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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Nido vacío (4 page)

—Será difícil conseguir que los padres de mi testigo, también una menor, la autoricen a venir a este centro.

—No sé por qué no, así su pequeña testigo podrá comprobar que hay niños con poca suerte en la vida.

Tengo un amigo que siempre hace una afirmación categórica: «Las mujeres sois poco flexibles. Vuestra intransigencia da casi siempre al traste con cualquier tipo de negociación.» Exagera, naturalmente, pero parte de una base no demasiado desaforada. Una mujer en un puesto de responsabilidad tiene que haber aprendido a decir «no». Y la observadora de techos lo había aprendido a la perfección. Además, ¿qué podía yo ofrecerle como contrapartida en un acuerdo? Nada, manos vacías, y por si fuera poco, me presentaba ante ella con las credenciales de una mala profesional a quien le birlan el arma. No me fui de buen humor, y mientras transitaba por la calle, con zancadas demasiado rápidas y resueltas para ser de paseo, me percataba de que el malhumor es el primer eslabón de una cierta paranoia. Tenía la impresión de que los semáforos se cerraban a mi paso sólo por fastidiar, y si algún viandante se interponía en mi camino creía que formaba parte de un comando de peatones especialmente entrenado para jorobarme. Así, sorteando las sencillas pero mortificantes trampas que el destino me tendía, pude llegar a mi despacho más o menos de una pieza.

Me senté a pensar. Estaba en una tesitura que detesto: depender por completo de alguien. Si los Artigas se negaban a dejar que su hija hiciera un reconocimiento del archivo, entonces las pocas posibilidades que tenía de encontrar a la niña ladrona se esfumaban por completo. Y no parecía que la situación se presentara muy sencilla, al menos por parte de aquella Gorgona rubia que era la madre de Marina.

—¿Da usted su permiso, inspectora?

Yolanda me traía un montón de papeles. Los dejó frente a mí y esperó:

—El comisario quiere que se los lleve ahora mismo firmados.

Proferí un pequeño rugido por lo bajo que hizo a Yolanda mantenerse a la misma distancia que uno se mantiene de un perro conocido pero fiero. Cuando ya estaba casi acabando mi tarea, se atrevió a decir:

—Inspectora, ¿dónde va a comer a mediodía?

—Aún no lo he pensado, ¿por qué?

—Si le va bien la invito a La Jarra de Oro. Es que me gustaría comentar un par de cosas con usted.

—¿Del servicio?

Se puso un poco violenta, le subió el color a la cara.

—Bueno, del servicio...

Recordé que estaba de malhumor, pero justamente eso era quizá una razón para ir a comer con la joven.

—Está bien, espérame a las dos en La Jarra. Coge una mesa, y procura que sea de las del rincón; hay menos jaleo.

¿Qué tipo de conversación se puede mantener con una chica de veintitantos? Daba igual, era ella quien quería hablar conmigo. Escucharía, una cerveza doble no me vendría mal.

Yolanda no comía del modo inapetente y melindroso en que lo hacen muchas jóvenes. Al contrario, le daba a los garbanzos estofados con el ímpetu de un legionario. Pensé que no debía de tener muchos problemas, pero me equivocaba, en seguida encontró la manera de incidir en el tema que nos había llevado allí.

—Inspectora, ¿usted se acuerda de Ricard, verdad, su ex novio que yo heredé, por decirlo de alguna manera?

Bien, la cosa iba a ser interesante después de todo.

—Sí, ¿qué pasa con él?

—Hace un año que vivimos juntos.

—¡Ah, estupendo!, ¿y?

—Pues nada, es un hombre al que me resulta difícil entender.

—¿Por algún motivo especial?

—Está lleno de manías.

—Eso es típico de la gente que ya tenemos una cierta edad, te has hecho a unos hábitos y...

—No, no me refiero a que le molesta que deje abierta la pasta de dientes y todas esas cosas. Lo que sucede es que todo lo analiza.

—Es psiquiatra, Yolanda, me parece bastante normal.

—Me he expresado mal; lo que tiene no son manías, son neuras. Siempre está pensando en cómo es nuestra relación, si en su trabajo lo hace bien o mal, si es consecuente con su vida, si reacciona del modo adecuado... Y lo que pasa con eso, inspectora, es que no vive, sino que piensa siempre en el pasado y en el futuro. Y yo me pregunto, ¿por qué no se dedica a estar en el presente, en vivir cada día que amanece con tranquilidad? Encima, todo hay que hablarlo, estudiarlo... Resulta muy complicado para mí, la verdad.

—La gente de mi generación somos así, hace falta un auténtico libro para entendernos. Estamos llenos de contradicciones, de neuras, de complejos extraños. Creí que lo sabías.

Me miró con cara de auténtico estupor:

—Pues no.

—Ya te acostumbrarás.

Se quedó meditando un momento:

—Dice que ser policía es alienante, que debería ponerme a estudiar otra cosa. Y si le digo que a mí siempre me ha gustado eso de la ley y el orden, no hace ni caso. Me da libros para que lea, y cuando me ve con una novela de detectives le parece que pierdo el tiempo con basuras.

