Nido vacío (33 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

—¿Él es policía también?

—Arquitecto. Hace planos y casas.

—Ten cuidado, Petra; quizá llevada por el estrés del caso que me comentas vas a tomar una decisión que...

—Antes has dicho que era una persona equilibrada, que sabía lo que quería. Sigo siendo igual que hace un rato. Además, no es que vaya a tomar una decisión, es que ya la he tomado.

No le quedó más que felicitarme. Yo también me felicité. Estaba segura de que aquélla iba a ser la última vez que Ricard cenara conmigo. A partir de aquel momento se mantendría ocupado buscando otra mujer que le ayudará a llevar adelante su resolución de vivir en compañía.

Perdió todo interés por continuar hablando, parecía incluso alguien a quien le hubieran propinado un fuerte golpe en la nariz, pero yo consideraba que la conversación no había terminado aún.

—Se llama Marcos.

—¿Cómo?

—Mi futuro marido, se llama Marcos.

—¡Ah!

—Me gusta cómo es. Se trata de un hombre fuerte, sereno, que no se deja arrastrar por las circunstancias, ni por las alarmas que a veces se encienden en la vida.

—Ya.

—Culto, seguro de sí mismo, educado y cortés. También un poco despistado, lo justo para resultar sexy. Y es guapo. Parece que eso no tenga demasiada importancia, pero la tiene para mí. Me gustan los hombres guapos, no lo puedo remediar. También es... bueno, ¿para qué entrar en tantos detalles? Creo que, por primera vez, estoy pensando no sólo en el amor, sino en permanecer junto a un hombre que me conviene, un hombre cuya compañía me haría mucho bien. Su carácter me beneficiaría, estoy convencida de eso.

Lo miré por primera vez desde que había empezado a cantar las excelencias de Marcos. Su cara se había convertido en una máscara grave.

—¿Y tú, le convienes a él?

—Parece obvio, puesto que me ha pedido que nos casemos.

—Sí, a partir de una cierta edad debes preguntarte si la persona te conviene antes de iniciar una relación estable.

—Es un buen consejo, lo apuntaré.

—¿Te estás pitorreando de mí?

—En absoluto. Los consejos de psiquiatra siempre son valiosos.

Hizo un gesto de abatimiento. Suspiró indicando hasta qué punto estaba dispuesto a ser paciente y magnánimo no enfadándose conmigo.

—Está bien, Petra, ¿qué puedo decirte? De verdad te deseo que seas feliz. Siempre tendré la impresión de que algo muy grande ha pasado rozándome. Pero no he conseguido, o quizá no he sabido guardarlo en mi interior.

—¡Pero bueno, esto parece una despedida formal! Ya nos veremos, nos llamaremos, tomaremos un café.

—Sí, por supuesto, tomaremos un café.

Al marcharnos, cada uno por nuestro lado, ambos sabíamos que no tomaríamos nunca ningún café. Eso estaba descartado. Ya no teníamos nada de qué hablar. Es algo que ocurre muchas veces, dos personas se conocen, se gustan, comparten cama, mantel... Y al cabo de un tiempo son conscientes de que no volverán a verse más, y tal certeza sólo les provoca indiferencia. ¡Un gran error!, uno debería congratularse siempre por un pasado de sexo, de amistad o de amor, debería guardar un contacto somero con su compañero de fatigas, por muy puntual que hubiera sido. Así tendría un modo de certificar que el tiempo no todo lo malogra, y un testimonio de que ha vivido. Claro que yo había contravenido ampliamente semejante pensamiento utilizando, para sacar de mi vida a Ricard, una patraña tan burda como que iba a casarme con Marcos. En fin, era lamentable pero prudente. Ricard en plan Reconquista hubiera sido más temible que el Cid Campeador.

Llegué a casa, me serví un whisky y entré en la bañera. Había vertido sobre el agua medio bote de sales relajantes con olor a lavanda. Agité el hielo dentro del vaso. Cerré los ojos pensando que me encontraba en el campo, pero el olor era demasiado intenso como para pertenecer al monte bajo, y el tintineo de los cubitos no se parecía al cencerro de una vaca. No funcionó. ¿Hasta dónde llegaba el alcance de mi mentira a Ricard? ¿Sólo al hecho concreto del falso matrimonio, o se extendía sobre las virtudes del supuesto novio que había enumerado frente a él? ¿Era Marcos un hombre tan estupendo como lo había pintado en mi engaño? Probablemente, sí. Tampoco había existido falseamiento en la invención de su propuesta matrimonial, ya que una vez me la hizo. Tragué todo el whisky de golpe, salí del agua y me puse un albornoz. Fui hasta el teléfono dejando en el suelo un pequeño reguero de gotas perfumadas. ¿Qué hora era? La una de la madrugada. Perfecto, una hora absolutamente inadecuada para una llamada absolutamente inadecuada en sí misma.

—¿Marcos, estabas durmiendo?

—No, estaba leyendo un libro. ¿Y tú?

—Yo estaba metida en la bañera.

—¡Ah!

—Pero he salido para llamarte.

—Bien.

—Marcos, quiero hacerte una pregunta.

—Adelante.

