Authors: Alicia Giménez Bartlett
Por fin, un sábado a las doce del mediodía, Yolanda y Domínguez se casaron por la Iglesia, celosas sus familias de la tradición religiosa. Allí estábamos, aparte de muchos policías jóvenes, Coronas y su esposa, Garzón acompañado por Beatriz, y yo misma con Marcos. La novia, preciosa, vestía de blanco y estaba pálida. El novio era un auténtico figurín con su traje gris perla y una corbata abullonada de tahúr del Misisipi anudada al cuello huesudo. Por primera vez pensé que hacían buena pareja, incluso me pareció que Domínguez se movía con más celeridad que de costumbre. Una vez terminada la ceremonia, fueron bombardeados con arroz al salir del templo. Los familiares reían y las madres de ambos contrayentes soltaron las prescriptivas lágrimas de emoción. El subinspector rezongó en mi oído:
—Espero no tener que hacer yo estas ridiculeces. ¡Me revientan!
—¿Quiere callarse?, le va a oír Beatriz.
Pero Beatriz era como una personificación de la diosa Ceres, soltando arroz de un cucurucho que parecía no tener fin. Vio cómo la observaba y me guiñó un ojo. No lo había oído, pero ya sabía de qué pie cojeaba mi compañero. En un momento dado, mezclado entre los curiosos que contemplaban el ajetreo nupcial, me pareció distinguir a Ricard, pero no estaba segura, y era bastante improbable que hubiera ido. Con el tiempo me he convencido de que sólo se trató de mi imaginación.
El banquete de bodas fue excesivo, algo también en la tradición de países pobres como el nuestro ha sido. Comimos y bebimos sin medida. A los postres, ni más ni menos que el comisario dirigió unas palabras al respetable. Las llevaba escritas en un papel, por lo que supuse que su actuación había sido solicitada por los cónyuges. Estuvo muy bien, lo suficientemente llena de tópicos sobre el bien de la sociedad y la ayuda de las fuerzas del orden como para tener un conveniente toque institucional. Su esposa, una mujer madura, alta y atractiva, ponía cara de póquer, como si aquello de la ley y sus servidores le trajera completamente al fresco. Me cayó bien.
Observaba con mucha atención las reacciones de Marcos en su primer acto seudopolicial. Me dio la impresión de que quedaba fascinado por la dialéctica cuasi castrense del comisario. Tendría ocasiones de fascinarse aún mucho más; aquélla había sido una muestra suave del estilo imperante en nuestra querida institución.
A los postres se me acercó Sonia, con su cara de buena persona carente de interés. Intenté ser amable para enjugar todos los bufidos que había recibido de mí.
—¿Se divierte, inspectora?
—¡Muchísimo! Bueno, espero que no pase mucho tiempo hasta que celebremos tu boda.
—¡Ah, eso está lejos aún! Ni siquiera tengo novio. Pero un día me casaré, claro que sí. Quiero una boda en la Toscana, en una iglesia pequeña que esté en medio del campo. Yo iré vestida de blanco con detalles amarillos, y llevaré una diadema de flores naturales en el pelo.
Consiguió dejarme asombrada, como siempre. ¿Para qué tanta precisión si ni siquiera tenía novio? ¿Lo había visto en alguna estúpida película de Hollywood hecha para adolescentes descerebrados? Aquella chica conseguía sacarme de mis casillas. Garzón, que estaba sentado a mi lado en la mesa, vio el peligro de que la enviara al infierno incluso en medio de una celebración y terció raudamente:
—Será una boda preciosa. Para que podamos asistir todos fletaremos un autobús.
Sonia quedó conforme y el subinspector murmuró en mi oído:
—Un poco de paciencia, inspectora. No estamos de servicio.
Después hubo baile y barra libre hasta la madrugada.
