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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Nido vacío (2 page)

—¡Ah, no!, yo no puedo hacer eso.

—¿Por qué?

—No estoy autorizada. A sus padres no les gustaría.

—Entonces os acompañaré hasta su casa y hablaré con ellos.

—No, no, ni hablar. No están, sus padres están de viaje.

Se había agitado visiblemente y mentía. Miré a la niña:

—¿Tú sabes tu dirección?

—Calle Anglí, 23, ático.

—¿Están tus padres en casa?

—No llegan hasta las diez, pero no se han marchado a ningún viaje.

—Bien, entonces mañana iré un momento a hablar con ellos y les contaré lo que ha pasado. ¿De acuerdo?

—Oiga, señora, la niña ya le ha dado el bolso, no puede hacer mucho más. Si les dice algo a sus padres, se asustarán y...

—No soy una señora, soy policía. Quizá en algún momento esta niña tenga que hacer una identificación. En cualquier caso sus padres deben estar al tanto de lo que ha ocurrido.

—Pero es que...

—¿Cuál es el problema? ¿Ellos no saben que estabais aquí?

Hubo silencio total por ambas partes. Pregunté a Marina:

—¿Dónde creen tus padres que estáis?

La niña no lo dudó ni un instante. Comprendí que sólo hablaba cuando se le preguntaba y que entonces decía siempre la verdad, desnuda y contundente.

—En el teatro Regina, viendo una obra infantil —respondió.

—¡Joder! —exclamó la canguro por segunda vez en la tarde.

—Bueno, pues habrá que decirles que paseabais por el centro comercial.

—Lo hacemos todos los sábados que ellos tienen trabajo. Alquilamos películas de vídeo —aclaró Marina.

—¡Es que el teatro infantil es un palo, compréndalo! Aquí la niña se entretiene mejor. Y total, ¿qué más da?

Sin hacer ningún comentario, fui a pagar los refrescos que habíamos bebido. A mi vuelta, Marina habló al fin por iniciativa propia.

—¿Eres policía? —preguntó.

—Exacto.

—¿Matas a gente?

—La policía no está para matar gente.

—En las películas que nosotras vemos, sí.

—¡Joder! —soltó Loli, demostrando su nula imaginación.

—Si esas películas te enseñan que la policía mata gente, no deberías verlas.

—También he aprendido a decir
fuck
.

—Oiga, inspectora, hemos visto alguna de Tarantino en versión original, pero también alquilo películas de dibujos animados, no se vaya a creer.

Sonreí. Me agaché hasta que mi cara estuvo a la altura de la de Marina, que seguía seria e impertérrita.

—Yo no voy a matar a nadie, ¿sabes, Marina?

—Como ya no tienes pistola...

—Ni aun cuando la tengo mato a nadie. La policía no sirve para matar.

—Ya lo sé.

—Estoy segura de que lo sabes; eres una chica muy inteligente y te agradezco que me hayas ayudado.

—¿Vendrás a mi casa?

—No lo sé. Si no voy yo, alguien irá. Tú no te preocupes.

Negó con la cabeza. Era linda y me había ayudado, aunque su ayuda no iba a impedir que otra niña aproximadamente de su edad se paseara en aquellos momentos por Barcelona armada con mi pistola. Deseé que ésta no hubiera visto muchas películas de Tarantino.

Cuando llegué el lunes a comisaría me esperaba una escena insólita al abrir la puerta de mi despacho. Garzón, Yolanda y otra joven policía se reían a mandíbula batiente formando un considerable jaleo. Al verme introdujeron una breve pausa en su contento, pero éste parecía ser tan poderoso que reanudaron las carcajadas sin poder contenerse.

—¡Vaya!, ¿me he perdido algo? —dije, no sin cierta acritud.

Garzón, con los ojos lagrimeantes y la panza aún en pleno bamboleo, hizo de jocoso portavoz:

—Disculpe, Petra, pero es que las chicas estaban contándome una cosa que...