—¿Tú, en algún caso, serías capaz de volver a proponerme matrimonio? No me contestes a bote pronto, piénsalo.

Hubo un momento de silencio antes de que Marcos respondiera, en un tono calmado y coloquial:

—Muy bien, de acuerdo, lo pensaré.

—Estupendo. Buenas noches.

—Buenas noches, Petra, que descanses.

Volví al agua teñida de azul, que aún estaba caliente. Me sumergí de nuevo, satisfecha. Marcos era sin duda un gran tipo. Le hacías una pregunta, sólo teórica, y por muy alarmante que hubiera podido parecerle, contestaba de modo civilizado y en tono conversacional. Nada de histerias, nada de arrebatos, nada de estúpidas puntualizaciones improcedentes. Me sentí relajada y feliz, hundí la barbilla en aquel condensado de lavanda y suspiré. Entonces, el teléfono sonó. Volví a ponerme el albornoz y llegué hasta el salón.

—Petra, ¿te habías ido a dormir?

—Aún no, había vuelto a la bañera; ¿y tú?

—Yo tampoco dormía porque estaba pensando.

—Ya.

—Me gustaría hacerte una pregunta.

—Te escucho.

—¿Quieres casarte conmigo? No tienes por qué contestarme ahora, puedes pensarlo tú también.

—No quiero pensarlo.

—¿Por qué?

—Porque si vuelvo a salir del baño para contarte lo que he pensado me acatarraré.

—Ya. ¿Y eso significa...?

—Significa que sí, es una buena idea que nos casemos. Sobre todo porque te quiero.

—Yo a ti también te quiero mucho.

—Entonces...

—Entonces no vuelvas al baño y tampoco te vistas. Voy para allá.

—Creo que te abriré la puerta aunque sea tarde.

—Dadas las circunstancias, que me abras estará muy bien.

Fue así, de aquella manera tan sencilla y tan práctica, cómo mi nuevo futuro se decidió. Al abrir la puerta y ver a Marcos, comprendí que no estábamos cometiendo una equivocación. No hablamos, lo cual resultó maravilloso. ¿Para qué hablar? Ya tendríamos tiempo más adelante; aquella noche, no. Con mirarnos y hacer el amor era suficiente. Después me sentí llena de un enorme sosiego. Aceptar una petición de mano es mucho más tranquilizante que un baño con sales de lavanda, se trata de algo que he podido comprobar.

Lo único malo de aquella noche tan hermosa consistió en oír sonar el despertador a las siete, casi sin haber dormido, y pensar que debía correr hacia comisaría, fuera o no una mujer prometida en matrimonio.

Allí estaba Garzón, esperándome, acompañado de Yolanda y Sonia. Pensé que no era momento de comunicarles mis novedades sentimentales, tiempo habría de hacerlo, cuando el caso estuviera ya cerrado. Me miraban con aire tranquilo, por lo que intuí que aplazar la reunión había sido un acierto, al menos desde el punto de vista psicológico. En seguida me informaron de que había llegado el análisis de la policía científica sobre el pelo encontrado en el cadáver de la pequeña. La actitud de los tres me hizo descartar que nos halláramos frente a resultados interesantes. Garzón leyó los escasos renglones con aire neutro.

—No hemos tenido mucha suerte —comenzó.

Lo escuché sin pestañear. El pelo no estaba completo, era sólo un fragmento que no tenía bulbo, por lo que una posible prueba de ADN quedaba descartada. No estaba muy estropeado, de modo que no era probable que se hubiera desprendido en ningún tipo de pelea o violencia. Tenía una coloración castaña, muy corriente. Las pruebas toxicológicas determinaban que su dueño había consumido algún medicamento tranquilizante en los últimos días.

—¿Qué le parece, inspectora? —preguntó al finalizar.

—¿Qué demonios va a parecerme? ¡Mal, muy mal! El único hallazgo es el toxicológico y ya me dirán ustedes cuánta es la cantidad de personas que toman un sedante en un momento u otro de su vida diaria. Montones. La gente traga tranquilizantes mucho más de lo que come pan. ¡Era demasiado hermoso que el pelo tuviera bulbo! La suerte no ha estado de nuestra parte aquí, como no lo ha estado nunca en este jodido caso. Es un caso malhadado, gafado, maldito. Por eso, señores, les comunico mi intención de no agotar el plazo que nos ha dado el comisario. Es más, ni siquiera voy a admitir los refuerzos y la ayuda que se nos brinda.

—¿Y entonces? —preguntó Garzón, un tanto alarmado.

—Entonces les comunico que voy a dimitir. Ustedes tienen libertad para exponerle al comisario Coronas su intención de permanecer en el caso formando parte del nuevo operativo, si es que deciden seguir.

Yolanda arrugó la cara como si alguien la hubiera golpeado.

—¡Pero, inspectora, eso no puede ser!

Me volví hacia ella con rabia:

—¿Por qué no? ¿Es que acaso has llegado a creer que soy una especie de Luis XIV de la policía:
«la police c'est moi»
?

Yolanda no me entendía, pero ni por un momento pensó en amilanarse por mi evidente enfado y mi agresivo tono de voz.

