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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Nido vacío (29 page)

—¿Crees que ha sido un encuentro como para celebrarlo?

—Bueno, no ha estado mal.

Cuando regresé con la bebida y un par de copas no me extrañó ver a Marcos en mi propia cama. No, a mi cama le sentaba bien, había tenido figuras decorativas mucho menos adaptables.

Bebimos con la espalda pegada al cabecero. Estaba delicioso. Un digno colofón para la sopa Frankenstein que había elaborado. Sentí ganas de saber algo más de él.

—¿Por qué no sigues contándome cómo eres?

—¡Bah, ya lo verás!

—A lo mejor decido no verlo después de escucharte.

—No hay mucho que contar. Soy tranquilo, cerebral, me gusta la música clásica, la lectura. Practico deporte pero sin abusar. Creo en el amor, en la amistad. La vida no me ha tratado mal, pero trabajo bastante para que así sea... Soy lo que denominaríamos un individuo vulgar.

—A mí no me parece que un tipo tan equilibrado como tú sea vulgar. Puedo asegurarte que no hay muchos. He tenido maridos, amantes y amigos... Y no recuerdo a muchos tranquilos y cerebrales.

—Escogías muy mal; conmigo has afinado más la puntería. Me pregunto en cuál de las tres categorías me quedaré. Si en marido, en amante o en amigo.

—No creo que eso te quite el sueño.

—A lo mejor te equivocas.

Lo miré con seriedad. Ya que todo iba tan bien, no era aconsejable dejar que las cosas se desmandaran.

—Marcos, ¿tú no te das cuenta de las razones por las que estamos juntos?

—Las razones van apareciendo, y cada vez me parecen de más peso.

—No, vamos a ver, ya que eres tan cerebral, no idealicemos las situaciones. Tú estás saliendo de tu segunda separación. No es un secreto para nadie que eso crea una cierta... bueno, una cierta sensibilidad especial y propensión a la búsqueda de consuelo. En cuanto a mí, pues he de decirte que también me encuentro en un momento un poco delicado. Llevo uno de los casos más desagradables de mi vida profesional, que empezó con el robo de mi pistola y... bueno, los resultados de la investigación no son precisamente brillantes.

—Dicho de otra manera, yo sufro el típico síndrome del separado y tú el de la frustración laboral. ¿Te parece correcta esa definición?

—No, simplifica demasiado.

—¿Qué matices le añadirías?

—Nos gustamos. Estamos bien juntos, nos proporcionamos mutua paz... Y mutuo placer. Pero de ahí a pensar...

—De acuerdo —me interrumpió—. No pensemos, pero tampoco pensemos en lo peor: somos un mero ligue de circunstancias que se deshará el día menos pensado. Te propongo que dejemos fluir las cosas.

—Sí, pero se presentarán escollos.

—¿Como por ejemplo?

—Si te quedas esta noche a dormir o no.

—¡Coño!, ese escollo estaba ahí mismo, a la vuelta de la esquina.

—¿Y qué me dices de él?

—Lo mismo que ya te he dicho: dejemos las cosas fluir.

Aquella noche se quedó a dormir. Las cosas fluyeron como debían: lentas y relajadas en algunos momentos y pasionalmente arrebatadas en otros. El sueño fue reparador. Cuando me desperté a su lado por la mañana no tuve ganas de que desapareciera. La corriente discurría con apacibilidad.

10

Garzón y yo seguimos yendo de putas sin parar. La lista de Pedro Móstoles parecía no tener fin. Pero, según él, eran locales perfectamente seleccionados en los que cabía la posibilidad de que supieran algo de una inmigrante sin papeles esclavizada por una mafia. Que hubiera tantas mujeres que, sufriendo de pobreza, emigraran y se dedicaran a la prostitución me parecía lamentable aunque normal. Lo que no podía concebir es que aquella legión femenina encontrara clientes. ¿Tantos hombres empleaban sus servicios? ¿No era aquello propio de un país tercermundista? Móstoles me sacaba de dudas, lleno de datos y estadísticas. «Nada de eso. Sin ir más lejos, Luxemburgo importa putas más que cualquier otro sitio. Y ya ves lo que hay allí: organismos de la Comunidad Europea y bancos. Es decir, ejecutivos de nivel y gente con pasta. Nada de atraso, querida Petra, lo que prima es la concupiscencia.» Le parecía gracioso, encima. Pero yo seguía sin entender cómo tal cantidad de zánganos acudían a las colmenas en busca de amor pagado, ¡y algunos a las cuatro de la tarde! «Ésos son los casados... —continuaba instruyéndome mi compañero—. Salen un rato antes del trabajo con cualquier excusa y se toman la hora del café libre. Según dicen las «
madames
», la mayor parte de las veces beben una copa con las chicas y ya está. Supongo que conversarán.» Conversaciones filosóficas, pensé. Garzón estaba encantado porque confundía extrañeza con escándalo.

—Se está volviendo muy puritana, Petra.

—No creo que sea divertido que existan putas. Y dudo de que haya muchas putas ricas.

