Authors: Alicia Giménez Bartlett
La ceremonia resultó sintética pero emotiva. Los novios escucharon con respeto las fórmulas civiles de la unión y, cuando tras declararlos marido y mujer, el oficiante les pidió que se besaran, me pareció darme cuenta de que el subinspector estaba emocionado.
A la salida las felicitaciones fueron discretas. Nadie gritaba «¡Vivan los novios!», lo cual me daba la impresión de tristeza; de modo que, coaligándome con la gente de comisaría que había sido invitada, empezamos a berrear toda serie de eslóganes y coreos. Yolanda y Sonia habían traído arroz pero no se atrevían a lanzarlo sobre la pareja por si toda aquella gente elegante no lo juzgaba oportuno. Las animé a que hicieran públicos los paquetitos que habían preparado y una lluvia de granos blancos y brillantes cayó sobre los dos. Beatriz reía como una niña feliz, y el subinspector, sonriendo, soltaba frases deslabazadas y joviales que demostraban su embarazo y su contento.
Fueron dando besos a diestro y siniestro. Cuando Garzón se puso frente a mí, le planté un abrazo desinhibido:
—Felicidades, querido compañero, que sea por muchos años.
—Las bodas de oro no nos da tiempo a cumplirlas, pero creo que vamos a conformarnos con cualquier otro metal.
García Mouriños le palmeó la espalda sonoramente:
—Incluso las de madera deberían celebrarse. ¿O es que una madera noble y tallada no puede ser tan valiosa como el oro? ¡Por no hablar del
lignum crucis
!
—¡Eres un poeta, juez!
—¡Felicidades, Fermín!
En apariencia, todo el mundo estaba contento, supongo que también en la realidad.
Cenamos en una magnífica masía a las afueras de Barcelona. Un menú sofisticado y delicioso que había escogido Mercedes Enárquez personalmente. Como postre salió a la mesa el típico pastel nupcial. En un detalle divertido, de la pareja de muñequitos que culminaba la tarta, el que representaba al novio había sido vestido con el uniforme de la policía. Fui a preguntarle a Mercedes si estaba previsto que se concedieran palabras.
—Habíamos pensado que hablara vuestro jefe, pero se ha negado en redondo. Dice que no conoce a casi nadie y que se sentiría ridículo. Pero yo creo que deberías convencerle, a Fermín le gustaría.
—Déjalo de mi cuenta.
En efecto, Coronas se sentía un poco intimidado por el general ambiente de distinción.
—Venga, comisario, no sea estrecho. ¿A usted qué más le da lo que piense esta gente?
—Pues lo mismo que a ellos lo que piense yo. Por eso es mejor que no se lo diga.
—Pero para Garzón es importante.
—¿Usted cree?
—Estoy convencida.
—En ese caso...
Estuvo comedido y afectuoso. Hizo una pequeña glosa de las virtudes de Garzón como compañero y le deseó felicidad con aquella mujer tan estupenda. Conociendo a Garzón como yo lo conocía, creo que lo agradeció de verdad, por más que sonara a tópico.
Después intervino un viejo tío de Beatriz, a quien llamaba «nuestra niña», y que a juzgar por su edad debía de haber sobrevivido a varias batallas de las muchas que jalonan la historia de España. Luego pasamos todos a una sala donde una pequeña orquesta desgranó suave música bailable.
—¡Vaya bodorrio, inspectora! Se nota que la mujer del subinspector es gente de pasta y señorío —me dijo Sonia, que estaba un poco achispada.
—¿Es necesario que sea tan hortera? ¡podía ponerse un poco en consonancia con el sitio donde está!
—Sí, inspectora. Usted perdone.
Marcos se quedó descolocado al contemplar semejante reprimenda.
—¿No has sido un poco dura con ella? La has tratado como si fuera una niña inoportuna.
—Ser inspectora de policía tiene una vertiente de maestra rural, ya te acostumbrarás.
Se dio cuenta de que debía de llevar razón, porque al rato Sonia volvía a hablar conmigo sin mostrar el más mínimo rencor.
En un momento dado, Beatriz y Garzón empezaron a bailar y todos hicimos un corro a su alrededor y aplaudimos. La cara de felicidad que ambos ponían no dejaba lugar a dudas, estaban en un nirvana profundo y exclusivo.
—¡Hay que ver! —dijo García Mouriños en mi oído—. Garzón siempre protestando y mírelo ahora, parece haber nacido para estar ahí.
—Todos hemos nacido para ser felices, estar enamorados y vivir en armonía. ¿No es ésa la idea, juez? Por eso, cuando las cosas se tuercen, intentamos volver a enderezarlas con cabezonería.