Las amigas de Yolanda me rodearon en una ocasión. Quería presentármelas, y lo hizo utilizando la fórmula «mi jefa», que me dejó un tanto fuera de juego. Se notaba en sus miradas que Yolanda les había hablado bien de mí, con admiración. También era visible una cierta prevención que debía de corresponder a una especificación no confesable en público, algo así como: «Está un poco loca, pero es legal.» Yo no sabía qué decir, les pregunté tonterías al azar, y comprendí el compromiso ante el que se sienten los mandatarios y reyes en sus visitas oficiales. Garzón tenía obviamente más gracia para las representaciones diplomáticas, porque le vi varias veces con todas las chicas a su alrededor y ellas se reían como locas, mientras el subinspector accionaba como un mimo contando al parecer cosas divertidas. En uno de esos momentos se me acercó Beatriz, orgullosa como una madre en un reparto de diplomas:
—¿Has visto a Fermín? —preguntó—. Tiene mucha mano con la gente joven.
—Sobre todo si son chicas —respondí yo. Ella se echó a reír.
—No me atrevía a decirlo, pero es verdad. Es muy seductor. Y mira que nadie lo definiría como un modelo de belleza masculina, pero tiene algo. Será su
sex-appeal
, despliega cuando quiere un gran encanto. ¿No te parece?
—No sé, yo siempre lo veo como compañero.
La miré de reojo, estaba arrobada. Con seguridad Garzón, pasado por su retina, perdía todas las características que le hacían ser un poco gañán, convirtiéndose en un auténtico adonis. El amor es una lente deformante, eso dicen, aunque yo creo que afecta al cerebro más que a los ojos. El enamorado se convierte en una máquina de deformación positiva de su objeto amoroso. No distingue sus defectos, y sus virtudes las multiplica por mil. Escudriñé a Marcos, que hablaba encantado con el padre de Yolanda. Era apuesto y lo conocía tan poco que no podía minimizar sus defectos ni abundar en sus virtudes. Unos y otros permanecían nebulosos para mí. Pero estaba segura de quererlo, con lo cual la atrofia de criterio no tardaría en atacarme. En condiciones normales me hubiera pitorreado de todas aquellas muestras de amor que embargaban a mis colaboradores, pero ahora yo también iba a formar parte del club. ¡Dios!, ¿de verdad estaba dispuesta a perder aquella libertad que me hacía caminar ligera por la vida? En ese momento Marcos me sonrió, y la suya se me antojó una sonrisa llena de promesas de serenidad y cariño. Fue una sonrisa muy oportuna.
Garzón me sacó a bailar. Estaba eufórico y sudoroso.
—Me han contado que a Expósito van a volver a emplumarlo a base de bien. Tendrá tiempo de hacerse una cultura en la trena.
—Le llevaré libros de vez en cuando.
—Es usted capaz.
—Se supone que la trena, como usted dice, tiene que servir para la reinserción, y los libros son un buen método.
—Eso son ganas que usted tiene de ponerle al asunto un final feliz.
—¿Qué más felicidad quiere habiendo cantado ante el juez Pepita Loredano?
—Pero no ha habido manera de hacerle admitir que no influyó en la niña Popescu para que se cargara a la pequeña Delia.
—Eso es algo que no se sabrá a ciencia cierta jamás.
—¿A ésta también le llevará libros a la cárcel?
—Creo que los asesinos con móvil amoroso son más difíciles de reinsertar que los que actúan por dinero.
—No me extraña, esto del amor es una lacra de la sociedad.
—Es una frase muy apropiada para alguien que se encuentra en capilla matrimonial.
—Justamente por eso la digo. ¿Se da cuenta, Petra?, estoy aquí gritando «Vivan los novios» como un subnormal, y dentro de unos días seré yo quien dé pie a estos jolgorios absurdos.
—Si le sirve de consuelo, después de usted iré yo. Además, no sé por qué tanto miedo escénico, no es la primera vez que se casa.
—Una vez se casa todo el mundo, es como un acto inconsciente. Pero casarse dos... ¿Cómo fue la segunda para usted?
—Por lo que tengo observado, lo de la inconsciencia es un proceso que se intensifica en cada nuevo matrimonio.
—Pues estamos frescos.
—Deje de pensar en usted. Piense en Beatriz. Es una mujer maravillosa que lo adora.
—Eso es verdad.