—Clásico síndrome de Pigmalión.

—¿Y eso qué es?

—Intentar transformar a una persona, ser su artífice, su nuevo creador, moldearla según unos patrones.

—Ya sé lo que quiere decir: hacerla culta y todo eso. ¿A usted qué le parece Pigmalión, inspectora?

—¿A mí? No sé, Yolanda, no sabría decirte.

—Sí sabe pero no quiere, y eso es justo porque no le parece bien que Ricard haga de Pigmalión. Pero dígame, inspectora Delicado, ¿yo qué puedo hacer? Nada, esperar a que se canse de querer cambiarme. Voy a intentar aceptarlo como es, aunque me fastidia, no crea, porque él también debería aceptarme como soy. Cada cual tiene una personalidad, que debes aceptar si hay amor.

De pronto aquel mundo de frases hechas me sepultó, dándome la impresión desagradable de una pringosa revista femenina que da consejos sentimentales a las jóvenes usuarias. No era el mejor día para tratar esas cuestiones.

—Yolanda, vuelve a comisaría y lleva estos documentos firmados al jefe, no le hagas esperar.

Se marchó, obediente y sumisa, pero obviamente reconcentrada en sus pensamientos amorosos. Intenté hacer yo lo propio en los laborales: pagué la cuenta, volví al despacho y fijé la vista en la serie de expedientes que aguardaban sobre la mesa: drogas, homicidios por reyertas callejeras... Un panorama poco estimulante. Dudaba de poder centrar mi atención en el trabajo diario hasta que hubiera recuperado mi pistola. Busqué la tarjeta de Marcos Artigas, que no había mirado aún. Era arquitecto. Todas mis esperanzas se concentraban ahora en él. Le llamé por teléfono. No pareció molestarle, tenía la voz risueña:

—Petra, ¿cómo está?

—Me temo que necesito su cooperación, señor Artigas. Le aseguro que si tuviera otro sistema no le molestaría a usted.

—No me molesta. ¿Quiere tomar un café conmigo? Ahora tengo una reunión, pero dentro de dos horas estaré libre. ¿Quiere que nos veamos cerca de mi despacho? Trabajo en la calle Tuset. Hay una cafetería que se llama La Oficina. La esperaré allí.

Era un hombre bastante especial. A la mayoría de la gente acomodada le revienta cualquier contacto con la policía porque, en el fondo, la consideran mucho más cutre que a los malhechores, que al menos tienen un halo romántico. Por no hablar del enorme proteccionismo que demuestran para con sus privilegiados cachorros. Hacía unos meses había visto a algunos compañeros detener a un joven de quince años que estaba como una cuba y se dedicaba a romper material urbano. Lo reprendieron civilizadamente y luego lo acompañaron a su casa, situada en una elegante urbanización de las afueras de Barcelona. Pues bien, los padres casi los echaron a patadas. Aquella visita, con devolución de hijo incluida, les pareció una violación de su intimidad. Pero Artigas era amable y educado, aunque no debía confiar demasiado en él: con mucha amabilidad y educación podía decirme que Marina no iba a ayudarme ni de broma.

Abrió una sonrisa de par en par. Se levantó de su silla en la cafetería y me indicó una a su lado. Pedí café.

—Petra Delicado. Es así, ¿verdad?

—¿Le parece un nombre horroroso?

—Ni mucho menos, no sé cómo pude equivocarme la primera vez. Es un nombre eufónico, con personalidad.

Sonreí. Marcos Artigas parecía no estar fingiendo su simpatía. Tampoco ésta era excesiva, la matizaba su cortesía, su discreción. Pero antes de decidir que era un tipo estupendo necesitaba vomitarle mi ponzoña y observar de qué modo reaccionaba.

—Señor Artigas, yo lo siento en el alma, pero necesito que Marina vea fotos de un archivo para identificar a la niña que robó mi pistola, y ese archivo no puede salir del centro de menores donde se encuentra, de modo que... Usted y su esposa deben darme una autorización.

—Me imaginaba algo así. Mi esposa... En fin, no creo que acceda. Se puso muy nerviosa con todo este asunto. Ha dejado de contratar a la canguro habitual. Ahora, cuando nosotros no estamos en casa, Marina se queda con Jacinta, una señora bastante mayor. La niña dice que se aburre, pero mi mujer está tranquila. Desde luego, con Jacinta no existe la menor posibilidad de que la lleve a ver películas de Tarantino.

—Me hago cargo. ¿Eso significa que puedo olvidarme de esa cooperación?

—¿Es necesario el permiso de ambos padres?

—No, con el de uno de ellos bastará.

—En ese caso, cuente con mi hija.

Esperaba hasta tal punto una negativa que oírle aquella afirmación me pareció mentira, incluso insistí:

—¿Está seguro?

—Sí.

—Le prometo que no tendrá de qué preocuparse. Aplicaremos a Marina la categoría de testigo protegido.

—¿Eso significa que corre algún riesgo?

—En absoluto. Significa que su nombre no figurará en ninguna parte, ni siquiera si se abre un expediente judicial.

