Authors: Alicia Giménez Bartlett
Me quedé sin respuesta. Negué con la cabeza.
—Márchese a su casa, Petra. Ya no son horas de trabajar. Meditar tampoco la ayudará mucho, ni en su casa ni aquí.
—En seguida me iré, comisario.
—Ya ha visto que no hemos hablado de crear ningún operativo especial de momento. Sin embargo...
—Sí, ya lo sé, señor, ¿cuánto tiempo me da para intentarlo con los que somos?
—Está mal expresado. Cuánto tiempo me da parece un ultimátum; pero si pienso en ponerle más policías es porque siempre solemos hacerlo. Además, el hecho de que hayan matado a una niña creará lo que ahora llaman alarma social, y eso nos presionará. Sin contar con que a mí también me presionarán desde arriba.
—Lo entiendo. ¿Cuánto tiempo me da?
—No lo sé, hay muchos factores en juego; pero dependiendo de las circunstancias, pongamos un máximo de... una semana.
Asentí, volví a mirar a la pared. Coronas dio dos pasos hacia la salida y luego se volvió:
—Desde el principio ha hecho de este caso algo personal, Petra, y yo ya no voy a repetirle más que eso es un error. Buenas noches.
Era un buen hombre, Coronas. Difícilmente podría encontrar un jefe mejor. Lo cual no impedía que cumpliera su deber al pie de la letra. Me concedía una semana de gracia para salvar mi honor de policía. ¿Era mucho tiempo?, ¿poco? Si hubiera conseguido contestar a esa pregunta, habría sido maravilloso; pero por desgracia no lo conseguí. Mi mortífera pistola no dispararía más tiros asesinos, pero aquellos que habían quitado de en medio a dos adultos y una niña seguían siendo un misterio sin resolver.
Al llegar a casa llamé a Marcos por teléfono. Sólo pretendía oír su voz. No estaba segura de querer que viniera a verme, y no supe qué contestar cuando me lo preguntó:
—En condiciones normales, es cuando estás deprimida cuando necesitas mi presencia.
Dudé de si aquella frase estaba o no pronunciada con ironía. Decidí pensar que no.
—Supongo que no soy yo sola quien debe decir si le apetece que estemos juntos. ¿Te apetece a ti?
—Tardaré una media hora en llegar.
Vino la propia directora del centro El Roure a identificar el cadáver de la niña. Por un momento había tenido la esperanza de que fuera la psicóloga quien acudiera. Volver a tener delante a Pepita Loredano me producía dolor de estómago. No era el mejor momento para enfrentarme a su rictus de malhumor, a su mirada siempre acusadora. Encima, había mandado al subinspector al juzgado y no tenía más remedio que acompañarla yo.
Llegué la primera y la esperé bebiendo un café de la máquina. En cuanto la tuve delante pude comprobar que era exacto lo que de ella recordaba: labios contraídos en una mueca de desprecio y ojos fieros que parecían querer devorarme. Me saludó escuetamente. El funcionario nos llevó hasta donde estaba el cadáver de la pequeña. Esperé hasta que se lo mostraron y no quise fijarme en su reacción. Tenía preparados los documentos que ella debía firmar. Le pregunté:
—¿Es Delia?
Contestó inmediatamente con la voz firme y segura:
—Sí, es ella.
Firmó y salimos, siempre sin hablar. Ninguna de las dos se molestaba demasiado en disimular la mutua antipatía que sentíamos. Ya en la calle, me preguntó:
—¿Tienen idea de quién ha sido?
—No —respondí con sequedad.
—¿Cómo la han matado?
—De un disparo.
—Con su pistola, ¿verdad, inspectora?
—Sí.
—Me lo temía. Bueno, pues ya puede estar satisfecha.
Sentí una oleada de odio hacia ella. Le corté el paso poniéndome delante.
—¿Puedo estar satisfecha de qué?
—Ustedes, la maravillosa policía española, con su descuido y su ineptitud, han conseguido quitarle la vida a esa pobre cría.
—Pero ¿qué está diciendo? ¿Cómo se atreve?
—Este asesinato tiene más culpables que el simple autor material. De nuevo pagan siempre los más inocentes.
—¡No le consiento... de ninguna manera le consiento...!
Con media sonrisa de asco, como si el verme le repugnara hasta lo más profundo de su ser, me sorteó y caminó hacia la calzada. Impotente y furibunda, la vi levantar la mano y parar un taxi. Hizo una mueca altiva y se perdió en el denso tráfico barcelonés. Me quedé parada como una imbécil, con todo el cuerpo presa de un temblor de indignación.
—¡Hija de puta! —dije muy bajo, y luego elevé la voz para repetir—: ¡¡Hija de la gran puta!!
En un instante pasé de la ira al desconsuelo. Aquella tipa era una miserable, pero un testigo imparcial quizá hubiera declarado que llevaba parte de razón. Un buen policía no se deja robar el arma de un modo tan absurdo. Un buen policía sabe que su pistola debe estar siempre a buen recaudo, siempre. Había existido descuido, sí. Y en cuanto a la ineptitud... que tres crímenes se sucedan y culminen en el horrible ajusticiamiento de una menor sin que existan pruebas definitivas ni líneas seguras de sospecha no puede ser definido como el colmo de la eficacia.