—Uno se casa con el propósito de ser feliz, cuando lo cabal sería casarse para hacer feliz al otro. Si todo el mundo hiciera eso, no habría divorcios.
—¡Joder, parece usted una telepredicadora!
—Lleva razón, y ni siquiera puedo exhibir un solo converso.
—Sí, mire a Domínguez, se le cae la baba mirando a su esposa.
—¡No me extraña, no se lo puede creer!
—¿Qué tiene contra Domínguez?
—Nada, cuando veo una pareja de recién casados siempre pienso que la suerte la ha tenido él.
—¿Dirá lo mismo cuando la novia sea Sonia?
—Creo que en ese caso haré una excepción.
Nos reímos por lo bajo. Garzón me miró a los ojos.
—Yo guardaré mi excepción para otra pareja.
—¿Quizá se refiere a mí?
—Que conste, querida jefa, que me gusta bastante tal como es.
—Bueno, usted tampoco está mal. Le adornan algunas cualidades.
—¿Como por ejemplo?
—Siempre tiene buena suerte.
Soltó una risotada:
—Ésa ya me la esperaba. Algún defecto tendré.
—Sí, baila usted fatal. ¿Quiere concentrarse de una vez en lo que estamos haciendo?
—Allá voy.
De repente, se arrancó con ínfulas de Fred Astaire y me hizo girar y girar mientras la música sonaba con el aire campestre de una boda feliz.
Fermín Garzón, subinspector de la Brigada de Homicidios de la Policía Nacional, estaba impresionante enfundado en un traje oscuro de Pierre Balmain. Nunca lo había visto igual: elegante, bien entonado en colores, luciendo también una impecable camisa blanca de popelín y una corbata de seda con un discreto listado en diagonal.
—¡Cielos! —exclamé al descubrirlo en la puerta del ayuntamiento.
El juez García Mouriños, que estaba junto a él, tuvo el tiempo justo para decir:
—¿A que parece el mismísimo Petronio redivivo?
El subinspector resopló, y agriando levemente el gesto, vino a amonestarnos:
—Podrían esperar a que terminara la ceremonia para darle al cachondeo.
—De cachondeo nada, querido amigo, debo reconocer que me he quedado patidifuso al verte. Estás elegante de verdad, se nota a la legua que tu traje es de un buen diseñador.
—Sí, el traje está bien, es como si fuera una gran película de alto presupuesto, que cuando me lo pongo yo se queda en una adaptación para la tele.
Nos echamos a reír, pero gente y más gente se acercaba para felicitar al novio y no queríamos molestar. Mercedes Enárquez, la hermana de Beatriz, oficiaba de maestra de ceremonias presentando sus amistades ante el futuro contrayente. Todos pertenecían a familias patricias de Barcelona, todos de una cierta edad, todos ataviados con gusto y discreción, y llenos más de curiosidad que de ninguna otra sensación humana. Los que aún no habían tenido ocasión querían conocer a aquel hombre extraño de quien se había enamorado Beatriz. Lo saludaban con fórmulas estereotipadas y procuraban no demostrar la mezcla de fascinación y rechazo que debía de producirles el hecho de que fuera policía. Garzón se conducía con normalidad, muy en su papel. Sonreía por debajo del bigote, decía palabras imposibles de descifrar con claridad, y de cuando en cuando soltaba un «¡Bueno, pues muy bien!», que parecía ser colofón y resumen de todos los tópicos al uso en su situación. Alfonso Garzón, el hijo de Fermín, no había podido venir desde Estados Unidos, pero como regalo de bodas obsequió a los novios con un viaje a Nueva York en el mejor hotel. Allí aprovecharían para verse.
La novia, como era de rigor, no había llegado todavía. Me puse en un rincón con el juez y en ese momento apareció Marcos. Había tenido una reunión de trabajo hasta entonces y se incorporaba un poco tarde a la celebración. Me pareció que estaba muy guapo, con un traje azul oscuro que resaltaba su piel clara y sus ojos ligeramente despistados.
—¿Me he perdido algo?
—Aún no ha sucedido nada irreparable —contestó el juez.