Por supuesto, mi compañero no intentaba convencerme de los beneficios del comercio carnal, pero le divertía tomarme el pelo. Un buen día me cansé y creí que había llegado el momento de pagarle con la misma moneda. ¿Cuál podía ser su punto flaco aparte de los habituales? Tuve mis reparos pero finalmente me lancé. Una tarde me comunicó que no podía acompañarme al par de clubes que debíamos visitar porque tenía que ocuparse de un asunto personal.

—¿Va usted a elegir las cortinitas de su nuevo hogar?

¡Dios, si hubiera calibrado cuál iba a ser su reacción, me hubiera privado por completo! Me traspasó de una ojeada intensa pero desdeñosa y dijo, sofocando su furia:

—Ya me parecía a mí que tardaba demasiado en pegarme alguna dentellada con lo del casorio. Pero quiero que sepa que a donde voy es al oculista. Necesito una nueva graduación. Eso es todo, inspectora, ya ve.

—Tampoco es para tanto, Fermín, parece que le hayan diagnosticado un glaucoma. Además, a todos los novios se les gastan bromas antes de su boda, y no veo por qué usted tiene que ser diferente.

—Adiós, inspectora.

Salió dignamente, imitando a Boabdil el último día del califato. Me encogí de hombros, no tenía la más mínima intención de tomar su matrimonio como si se tratara de una enfermedad mortal a la que no es comedido aludir. Se trataba de algo gozoso, y convertirlo en un velatorio constituía un error garrafal. Ni hablar, se declaraba levantada la veda. Embromar a los futuros esposos es una vieja tradición hispana, una de las pocas que me gustan, además.

Estaba de mejor humor. Por eso la perspectiva de visitar sola un par de burdeles no me parecía tan dramática. El uno se autodenominaba «whiskería» y se llamaba Dos Lunas Llenas. En fin, cualquier simbología que se quisiera aplicar a ese nombre resultaba igualmente infecta. Me entrevisté al principio, tal y como solíamos hacer, con la patrona, una atractiva mujer de casi cincuenta años que mantenía un aspecto envidiable. No se sorprendió de mi presencia por ser policía, y lo único que la sacó de su tranquila neutralidad fue mi condición de mujer.

—Antes enviaban a preguntar sólo a hombres.

—Los tiempos han cambiado.

—Y me parece muy bien. Los tíos miraban tanto a las chicas que me desgastaban el material. ¿Y qué quiere usted saber?

—Busco a alguien que haya conocido a esta mujer o que haya contactado con una chica llamada Georgina Cossu.

Miró la fotografía y continuó mirándola un rato más de lo que era habitual. Me puse en guardia.

—¿Está muerta? —preguntó.

—Sí. Es rumana. Creemos que era esclava de una mafia.

—¡Qué cabrones! —oí cómo murmuraba.

—¿Es Georgina Cossu?

—Dejemos las cosas claras. Aquí no va a encontrar a ninguna que venga de parte de mafiosos. No estoy en esa rueda. Me niego.

—De acuerdo, pero la conocía.

—Todas las chicas que trabajan aquí tienen papeles y están legales en el país. Las tengo contratadas como camareras.

—Dígame si la conocía o no. ¿No se da cuenta de que la cosa no va con usted ni con su local?

—Conocerla es mucho decir. La vi un día, sí. No sé su nombre, pero me parece recordar que el tipo que estaba con ella la llamó Georgina.

—¿En qué circunstancias?

—Fue una cosa muy rara. Vino con un hombre y con una niña. El hombre me pidió que la colocara aquí. Me contó no sé qué historia de que él tenía una casa de putas pero estaba completa de personal. Dijo que vendría a traerla y a buscarla todos los días. En seguida me imaginé que la estaban explotando sin su consentimiento. Además, a la chica se la veía rebotada. No estaba contenta, no. Tampoco hablaba ni una palabra de español ni tenía papeles de inmigración. ¡Una perla, vamos, como para meterse en un follón contratándola! Le dije que se largara y no volviera más por aquí.

—¿Cómo se tomó él la negativa?

—Insistió un poco, dijo que un buen amigo le había dado mi dirección. Pero no me amenazó ni nada por el estilo. Ésos ya saben con quién se juegan los cuartos. En seguida se dio cuenta de que conmigo no tenía nada que hacer. En este negocio hay que ver las cosas muy claras, ¿sabe, inspectora? Porque a la mínima puedes pringar. Y una cosa es contratar chicas y otra explotarlas.

—Podría haber dado parte a la policía.

Me observó con ironía y cierto enfado pintados en la cara:

—Pues, fíjese, no se me ocurrió.

—Ya. ¿Cómo era la niña?

—No me fijé muy bien. Morenita, de unos seis o siete años. Supongo que la otra era su madre, pero vaya usted a saber. Lo fuera o no, hacen falta cojones para intentar buscar ese tipo de colocación con una cría delante.

—¿Y el hombre, recuerda al hombre?

—Era muy alto, de unos treinta y tantos, guapetón. La verdad es que pensé que se le podía hacer un favor sin taparse la nariz.

Soltó una risotada chabacana. Busqué entre las fotos que llevaba conmigo.

—¿Era éste?