—Ya veo. ¿Y puedo preguntar por qué tanta hilaridad se desata justamente en mi despacho?

—Pura casualidad, inspectora. Vine a dejarle estos expedientes, las chicas me vieron, y... Pero ya me marcho, tengo mucho trabajo.

Salió como un rayo: me conocía. Las llamadas «chicas» no tanto, porque se quedaron mirándome y dándome ocasión para decir:

—Y ustedes, ¿qué? ¿Piensan quedarse aquí toda la mañana sin pegar ni golpe?

Huyeron con cara de susto murmurando perdones. Los ataques de risa son propios de la juventud —pensé—; de la juventud y de ciertas mentes sin complejos, volví a pensar representándome a Garzón. Y sin embargo, dentro de unas horas, no sabía calcular cuántas, pero no muchas, toda la comisaría reiría así. Naturalmente, el motivo de la rechifla sería yo: «A Petra Delicado le han robado la pistola. ¡No!, pero ¿quién? Una niña. ¡No puede ser!, ¿y cómo? Mientras hacía pipí.» ¡Fastuoso! Si no andábamos con cuidado, era un tema que incluso podría interesar a los periódicos: «A una inspectora de policía le roba su arma reglamentaria una niña de corta edad mientras usaba el lavabo de un centro comercial.» Con suerte, no se mencionaría mi nombre, porque en realidad daba igual, fuera quien fuese el policía, lo importante era subrayar hasta qué punto hace falta ser gilipollas para que te roben la pistola de ese modo. En fin, no iba a dejarme atrapar por el sentido del ridículo que atenaza a todo español. Al contrario, entraría en el despacho de Coronas y le contaría el caso como una experiencia extraña pero casual, como quien ha avistado un ovni en un descampado.

Coronas me escuchó con atención, sin abrir la boca, sin moverse. Mi relato fue perdiendo aliento enérgico mientras se desarrollaba. Me faltaba cuajo para hacerlo aparecer como algo impensado que puede sucederle a cualquiera. Debí de ponerme de hecho bastante trágica, porque el comisario, al final compadecido, exclamó suavemente:

—No se altere, Petra, son cosas que pasan. —Acto seguido, y quizá comprendiendo la magnitud de la historia o volviendo a su verdadera naturaleza de jefe en acto de servicio, añadió—: ¡Pero tiene cojones, la cosa! Debería haber sido más prudente, pensarlo mejor.

Salí de mi imagen doliente para contestar más en mi estilo:

—¿A qué se refiere, señor? ¿Cree que debería haber considerado los aspectos arriesgados que comporta toda micción?

—¡No! —chilló—. Pero les tengo dicho a todas las agentes que no lleven la pistola en el bolso. ¡Mil veces lo he dicho, dos mil! O cartuchera o cinturón. Bueno, pues, ni puto caso. Ni usted ni ninguna de sus compañeras. Sólo conozco otro ser más cabezota, y también es mujer: me refiero a mi esposa. No quiero pensar que todas las señoras están cortadas por el mismo patrón.

No respondí. Lo agradeció. Se pasó la mano por la cara en un gesto desesperado y soltó un suspiro de tipo paternal.

—Bueno, vamos a ver, Petra. A lo hecho, pecho. Pasemos a analizar la cuestión. ¿Qué le parece a usted lo ocurrido?

—Pues me parece raro, señor. No hablo de que una niña ladrona sea algo extraordinario. Todos sabemos que hay ladrones por ahí que no se han quitado los pañales aún, pero el punto es: teniendo a su merced mi cartera, ¿por qué cogió la pistola?

—Ése es el punto, inspectora, y lo que me hace pensar.

—No puede descartarse que simplemente le llamara la atención. O que supiera que en el mundo del hampa una pistola se cotiza más que el dinero que yo pudiera llevar.

—Si es eso, entonces la niña de marras es una absoluta profesional de los bajos fondos.

—O hija de algún profesional.