—Perfecto. ¿Cómo quedamos? Cuanto antes lo hagamos, mejor.

—Mañana, a la hora que usted me diga.

—A las seis de la tarde. Marina ya habrá vuelto del colegio y yo adelantaré la hora de salida de mi trabajo.

Le di la dirección del centro El Roure. Nunca había conseguido nada con tanta facilidad. Íbamos ya a levantarnos cuando le pregunté:

—¿Puede decirme por qué lo hace? Negarse era más fácil para usted.

Sonrió, se arrellanó de nuevo en el asiento, suspiró profundamente.

—Verá, en principio se supone que ambos padres tienen una filosofía común para educar a sus hijos; pero, por desgracia, en nuestro caso no es así. Laura quiere proteger a Marina en exceso, mostrarle sólo una parte del mundo cómoda y amable. Pero la vida no es así, ni la realidad acaba en las paredes de tu bonita casa. Yo quiero que la niña conozca las cosas tal y como son, hermosas o feas, y que las acepte con naturalidad. Ha sido testigo de un robo, pues no pasa nada porque intente reconocer a otra niña y comprender que lo hace por su propio bien. Cuando crezca y sea una ciudadana, ésa será su obligación, ¿no es cierto?

—No me levanto y aplaudo para no alborotar, pero es lo que me apetece, se lo aseguro.

Se echó a reír, mostrando unos dientes regulares y blancos.

—Espero que no haya ninguna intención irónica en su entusiasmo.

—No la hay.

Le tendí la mano y él la estrechó con franqueza. Pensé que con hombres como él ejercer de ser humano resultaba más fácil, pero no se lo dije, eso le habría parecido extemporáneo.

A la mañana siguiente le pregunté a Garzón si quería acompañarme al reconocimiento.

—Así le veo un rato. Hace semanas que no tomamos juntos ni un café.

—Ando jodido, inspectora.

—¿De dinero, trabajo o amor? Porque de salud no creo, tiene usted buen aspecto.

—Afortunadamente estoy como un toro. Eso es lo único que no me falla, lo demás...

—Desde que lo conozco no ha parado nunca de quejarse, Fermín. ¿Será verdad que es usted desgraciado?

—Desgraciado, no, pero tampoco feliz.

—Nadie es feliz, no me joda. ¿Qué le falta o qué le sobra?

—Me falta dinero, como a todo el mundo. Me sobra trabajo, y en cuanto al amor... Pues no estoy seguro de si me falta o me sobra, sinceramente se lo digo.

—No le entiendo muy bien.

—No me entiende porque yo no me explico con claridad, pero no pasa nada, inspectora, no vaya usted a alarmarse. Lo que ocurre es que ustedes las mujeres tienen ideas fijas desde tiempos inmemoriales y no hay quien las saque de ahí.

—¿Eso qué es, un acertijo, una máxima confuciana, el principio de un culebrón? ¿Se supone que ahora está explicándose con claridad?

—Si se lo va a tomar a guasa, mejor me callo.

—Venga, hombre, no se mosquee. Pero es que los encabezamientos que nos afectan a todas las mujeres en bloque suelen ponerme un tanto en guardia, ya lo sabe desde hace años.

—De sobras lo sé. Pero no me negará que la manía de casarse ha sido siempre algo muy femenino.

—¿Beatriz quiere casarse?

—Le ha dado por ahí. Y expone buenas razones, no crea. Dice que ya llevamos mucho tiempo como amantes, que nos avenimos, que vivir juntos sería más práctico ahora que nos hacemos mayores, que tendríamos más compañía, un hogar...

—Bien mirado... Claro que para vivir juntos no hace falta casarse.

—Sí, pero ella dice que no se ha casado nunca y que le hace ilusión.

—Pues le juro que ésa es la única razón válida para mí. Si le hace ilusión, es muy comprensible que quiera hacerlo.

—A mí también me hace ilusión volar en globo.

—No sea tan cateto. ¿Qué más le da casarse o seguir viudo?

—¡Usted ha sido quien me ha inculcado la aversión por el matrimonio!

—Pero yo me he divorciado dos veces, en cambio, usted es prácticamente virgen en asuntos matrimoniales.

—¡Y una leche! Yo he tenido un solo matrimonio, pero muy largo, de modo que sé lo que significa casarse. Significa: papeles, obligaciones, convivir todo el tiempo, dar explicaciones para todo... Por supuesto que sé lo que significa casarse, inspectora: «¿Dónde has dejado las llaves?», «ponte el jersey, que hace frío», «no fumes, que te hace daño», «no comas, que te engorda», «no bebas, que tienes que conducir», y... Francamente no me encuentro muy convencido de querer sufrir tanto.

—Lo del jersey y las llaves tiene sus contrapartidas. Alguien te anima cuando llevas mala racha, puedes comentar aquello maravilloso que te acaba de suceder, en las noches largas oyes una respiración a tu lado...

—Y si tan estupendo le parece, ¿por qué no ha vuelto a casarse, eh?, deme una buena respuesta.

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