Su expresión divertida se convirtió en una mueca de temor:

—¡Coño!, ¿también está muerto? Oiga, inspectora, ¿no estaré metiéndome en un lío por hablar con usted?

—No tiene nada que temer, se lo aseguro. Entonces, ¿era él?

—Sí, era él. Oiga, ¿no será éste uno de esos casos donde todo el mundo acaba lleno de mierda, verdad?

—No.

—¿Y quién los mató?

—En eso estamos. Le agradezco que haya hablado conmigo. Por supuesto debo entender que no se quedó usted con ningún teléfono ni dirección de este hombre.

—No, no, claro, se largó y en paz. En ningún momento le di esperanzas de que fuera a pensar más despacio lo de quedarme a la chica.

Al dejar el local, el sol me deslumbró. Algunos niños salían del colegio. Un quiosquero le vendía una revista femenina a una mujer mayor. La vida continuaba fuera, al margen de la oscuridad y la música del club. Y bien, la pesca había proporcionado capturas. La mujer de la foto se llamaba Georgina Cossu y era casi con toda probabilidad la madre de Delia. Entre el rumano muerto y la madre de Delia había un punto de conexión. Las piezas empezaban a casar. El hombre trabajaba para Expósito y, por tanto, la madre de Delia había sido explotada por la organización. Siguiendo con la hipótesis de que ésta hubiera intentado alguna maniobra, Expósito la mandó matar, y el rumano muerto fue el brazo ejecutor. Delia huyó y, tras el robo de mi pistola, dio con el hombre y vengó a su madre. ¿Qué papel desempeñaba entonces Marta Popescu? Imposible saberlo aún. Quizá sólo un papel secundario. Era la novia del rumano, la niña la conocía y decidió cargársela también. La niña vengadora, ¿dónde estaba en aquellos momentos? ¿Y la hija de Marta Popescu? ¿Pueden dos niñas desaparecer de la faz de la Tierra? ¿Es posible que se escondan con semejante eficacia en una ciudad como Barcelona? La cabeza me hervía. Hacía esfuerzos por ordenar los pasos que debía seguir. La jueza. Tenía que ir inmediatamente a ver a la jueza y comunicarle el descubrimiento. Expósito había sido condenado por tráfico de blancas, pero no por asesinato. Ahora sí había indicios para imputárselo. Expósito debía hablar, y si no hablaba, era necesario interrogar a todos sus secuaces que estaban en la cárcel. Volé hacia los juzgados y Flora Mínguez me recibió sin problemas.

—¡Petra! Esta misma mañana he recibido un informe de su caso. Puntual y claro, muy bien.

—Me encantaría poder decirle que he sido yo quien lo ha hecho, pero no es así. He estado muy ocupada, señoría. Sin embargo, aunque no sea por escrito, he venido a informarla.

Le conté. Me escuchó en silencio, probablemente enmarcando en el ámbito de leyes concretas todos los hechos que le hice llegar. Al final se quedó pensativa:

—Esa mujer, la propietaria del club, ¿estaría dispuesta a declarar?

—Supongo que sí.

—Supone, sólo lo supone. De todas maneras, no está nada fácil, tengo que confesárselo. Se trata de una prueba circunstancial, y muerto el supuesto asesino...

—Pero el supuesto asesino estaba a las órdenes de Expósito.

—Eso es lo difícil de probar.

—¿Cree que puede reabrir el caso?

—Veremos, consultaré con el compañero que lo instruyó, él tiene la última palabra. Prepare un escrito solicitándolo, pero no le prometo nada.

—Quiero interrogar de nuevo a Expósito, ver hasta dónde sabe de la muerte de esta mujer, también de la muerte de su presunto agresor.

—Haré todo lo posible, Petra, se lo aseguro, todo lo que esté en mi mano; pero los trámites tardarán un poco.

—En manos de la justicia un «poco» puede ser eterno.

—Pero, según los informes, pudo usted interrogar a ese tipo con buenos resultados.

—Relativos, nada más.

—¿Va a intentarlo con los de su banda?

—Sería inútil, siguen bajo su control. Sería muy distinto si lográramos acusarlos de complicidad en un asesinato. Lo intentaré de nuevo con él.

—Tenga cuidado, Petra. Al parecer, ese hombre es peligroso.

—Descuide, lo tendré.

Las mismas palabras que había pronunciado la jueza Flora Mínguez para prevenirme las repitió el subinspector Garzón cuando le puse al corriente de los adelantos. Protesté:

—¡Venga, subinspector, puede que Expósito conserve cierto poder aun estando en la cárcel, pero tampoco es Al Capone ni Barcelona, Chicago años treinta!

—¡Ja, no se fíe ni un pelo! No hace falta ser Al Capone para encargar un navajazo por un módico precio. Y tampoco subestime nuestra hermosa ciudad.

—De acuerdo, de acuerdo, ¿y qué quiere que haga?

—No vuelva a interrogar a ese tío, Petra, espere a que reabran el caso. Usted se pone de acuerdo con el inspector que lo lleve y... saca la información. De todas formas, dudo que Expósito vaya a decirle algo.

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