—Ya hemos averiguado muchas cosas y ahora no puede marcharse. Nadie sabe tanto como usted de este caso.

—¿Quieres que te diga lo que sé, Yolanda? ¡Nada, eso es lo que sé!; de modo que cualquiera puede hacerlo mejor, porque, encima no tendrá ideas preconcebidas ni acumulará la frustración que yo he acumulado.

Para mi sorpresa, intervino Sonia:

—Pero, inspectora, usted siempre dice que hay que luchar y llegar al final de las cosas, no desanimarse nunca.

La miré con furia genuina, mucha más de la que debe de experimentar un león cuando le muerde la cola una ardilla.

—¿Me puedes decir qué coño significa ese asqueroso tópico de película americana barata que yo no he pronunciado jamás?

El terror quedó pintado en su rostro, dio un paso atrás y medio se escondió tras su compañera. ¿Qué pensaba que iba a hacer?, ¿pegarle? Aquella chica estúpida y bienintencionada me sacaba por completo de quicio. Tomé aire antes de decir:

—Me voy a La Jarra de Oro a tomar un café. Les ruego que, si no hay algún buen motivo, no venga nadie a interrumpirme en la próxima media hora. ¿Me entienden?

Garzón, como buen marino experimentado que conoce los rigores de la tormenta, no abrió la boca. Yolanda contenía su enfado por la manifiesta injusticia, y en cuanto a Sonia... A Sonia no quise ni mirarla de nuevo. Salí dando un portazo y crucé la calle. Me senté en una mesa de La Jarra y pedí un café bien cargado. Bueno, lo había conseguido, la esfera del trabajo y la vida privada estaban por completo separadas en mí. Un rato antes, mi casa era una balsa de aceite, pero sin embargo, ahora volví a sentirme cabreada hasta la médula. Era un logro personal, ¿o no? Dimitiría, decididamente le diría a Coronas que abandonaba el caso sin agotar su período de gracia. ¿Para qué seguir? Todas mis estrategias habían fallado, todos mis movimientos se habían estrellado contra una pared y continuaba muriendo gente. Ya era suficiente. Encabezonarse no conduce más que al desastre. Lo indicado era asumir que aquello había sido demasiado para mí. No era la mejor detective del mundo. Y aunque lo hubiera sido, todos fallamos en un momento dado, y aquél era mi momento, no había más. Semejante aceptación de mis limitaciones me tranquilizó un poco. El mundo no se acababa allí, y lo que debía hacer era admitir mi falibilidad de modo deportivo y, sobre todo, rebajar mi orgullo herido, mi intolerable soberbia. Un poco de humildad me haría bien. Pedí un croissant para atemperar el mal talante comiendo, pero cuando iba a hincarle el diente vi algo que me dejó patidifusa, muda de asombro. Había salido de comisaría y venía hacia el bar... ¡Sonia! No podía creerlo. Miré el reloj, apenas habían transcurrido doce minutos desde mi salida frenética del despacho. La chica se encaminaba inequívocamente hacia mí. Conté hasta diez, tragué saliva, creo que hasta recé pidiéndole paciencia al Supremo Hacedor. Cuando sólo cinco pasos la separaban de mi mesa, la policía se paró, sin atreverse a acercarse más. Entonces empezó a hablar desde donde estaba, pero el estrépito que nos circundaba, formado, como en todos los bares españoles, por el sonido de las máquinas tragaperras, las órdenes a voz en cuello de los camareros, los encontronazos de platos contra platos en la pila de fregar y el pandemónium que formaban los propios clientes, me impidió entender lo que decía. Temiendo que fuera capaz de soltar gritando alguna historia confidencial, le dije, fuera de mí:

—¿Quieres hacer el puto favor de acercarte?

Sonia, a punto de echarse a llorar, cosa que sólo le impedía su pavor, me obedeció y al fin pude entender qué decía:

—Yo no quería venir, ha sido el subinspector quien me lo ha dicho, pero es por un buen motivo, inspectora Petra, es por un buen motivo.

Cuando oí lo de «inspectora Petra» comprendí que lo único viable era calmarme porque, de lo contrario, la hubiera matado con placer.

El haberme interrumpido tenía una buena explicación. Se me expuso en comisaría, desde donde habían enviado a la pobre Sonia sólo para darle la oportunidad de congraciarse conmigo. El juez Leonardo Coscuella había tomado la decisión de reabrir el caso de La Teixonera. Expósito sería acusado de asesinato. Garzón estaba exultante.

—Era lo que usted quería, ¿no?

—Así es.

—¿Tan importante le parece, inspectora?

—Crucial. Ahora ya tengo un arma para ponérsela en el pescuezo a ese maldito cabrón.

Esperé tres días que me parecieron tres años, tres lustros, tres décadas. Era el tiempo mínimo para que Expósito fuera informado de su nueva situación, para que se comunicara con su abogado, para que alguien le diera el consejo de que realmente le convenía hablar.

Al cuarto día me preparé para acudir a la prisión de Can Brians. Garzón estaba a mi lado, mirando con gesto preocupado cómo cargaba algunos papeles en mi cartera.

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