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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Nido vacío (5 page)

—¿Ha venido a mi despacho para preguntarme eso? Le recuerdo que quien estaba jodido era usted. Además, ya estoy hasta las narices de que este sitio parezca un consultorio sentimental.

—¡Hala, ya me la he cargado sin comerlo ni beberlo! Con ese humor que se gasta será mejor que no la acompañe a ninguna parte, a no ser que me lo ordene.

—Hoy soy incapaz hasta de ordenar mi armario. Puede marcharse, Garzón.

¿Cuántos años llevábamos colaborando el subinspector y yo? Un montón ya, y sin embargo, seguíamos enzarzándonos en refriegas incruentas pero ruidosas. ¡Qué cansancio que todos seamos como somos hasta el final de los días! Uno no se daría cuenta de su propio inmovilismo a no ser que se viera reflejado en el espejo ajeno. Por eso es tan funesto el matrimonio, un testigo a tu lado, permanente e indiscreto. Aunque a pesar de eso, me gustaba trabajar con Garzón; pensar en otro compañero me producía un desasosiego de origen indeterminado. Éramos amigos, nos entendíamos bien en cuestiones de investigación, tolerábamos recíprocamente nuestras manías y compartíamos un parecido sentido del humor. Con menos de la mitad de esas circunstancias, un noventa por ciento de las parejas casadas serían dichosas. En cualquier caso, no era el momento de cantar las excelencias de nuestra simbiosis policial; por culpa de un absurdo desacuerdo, iría yo sola a aquella extraña identificación infantil. Y tal labor no me apetecía nada por dos motivos: primero, porque no sabía cuáles eran las formalidades exactas, y segundo, porque dudaba de que sirviera para algo. Un panorama poco prometedor.

Marina iba de la mano de su padre cuando llegó. Tenía bien abiertos aquellos ojos enormes y perturbadores que me llamaron la atención desde que la conocí. Estaba seria, como siempre, y su cara de responsable concentración formaba un contraste llamativo con la sonrisa abierta de su padre. Artigas vestía otra vez de modo informal, con pantalones de pana y americana de espiguilla. Creí comprender que él era la parte abierta y progresista del matrimonio, mientras que su esposa representaba un orden más conservador. Les propuse que tomáramos café en un bar antes de entrar en el centro El Roure.

—¿Ha tenido mucha dificultad para venir?

Artigas asintió con gesto grave e hizo una ligera seña hacia la niña, indicándome que no daría explicaciones frente a ella. Imaginé que debía de haberse generado un pequeño drama conyugal. Le sonreí a Marina.

—Bueno, ahora te toca actuar a ti. ¿Sabes lo que tienes que hacer?

—Sí, mirar fotos de niñas para ver si está la que te robó la pistola.

—Exactamente, eso es. Pero quiero que lo hagas sin ningún miedo. Si no la encuentras entre las fotos o si no estás completamente segura de que es ella, mejor que lo digas. No pasa nada. Esa niña quizá no está en la lista. ¿Me entiendes?

—Sí. ¿Le vais a hacer algo si la encontráis?

—No, desde luego que no. Sólo vamos a impedir que se haga daño con la pistola o que se lo haga sin querer a otras personas. Tú te das cuenta de que una niña no puede tener una pistola, ¿verdad?

—Sí.

—Pues de eso se trata. Le diremos que nos la dé y ya está.

—¿Y qué le pasará?

—Nada malo; al contrario, si no tiene padres ni casa, entonces le buscaremos una, para que alguien la cuide y sea más feliz.

Asentía, pero yo era incapaz de leer cuáles eran sus pensamientos bajo la lisa piel de su impenetrable rostro. Al salir del bar se entretuvo mirando una máquina de juego. Aproveché para interrogar a su padre:

—¿Siempre es tan formal?

—Sí, es seria. Pero también juega y se ríe. Supongo que todo esto la impresiona.

—Lo siento, señor Artigas. Si no hubiera sido necesario...

—No se preocupe, tiene que aprender a ser responsable. Lo hará bien, ya verá.

La directora del centro me cayó peor que la vez anterior. Llevaba el pelo recién arreglado en la peluquería y sonreía de manera artificial. En cuanto vio a Marina se dirigió a ella con entonación meliflua, como si fuera una especie de oso de peluche. La niña debía de estar acostumbrada a que le hablaran así, porque la observaba con cierta condescendencia. Le explicó poco más o menos lo mismo que yo, pero con una pobreza de vocabulario y un recurso a la comparación ridícula francamente alarmantes. Por fin la puso delante de un ordenador y, siempre con expresiones infantiloides, le preguntó:

—Sabes usar el ordenador, ¿verdad, cariño?

Marina le regaló uno de sus monosílabos afirmativos, categóricos y lapidarios, al tiempo que cogía el ratón con la misma destreza que un tahúr del Mississippi hubiera jugado un as. Sin el menor titubeo, demostró no tener problemas para que frente a ella fueran apareciendo las fichas de las niñas que habían estado o estaban aún acogidas en El Roure. La directora especificó que había seleccionado a niñas de ocho a once años para tener un buen margen de error. Por fin salió del despacho y nos dejó solos.