Entré en un bar, yo sola, incapaz de ir a comisaría en el estado de exaltación en el que me encontraba. Pedí una cerveza. La bebí a sorbos cortos e intensos. Había convocado una reunión de todo el equipo en mi despacho, pero si me presentaba ante ellos con el corazón desbocado y un nudo en la garganta la reunión duraría poco. Llamé al subinspector.
—¡Bien, inspectora, albricias y pan de uvas! La jueza Mínguez ha decretado el secreto de sumario sin problemas. Esta jueza me gusta, es un crack.
—Me alegro de que esté tan contento. Le llamo para advertirles a todos que llegaré media hora tarde. Pero la reunión sigue convocada.
—¿Aún no ha podido realizar la identificación?
—Sí, ya está hecha. Es Delia sin ningún género de dudas. Llegaré tarde porque estoy tomando una cerveza.
—¿Acudió la psicóloga a la identificación?
—No, vino la directora. Por eso estoy tomando cerveza.
—¡Vaya por Dios, algo ha pasado!
—¿Pasar algo? ¡No, qué va!, sólo que nadie sino yo tiene la culpa de la muerte de Delia, ¿comprende?
—Supongo que no le habrá hecho ni caso a esa amargada.
—Olvídelo, subinspector. Su intención es buena, pero no necesito a nadie que me anime. Si la cerveza falla pasaré al whisky.
—De acuerdo. Si falla el whisky guárdeme como último cartucho antes de llegar al suicidio.
—Lo pensaré.
¡Pobre Garzón!, tenía paciencia de santo conmigo. Lo cierto era que, después de años de mutua convivencia laboral, iba bien preparado para su matrimonio. Me preguntaba qué tal sería como marido. ¿Atento y apasionado?, ¿cachazudo y doméstico? Sería un excelente ejemplar, seguro, Beatriz no se equivocaba al apostar por él. Algunas mujeres tienen un sexto sentido para reclutar buenos esposos. Ése era un arte que yo no dominaba, por eso había dejado de practicarlo. Ahora a lo mejor lo indicado era renunciar a ser policía también, dados los resultados. Estaba empezando a pensar que quizá en el fondo no había sido llamada por los caminos de la investigación criminal. ¿Cuánta más gente tenía que morir en aquel caso para que yo tomara la decisión de dimitir? Pero no, seguía aferrada a la idea de que aún era posible una resolución más o menos temprana. ¿Y qué era lo que teníamos? ¡Nada, muertos y fantasmas! Todas las pruebas que conseguíamos sólo servían para corroborar intuiciones anteriores, o alumbraban circunstancias que habían muerto junto a sus protagonistas. Nada impulsaba hacia adelante, ningún nuevo foco dirigía su luz hacia la oscuridad. No dejaría que transcurriera la semana que Coronas me había concedido. Por prurito personal, por dignidad, por responsabilidad, debía pedir refuerzos para el caso. Aún había otra niña que podía morir. Mi cerebro se vio punzado de repente por esa idea. Mi pistola había aparecido, pero quizá aquel juego de muerte no había terminado aún. Ese simple atisbo bastó para que sintiera una angustia infinita. Estuve a punto de llamar a Marcos, pero desistí. ¿En qué se estaba convirtiendo Marcos Artigas para mí?, ¿en una figura tutelar? Como en una impensada casualidad, sonó mi teléfono. ¿Era él?
—Petra, ¿eres tú?
—¿Y tú quién eres?
—Ricard.
Sentí deseos inmediatos de enviarlo al infierno, pero me contuve. ¿Qué demonios quería Ricard? ¿Una nueva petición de intermediación frente a su perdida enamorada? Aunque el tono no indicaba eso, sino algo más alegre y novedoso.
—Había pensado que quizá quisieras cenar conmigo. Y no para charlar del pasado. Ya he asumido que el pasado pasado está. Lo que tenía en mente era más bien una cena informal, para comentar, para hablar un poco. En fin, no sé, a lo mejor lo único que te apetece es no volver a verme en la vida.
¡No podía creerlo, estaba intentando ligar conmigo de nuevo! Era realmente un hombre admirable, un auténtico fenómeno, todo un crack. Allí estaba yo, sacada de los más funestos pensamientos, con la boca abierta, el teléfono en la mano y sin saber qué decir. Entonces, una ventolera extraña me hizo decir sin pensarlo dos veces:
—Acepto. Te espero a las nueve en el restaurante Semproniana.
Creo que él mismo se sorprendió de que aceptara. Llamé al subinspector de nuevo para posponer nuestra reunión para el día siguiente. Mejor así, pensé, no quería difundir mi desánimo entre ellos.
Semproniana es un restaurante que siempre me ha gustado. Grande, lo suficiente como para que las mesas estén discretamente separadas unas de otras, está situado en una antigua casa editorial. Cada uno de sus muebles, de sus cubiertos y platos son diferentes entre sí. No es nada caro y se come bien. Y nunca encuentras policías entre la clientela a los que haya que saludar.