Ambos se conocían porque los había presentado yo misma días atrás, pero por mucho énfasis que hubiera puesto en transmitirle a Marcos las características de la curiosa personalidad del letrado, esperaba que él se diera cuenta de que se trataba de un hombre con un sentido del humor fuera de lo común. De ello dio inmediatamente las primeras muestras:
—¡Y bien, parece ser que desde que ha entrado usted en contacto con nuestra querida Petra Delicado su vida se ha convertido en un errático deambular por todas las bodas que se celebran en esta ciudad!
—Ahora que lo dice... pero le aseguro que esta romería de boda en boda va a tener un digno final.
—Lo sé, y le agradezco la invitación que recibí ayer para asistir a su enlace. Yo creo que es usted un hombre afortunado.
—Muchas gracias por la parte que me toca —intervine.
—Adorada Petra, usted también está de suerte. Marcos ha tenido la ocasión al ver a tantos vecinos con las barbas de solteros cortadas de poner las suyas a remojar y salir corriendo.
—No hay remojo que valga, me caso.
—Eso mismo haría yo. ¿Le ha contado Petra que le propuse varias veces que fuera mi esposa a lo largo de estos años?
—¿Con qué resultado: esperanzas, esquivamientos, negativas...?
—Calabazas sumarísimas, sin más. Me contaba unas batallas muy bien argumentadas: que si ya se había casado dos veces, que si no creía en el amor, que si vivir en soledad era muy importante para ella... Ya ve, razonamientos que se han quedado en nada cuando la ha pretendido un buen galán.
—Oiga, juez, no me venga con milongas, nunca me lo propuso con la suficiente seriedad. Además, usted ya tiene novia. De modo que si quiere casarse...
Marcos era testigo un tanto atónito de aquella especie de conversación zarzuelera que se había generado frente a él. Con el tiempo llegaría a comprender la diversa naturaleza de mis relaciones amistosoprofesionales, por qué con unos me trataba de usted y con otros nos tuteábamos, por qué nos agredíamos para demostrarnos nuestra amistad... Todo era sutilmente complicado, pero lo comprendería.
Con quince minutos de retraso (supuse que eso mandaba la tradición), llegó la novia. Por un momento había temido que se presentara ataviada con los característicos arreos nupciales que, según mi punto de vista, no hubieran convenido nada a su edad ni a la situación. Pero no fue así. Beatriz tenía mucha clase y llevaba un sencillo traje de chaqueta gris jaspeado con una enorme flor artificial que ornamentaba la solapa. Sin embargo, su mirada brillante y el ademán nervioso sí eran los típicos de una joven novia. La miré con simpatía absoluta, estaba llena de entusiasmo y de ilusiones. Conservaba la dulce ingenuidad de quien no ha sido vapuleado por la vida. Pensé que ella y Garzón pasarían juntos el resto de sus días, pero enclavado cada uno en su propia realidad. Ojalá el subinspector fuera consciente de que no es posible ni conveniente compartirlo todo y nunca la informara de algunos de los acontecimientos que se veía obligado a contemplar en el trabajo. ¿O era preferible que no la mantuviera al margen? No estaba segura de nada. El matrimonio de un policía presenta un montón de complicaciones extras que sobresalen entre las que ya afectan a todas las parejas en general. El viejo adagio de que no deberíamos casarnos nunca quizá no sea tan dogmático como pueda parecer. Y sin embargo, allí estábamos, envueltos en un auténtico aluvión matrimonial. Yo misma, cuando ya había hecho los votos perpetuos de soledad, me encaminaba al compromiso con un hombre al que conocía superficialmente, también pluridivorciado y cargado de hijos. Pero la vida no es un camino largo que recorres haciendo lo debido para llegar al destino con placidez, sino una torrentera por la que saltas preguntándote qué puedes hacer para no caerte. En fin, una tía mía, muy frívola, siempre decía que las mejores fiestas son las que se libran a la improvisación. ¡Ojalá estuviera en lo cierto! Claro que, aun así, ¿quién puede asegurar que el matrimonio sea una fiesta?