—¿Necesitas ayuda? —le preguntó Artigas a su hija.

—No. Ya sé.

—Estamos ahí al lado. Si quieres algo, avísanos.

Pasamos a una pequeña antesala donde había silloncitos de espera. Artigas señaló un cenicero sobre una mesita.

—¿Cree que se podrá fumar?

—Yo que usted, fumaría antes de que llegara la directora, parece dulce con los niños pero severa con los adultos. De hecho, creo que me añadiré a la idea.

Me invitó y dimos las primeras e intensas caladas en silencio. Me volví hacia él:

—¿Usted cree que es conveniente dejarla sola durante la identificación?

—¿A Marina? Sí, es muy madura. Ella sabe para qué está aquí y lo hará bien.

—No quisiera que me considerara una cotilla, pero ¿ha tenido muchos problemas con su esposa para que le permitiera traerla?

—Sí, y no me diga que lo siente, por favor, abandonemos un trato tan formal. Mi mujer se ha enfadado bastante. Ya se le pasará. Me dijo que había estado casada un par de veces; de modo que ya sabe cómo funcionan estas cosas.

—Sí, lo sé.

—Ahora soy yo quien no quisiera parecer entrometido, pero ¿puedo preguntarle si el hecho de ser policía influyó en sus separaciones?

—Es posible, no lo sé. Si quiere que le diga la verdad, al principio de un divorcio siempre crees saber los porqués; pero cuando pasa más tiempo y miras hacia atrás, las razones se desdibujan y la única sensación que tienes es una gran incredulidad, te parece raro pensar que alguna vez estuviste casada con aquel hombre.

Se rió. Me miró con simpatía. Reflexionó un momento. Sin venir a cuento, dije:

—Yo adoro la soledad.

—Nadie adora la soledad, inspectora.

—Porque idealizamos el estar en compañía; pero ni el matrimonio es una panacea contra ella, ni estar solo es tan dramático.

—Supongo que en eso lleva razón.

Me quedé un poco parada al comprobar que se había puesto taciturno. Intenté salir de aquella extraña situación:

—¿No le parece que esta conversación es poco apropiada para este lugar?

—Cuando les diga a mis amigos que he estado charlando sobre sentimientos con una inspectora de policía no me van a creer.

—Sólo con que diga que ha estado charlando con una policía ya no le creerán. Usted no debe de conocer a muchos policías, ¿verdad?

—No están en el círculo de mi profesión.

—Ni de sus amistades.

Recapacitó y me miró con cara de susto:

—En ningún caso he querido decir que con un policía no se pueda hablar de cualquier cosa. No me malinterprete, por favor.

—No me haga caso, bromeaba; el oficio de policía se presta a bromear.

Por el rabillo del ojo vi que Marina estaba de pie en la puerta, mirándonos. No sé decir el motivo, pero me asusté.

—Ya la he encontrado —dijo la niña.

Tanto su padre como yo nos quedamos inertes, como si no supiéramos a qué se refería. Tras un segundo de paralización, me levanté como un rayo. Le puse la mano en el hombro y entramos en el despacho. Miré la pantalla del ordenador y allí había una foto de una niña morena, con el cabello liso, grandes ojos negros y aspecto decidido.

—Es ésta.

—¿Estás segura?

—Sí.

—¿Es la que viste en el centro comercial?

—Sí.

—Pero ésta parece más pequeña.

Se encogió de hombros. Me senté frente al ordenador e intenté abrir la ficha, pero no fui capaz de hacerlo. Llamé a la directora. Vino y se quedó mirando la imagen. Intentaba recordar.

—Sí, claro, la niña misteriosa. Estuvo aquí hace aproximadamente un año y medio. Déjeme ver.

Abrió la ficha utilizando una clave.

—En efecto, aquí está. Poco más de un año. La encontró la... —Se calló, miró a Marina y le sonrió con aquel rictus casi nervioso que quería indicar cariño—. Bonita, ¿puedes salir un momento a la sala de espera? Hay cuentos y cómics en el revistero. En seguida irá tu papá.

Marina obedeció como una autómata. La directora nos miró cargada de prudencia y amor a la infancia. Se explicó de modo innecesario:

—Es preferible que la pequeña no oiga estas cosas. Como les decía, a esta niña la encontró la policía en la calle. Hablaba en rumano, pero no tenía familia ni hermanos, nadie.

—¿Eso es posible, y cómo llegó hasta aquí?

—No lo sabemos. No es el primer caso ni será el último. Los abandonan, o vienen solos en alguna expedición de ilegales, o sus padres se mueren, regresan a su país sin ellos... ¡Quién puede saberlo! Viven en la calle, a salto de mata, hasta que alguna vez la policía los ve solos y los traen aquí. Sólo dijo su nombre: Delia, después nunca quiso volver a hablar.

—¿Qué pasó con ella?