Ricard tenía la misma pinta que había tenido siempre. Era desaliñado y guapo. Debería haber sentido animadversión hacia él, pero aunque lo intentara, no la sentía. Era un pequeño desastre en sí mismo, eso explicaba su actuación y me disuadía de cualquier deseo de venganza. ¿Cómo había podido pensar aquel hombre despistado y caótico que una chica joven y guapa como Yolanda iba a quedarse toda la vida con él? Absurdo. Un teórico conocedor del alma humana debería haber previsto que algunas diferencias son difíciles de equilibrar. Además, era un egoísta y un abusón. ¡Querer cambiar a Yolanda intentando acercarla a su modo de ser...! No, no existen títulos universitarios que faculten para saber vivir. Cuando uno intenta poner en su piel lo que ha aprendido sobre el ser humano, es como si fuera un estudiante que titubea, dispuesto a fracasar. Ricard constituía un ejemplo de todo eso.
Decidí, sin embargo, aprovecharme de su ciencia médica, y en cuanto estuvimos sentados en el restaurante le solté:
—Estoy fatal, Ricard. Llevamos un caso muy complicado y me siento culpable de no saber resolverlo mejor.
Se quedó de una pieza. Probablemente había pensado que la parte tocante a las lamentaciones iba a corresponderle en exclusiva.
—¡Vaya, sí que lo siento!
—Encima, hay una serie de crímenes que se han cometido con la pistola que me robaron, de modo que la culpabilidad es aún mayor.
—Yolanda me lo comentó. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
—Sí, recétame un tranquilizante.
—Eso está hecho.
Sacó un pequeño talonario que llevaba en el bolsillo y se puso a escribir una receta para mí. Lo observé en silencio.
—De todos modos, Petra, no hace falta que te diga que la culpabilidad es un sentimiento ridículo del que debemos huir.
—¿No hace falta que me lo digas?
—A ti, no. Eres una mujer equilibrada, que sabe lo que quiere, que medita cada paso que da.
—Será en la vida privada, porque en la profesional llevo un montón de pasos en falso.
—Puede ser, pero tú sabes que no puede mezclarse la vida privada y la profesional. Cuando acabas de trabajar debes cerrar una compuerta que deje las cosas al otro lado. Yo suelo conseguirlo, es de lo poco que hago bien. Claro que a mí los problemas que me asaltan están en la vida personal, como ya sabes.
—Pero si cerramos los compartimentos, entonces la influencia buena tampoco puede pasar. Por ejemplo, si las cosas del trabajo me van mal, me consuelo con lo privado y al revés.
—No te crees problemas, Petra; en cualquier caso, la base sobre la que todo descansa es la vida privada. El trabajo es secundario.
—No estoy segura de que eso me tranquilice demasiado.
—¿Te van mal las cosas?
—No me quejo.
—Muy propio de ti. Tú siempre te quejas por lo que no te hiere en profundidad. Si hay algo que de verdad te fastidia... Silencio absoluto.
—¿Me vas a psicoanalizar? Es por pedir un poco más de vino.
—¡No!, a eso ya renuncié. Aunque de hecho me hubiera gustado hacerlo porque nunca pude entenderte demasiado. Ese empecinamiento tuyo en la soledad... Ese no querer comprometerte con nadie...
—La gente cambia.
Levantó la vista de su plato y la clavó en mis ojos. Aguanté su mirada, cargada de sugerencias, de recelos, de prudencia y audacia al tiempo.
—¿Has cambiado?
—Me gustaría decirte que mis ideas han cambiado; pero por desgracia no es así. La soledad ya no me parece una panacea, pero sólo porque me he vuelto más débil. Sigo pensando que el estado ideal es permanecer solo, autogobernar la balanza, no intentar cargar a otro con nuestros fardos, ni cargar con los fardos de nadie, pero...
—Lo que tú llamas debilidad no es sino el estado natural de la persona. Somos vulnerables, todos. Y todos necesitamos el contacto, ya sea de amigos, de amantes, de... de lo que tú quieras.
Me miraba de un modo tan esperanzado que comprendí que aquello estaba convirtiéndose en un juego estúpidamente cruel. Mi rostro mudó hacia la absoluta seriedad.
—Me voy a casar, Ricard.
Fue tal su sorpresa que soltó una risa sin sentido.
—¿Tú?
—Eso he dicho.
—Perdona, pero es que me has dejado... fuera de combate, así me has dejado.
—No lo pretendía.
—Claro, pero... ¿con quién te casas?
—Con un hombre divorciado dos veces, como yo, y que tiene cuatro hijos.
—¡Petra!
—¿Qué?, ¿tan terrible te parece?
—No, pero verás, el caso es que... ¿estás segura?
—Todo lo segura que se puede estar en estas circunstancias. El matrimonio no me gusta demasiado, pero ¡en fin!, no quiero sucumbir a ideas preconcebidas.
—¿Preconcebidas? ¡Te has casado dos veces ya!
—Pues ésta será la tercera. Total, Hemingway se casó cuatro y Liz Taylor... bueno, Liz Taylor no quiero ni contarte.