—En cualquier caso, damos por bueno que encontrarse con su bolso fue algo fortuito, ¿de acuerdo?

—De lo contrario, señor, nos metemos en honduras para las que no tenemos ningún indicio. ¿Alguien, sabiendo que soy policía, hizo venir a la niña para que me robara la pistola? Demasiado complicado. Ese alguien no podía saber que yo iría al centro comercial, no es mi costumbre, ni que entraría en los lavabos con mi pistola en el bolso, ni que colocaría el bolso en el lugar diseñado para ello. No, esa niña es una raterilla con método propio que se ha encontrado con un arma por azar.

—El hecho de que la haya preferido al dinero no es tranquilizador. Debe de estar al servicio de alguien. O eso, o quiere prosperar.

—Hablamos de una niña.

—Lo sé, pero hoy en día los niños... ¿Quiere que le recuerde algún caso de asesinato de los que ponen los pelos de punta?

—No, gracias.

—Mire, Petra, dedíquese a buscar a esa niña. No deje lo que lleva entre manos, pero con un ojo en la niña, ¿de acuerdo? Que la ayude Garzón, sin abandonar su trabajo tampoco.

—Muy bien, señor.

—¿Qué va a hacer primero?

—Comprarme otra Glock.

—Perfecto. Cómprese también una bonita cartuchera de piel de serpiente. Yo se la regalo. A ver si con un toque coqueto conseguimos ponerlas de moda entre las damas del cuerpo policial.

Un día después, Garzón ya estaba al corriente del hurto, y no se lo había dicho yo. Vino hacia mí serio como la Muerte y me dijo como una declaración de fe:

—Ya he dejado claro que al primero que se ría le arreo dos hostias.

—Muchas gracias, Fermín. O sea, que lo sabe todo el mundo.

—En fin, inspectora, ya conoce usted el percal. Aquí los cotilleos revolotean como pájaros.

—Como cuervos, querrá decir. Pero no se preocupe, ya estoy resignada.

—Podría haber sido peor.

—¿Usted cree? Sí, podría haberme robado y encima violado un bebé de seis meses.

—¡No sea así, mujer! Todo se arreglará.

La frase «todo se arreglará», un comodín universal al uso, era tan imprecisa, tan banal en el fondo, que nada más oírla como elemento tranquilizador solía alterarme en grado sumo. Sin embargo, pronunciada por Garzón, adquiría un tinte de buena voluntad que no podía pasar por alto.

—Gracias, subinspector, no sé en qué puede consistir el arreglo, pero con no saber más de esa pistola ya me conformaría. Eso querría decir que no se ha hecho uso de ella, cosa que en estos momentos le aseguro que constituye mi obsesión.

—Es improbable. Seguro que se trata de una ladronzuela a la que le hizo ilusión ver la pistola y, de manera impulsiva, la cogió.

—¿Una ladronzuela de diez años?

—Pregunte al inspector Belmonte, él lleva un dossier general de los delincuentes juveniles. Ahí tiene que haber expedientes de niños. Lo que ocurre es que en seguida pasan a la tutela judicial, como no podemos hacer nada por emplumarlos... ¡Ah!, y si tiene que seguir con el tema infantil, prepárese, ya puede ir agenciándose un equipo de psicólogos. No se puede dar un paso sin ellos. Te los exigen hasta para decirle buenos días a un chaval. Piensan que sólo con ver a uno de la pasma ya se va a traumatizar de por vida.

—No me extraña, llevan cierta razón.

—Pero eso es presuponer que todos los niños son ángeles, y vive Dios que no lo son. Usted es testigo.

Tiré el bolígrafo sobre la mesa con auténtico malhumor.

—¡Joder, vaya complicación estúpida! Éramos pocos y parió la abuela, con la cantidad de cosas que tengo que hacer...

—No se preocupe. Aquí estoy yo para echarle una mano, y eso es garantía de éxito seguro.

A pesar de los buenos deseos de mi subalterno, no reí su gracia. Lo miré con cara de circunstancias:

—¿Y por dónde coño se supone que debemos empezar?

