan a ninguna parte.

—¿Lo ves todo tan claro como aparentas?

—¿Quieres que te diga lo que pienso?, ¿de verdad quieres que te lo diga?

—Adelante, estoy preparado para lo peor.

—Pienso que los temas amorosos son una frivolidad y una mierda, eso es lo que son. Hay otras historias en el mundo de las que se puede hablar.

—¿Como por ejemplo?

—Como, por ejemplo, la maldad. Los seres humanos son básicamente malos.

—Hay maldad en los hombres, naturalmente; pero es preciso vivir como si no existiera. De lo contrario, te vuelves loco.

—Tú a lo mejor puedes hacerlo en tu despacho de arquitectura, pero yo no. Te pondré un ejemplo: soy una persona que adora la soledad. No se trata de nada filosófico, no. Me refiero a que sé cómo organizarme la vida sin compañía de una manera cómoda, práctica, agradable. Pues bien, esta noche me has encontrado aquí porque he sido incapaz de entrar en mi casa. No hubiera soportado quedarme leyendo un libro o escuchando música, necesitaba saber que había alguien cerca de mí. Este bar es mi compañía humana esta noche.

—Pero siendo policía ya deberías estar vacunada contra la maldad. En cierto modo, forma parte de tu vida.

—¿Tú qué eres?, ¿una especie de Superman en pantuflas? ¿Quieres explicarme cómo coño se vacuna uno contra esto?

Rebusqué en mi bolso, saqué la fotografía ignominiosa y la puse frente a él. Artigas concentró la mirada y rápidamente su rostro reflejó algo parecido al impacto de un puñetazo. La aparté, dándome cuenta de que aquel acto impulsivo había sido imperdonable. Nos quedamos ambos acodados en la barra, sin mirarnos, bebiendo.

—Lo siento —dije al fin—. No deberías haber visto esa foto, es una prueba pericial.

—Comprendo que estar investigando algo así resulta demoledor. ¿Tiene algo que ver con el caso que llevas?

—No directamente, pero toda la basura procede del mismo cubo.

—Realmente terrible.

—Bueno, siento haberte estropeado la noche. No te merecías un numerito como éste. He bebido demasiado y lo único que puedo hacer ahora es irme a casa a dormir. Déjame que por lo menos pague yo las copas.

Salimos juntos, y ambos acusamos la humedad inclemente de la noche arrebujándonos en nuestra ropa. Yo sentía la cabeza bastante cargada de alcohol, y no tenía mucha seguridad al andar. Le tendí la mano para estrechársela. Sonrió:

—¿Puedo acompañarte a tu casa?

—Estoy bebida pero no tanto.

—No lo digo por eso; me apetece caminar.

Le dejé que viniera conmigo y avanzamos unos minutos en silencio.

—Ya hemos llegado —dije.

—La casa con posibilidades de reforma.

—Tiene más oportunidades que su dueña. A mí ya no hay quien me reforme.

—Un buen arquitecto hace proyectos increíbles.

Lo miré sin entender con qué intención había dicho aquello. Pero daba igual, había sido un encuentro tan surrealista que no merecía la pena encontrarle sentido al final. Le di la espalda para abrir la puerta y volví a oír su voz:

—Petra, ¿hay un sofá cómodo en tu casa?

Asentí con la mayor normalidad.

—¿Por qué no me dejas dormir esta noche en él? La verdad es que estoy en un apartamento provisional que no me parece que tenga nada que ver conmigo.

—Como quieras; pero te digo lo que no incluye la invitación: no voy a tomar ninguna copa más, ni tengo ganas de seguir charlando.

—Perfecto, yo también estoy cansado.

—Te daré un edredón y una almohada, nada más. Tengo una habitación para invitados, pero no me apetece hacerte la cama.

—Prefiero el sofá.

—Y otra cosa: voy a dejarte un despertador. Lo pones a las siete, te levantas y te marchas. No lo tomes a mal, pero no estoy segura de que mañana por la mañana me apetezca ver a nadie antes de salir de casa. ¿De acuerdo?

—Trato hecho.

Entramos. Comprobé de reojo que miraba la sala con atención. Fui a buscar la ropa de cama prometida. Se la di.

—Allí hay un lavabo, y aquella puerta es la de la cocina. Si te apetece comer o beber algo a medianoche, hazlo con absoluta libertad. Buenas noches.

—Buenas noches.

Empecé a subir despacio hacia mi dormitorio. Él se quitaba el abrigo. De pronto, me llamó:

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