—Se escapó. Un viernes los llevamos de visita a un museo y debió de escabullirse, nadie sabe de qué manera. No nos extrañó. Era una chica díscola, salvaje, a la que no podíamos meter en vereda. Pasó aquí poco más de dos meses y no habló ni se relacionó con otros niños, ni quiso saber nada de integrarse en nuestro centro. Un caso perdido, muy especial, no crean que todos son así.

—¿Qué edad tenía cuando sucedió todo eso?

—El equipo médico le calculó siete u ocho años.

—Todo puede coincidir con la niña que busco. Ahora debe de tener nueve o diez.

—Por desgracia, no podemos ayudarlos a todos. Hay algunos casos extremos, y Delia era uno de ellos.

Como Artigas vio que yo no pensaba contestar a semejante corrección política, se apresuró a hacerlo por mí:

—Claro, es comprensible.

Le preguntamos a Marina, sentada muy tranquila en un silloncito, si quería ver la foto de nuevo, pero dijo que no.

—No hace falta. Es la niña que corría con el bolso.

Caminamos en silencio por el jardín bellamente plantado de tulipanes hasta nuestros coches. De pronto, la pequeña preguntó:

—¿Por qué no quería hablar?

—¿Has estado escuchando?

—No, se oía todo sin escuchar.

Me di cuenta de que también habría oído la conversación entre su padre y yo y me sentí un tanto violenta. Nos dimos la mano. Besé a Marina.

—Lo has hecho muy bien, Marina, muy bien. Porque estás segura de que era ella, ¿verdad?

—Sí.

Sus grandes ojos de lechuza albina me miraron con reproche. Intenté enmendar mi escepticismo reticente:

—Estoy convencida de eso.

Y era verdad, ¡qué demonio!, aquella mocosa era un valor fiable, definitivo. Si con el tiempo se convertía en asesora de inversiones, yo depositaría en sus manos todos mis ahorros.

Esperaba que a Garzón se le hubiera pasado el enfado, porque sin su ayuda no iba a salir de aquel desgraciado atolladero. Me miró de modo autosuficiente y perdonavidas cuando le pregunté:

—¿Quién lleva los asuntos de infancia en esta casa de putas?

—¿Como objeto de crimen organizado o como objeto de delito común? Porque, teóricamente, la infancia sólo es objeto de delito, ellos nunca delinquen.

—¿Quién trata con niños, subinspector?; vamos, si decirlo no constituye crimen de alta traición. Necesito saber quién recogió a cierta niña rumana de la calle.

—¿Tiene el nombre de esa niña?

—No.

—Pues échele un galgo. Los temas de niños en seguida pasan a la Fiscalía de Menores y nuestra obligación es fingir que no sabemos de qué va. Es un tema espinoso.

—¿Puede ponerme alguna dificultad más antes de soltar quién entiende de ese asunto?

—El inspector Machado, Juan Machado, se ha metido a veces en esos jardines. Nadie sabe de críos más que él.

—Entonces no sé qué coño estamos haciendo aquí.

Me miró con sorna.

—¿Sabe por qué me gusta trabajar con usted, inspectora?

—No caigo.

—Porque no añoraré el servicio cuando me den la jubilación.

2

Juan Machado no se parecía al poeta de Sevilla; en realidad, era la antítesis de cualquier poeta, incluidos los malditos. Tenía bastante edad, pinta casposa, y llevaba una americana de cuadros escoceses de las que se necesita mucha valentía o tragos de whisky para comprar. Le encantó que le consultara como si fuera una autoridad en la materia, eso sigue siendo algo que produce satisfacción entre colegas.

—¡Jo, Petra!, ¿qué me dices, esa peque te mangó la pistola? Te diría que no me lo puedo creer, pero me lo creo. Todos esos críos son unos hijos de mala madre, y cada vez se van envalentonando más. ¡Como no puedes tocarles ni un pelo de la ropa...! Estoy hasta las bolas de recibir denuncias.

—Pero los lleváis a la Fiscalía, ¿no?

—Sí, cuando los pescamos. Si no tienen familia o la familia está muy desestructurada, como dicen ahora, los llevan a una casa de acogida y los más bordes se las piran cuando quieren y vuelven a la calle. Piensa que esas casas no son seguras como los correccionales donde encierran a los adolescentes. Es un mal plan. Hay veces que ya no hacemos ni caso, la verdad, si se quedan en la calle, pues ahí están bien. Con todo el curro que tenemos, sólo nos falta ir haciendo de Mary Poppins. Si es que hasta muchos días hay una panda de criaturitas delante de la comisaría, como en plan de provocación.

—¿Qué delitos investigáis con menores como víctimas?

—Las redes de adopción, que en realidad son de venta de niños, y la pornografía infantil. Las redes de ventas de órganos han armado mucho follón, pero la verdad es que no tenemos constancia de que actúen en España.

—No te envidio el trabajo, Machado.

—No me lo envidies, no. Es desagradable de cojones. Ya te enseñaré las fotos que interceptamos el año pasado por internet. Porno duro con escolares, una auténtica aberración.

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