—Vamos a ver a Belmonte. Habrá alguna que otra foto que usted pueda inspeccionar.

—¡Pero si no le vi la cara! La única que la vio fue la otra niña. ¡Tendré que hablar con los padres para que me la presten!

—Pues según como vayan las cosas, lo tiene usted fatal. Los padres hoy en día protegen a sus hijos como si fueran estrellas de rock.

—Sí, y luego se desentienden de ellos y los mandan a pasear con una canguro descerebrada. Otra cosa que tenemos que hacer es preguntar a los responsables de seguridad del centro comercial. Es posible que se hayan producido otros robos con el mismo método que el mío.

—El «tirón sanitario» se podría llamar. La verdad es que tiene gracia, el truco; uno va al lavabo y...

Se echó a reír quedamente bajo el bigote. Me quedé mirándolo con una seriedad que pretendía helar la sangre.

—¿Le parece divertido, Fermín? Creí que iba a romperle la cara al primero que se desmandara burlándose de mí.

—Yo no me burlo de usted, inspectora, simplemente constato que es un sistema fuera de lo común.

—Me largo, no creo que pueda soportar una nueva constatación por su parte.

Si lo pensaba un poco no tenía más remedio que concluir que el subinspector llevaba razón: tiene su gracia que te roben el bolso en circunstancias tan humanas; y una gracia que supera lo meramente escatológico. Es como un modo de advertirte de que, por muy importantes que sean tus credenciales, nunca podrás dejar de cumplir con las míseras funciones que la fisiología impone y que son la esencia material de tu ser. Sin embargo, a mí aquella lección de humildad no me hacía maldita la falta. Más aún, me cogía en un momento de escasa vanidad personal. No estaba deprimida, pero veía cómo los últimos meses se habían desarrollado sin ningún caso importante que investigar y mi vida privada tampoco era como para lanzar cohetes. Tenía tranquilidad, cierto, y todo lo que la vida solitaria puede regalarle a una mujer de mi edad y talante: buenos libros, paz espiritual, una copita de tanto en tanto, ninguna responsabilidad familiar, amigos entrañables... Pero debía admitir de una vez por todas que yo no servía para la paz monacal absoluta. Me hacía falta un poco de movimiento, algún revés que me hiciera actuar, que galvanizara mis neuronas inyectándoles alguna ración extra de adrenalina. Soy contradictoria, lo sé, cuando la acción se dispara y me impide disfrutar de la calma, entonces protesto; y cuando logro vivir un tiempo sin que nada distorsione mi rutina, protesto también. Protesto y protesto sin saber nunca ante quién: ¿ante Dios, ante el destino, la mala suerte, la gente, la vida, el orden mundial? No lo sé; creo en tan pocas cosas que nunca encuentro tribunal al que apelar y siempre acabo cargando la responsabilidad sobre mí misma. Yo tengo la culpa, soy consciente; sobre todo porque últimamente creo saber en qué consiste la felicidad. La felicidad consiste en tener un buen carácter: sereno, equilibrado y humilde. Eso, mezclado a la carencia total de aspiraciones, arroja un cómputo infalible: no se es desgraciado, sinónimo más aproximado en este mundo perro de ser feliz. Pero yo carezco de tales virtudes, al menos al ciento por ciento y, sin embargo, me doy cuenta de que empiezo a tener una edad en la que debo aspirar a ser feliz, pero no una felicidad superficial, sino filosófica, acorde con mi modo de ver la vida. Dicho de otro modo, debo saber de una vez qué carajo quiero hacer con mi vida. Y ahí estoy, varada por completo: añorando los casos complicados cuando no se presentan, y cuando me ocupo de uno, deseando que me dejen a mi aire. Un follón. Claro que, fuera cual fuese la receta que pensaba escoger para llevar mi existencia a un estado ideal, en ningún caso pasaba porque una niña me robara la pistola en un lavabo público.

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