—Es verdad, cabezotas sí somos, pero felices...
—¿Por qué está usted tan cenizo?
—No sé, como les ha dado a todos por casarse en masa...
—Cásese usted también, ahora que Mercedes se queda sola...
—Probablemente viviremos juntos, pero ni ella ni yo somos partidarios de recurrir a las leyes institucionales.
—Eso es muy mosqueante, siendo usted juez...
—¡Bah, olvídelo! Casado o sin casar tengo una noche melancólica. ¿Recuerda aquella película clásica en la que, durante una boda...?
Los dioses vinieron a librarme de la cinefilia rememorativa del juez. El baile de los novios había terminado y Garzón se acercó a hablar con nosotros. García Mouriños se interrumpió cediéndole todo el protagonismo.
—¿Y bien, cómo te sientes sumido en tu funesto nuevo estado?
—No me toques los cojones, juez. Para ti es una broma, pero yo no las tengo todas conmigo.
—¡Bah, tonterías!, ya verás cómo sobrevives; todo consiste en ser paciente y pedir suerte a Dios.
Marcos estaba sorprendido por nuestras bromas. En un aparte, me preguntó:
—¿De verdad sois todos tan enemigos del matrimonio?
—¡Bah, no hagas caso! Teníamos la pretensión de pertenecer a un selecto club de solitarios. Algo así como si estuviéramos en la posesión de secretos privilegiados: la libertad, la independencia, la tranquilidad...
—Me da un poco de miedo.
—¿Por qué?
—Es como si hubiera irrumpido en algo agradable y consolidado sólo para estropearlo.
—¡Olvídalo, es sólo pitorreo! El ochenta por ciento de las palabras que nos dirigimos en cualquier circunstancia es pura ironía sin malicia ni consecuencias.
Sonrió:
—He caído en un club muy original.
—Trabajar con el asesinato es de por sí muy original.
—No sé si me acostumbraré a oírte decir esas cosas.
De repente le tomé el antebrazo con fuerza y lo miré a los ojos:
—Marcos, ¿hay algo que te preocupe? ¿Crees que quizá deberíamos concedernos un poco más de tiempo para estar completamente seguros?
—La respuesta es no, sin matices. Aunque quizá tú, individualmente, hayas pensado que...
—En absoluto. ¿Te parece que eso admite matices?
—No muchos.
—Pues dejémoslo ya.
Yolanda y Domínguez habían empezado a gritar «¡Vivan los novios!», ignoro muy bien por qué precisamente en aquel momento. Todo el mundo respondió con júbilo. Finalmente no hacían falta tantas razones para tomar una decisión, ni era necesario preguntarse mil veces de qué materiales estaba formada la felicidad. «¡Vivan los novios!», volví a chillar como una forofa deportiva, y mientras el coro me respondía, a plena voz, Garzón me miró y sonrió con agradecimiento.
Pocos meses más tarde nos casamos Marcos y yo. Fue extraño, me sentía como si asistiera a la ceremonia de otra persona. Supongo que participar en un solemne rito simbólico a aquellas alturas de mi vida era algo que no comprendía muy bien. Pero en fin, allí estábamos dispuestos a ratificar una vez más que la convivencia amorosa es posible. Preferí, sin embargo, no llevar los pensamientos al plano teórico; el matrimonio es lo que es y yo había decidido intentarlo de nuevo.
Nuestros invitados formaban un grupo reducido pero bullicioso. Todos mis amigos de comisaría asistían endomingados y felices. Mi hermana había llegado desde Madrid dispuesta a ser mi representación familiar, y también a divertirse. Podía oír su risa desde todos los rincones de la fiesta. Se mondaba con García Mouriños, le parecía un ejemplar genuino del tipo de gente que rodeaba a su hermana: policías de paisano, jueces excéntricos... Yo sabía muy bien cómo veía mi vida, algo así como una broma teñida de todos los tonos de la originalidad.
Por parte de Marcos estaban todos sus hijos. Federico, el primogénito, a quien aún no conocía, llegó desde Londres, donde estudiaba. Era un adolescente espigado y serio. No se parecía para nada a su padre, era más enjuto, más moreno, menos corpulento y sensual. Tenía algo de santo del Renacimiento. Al poco rato de oírlo hablar comprendí que la ironía de la que hacían gala Hugo y Teo provenía de su hermano mayor. Era gracioso, mucho mejor para mí. No parecía contrariado ante la tercera boda de su padre, pero sin duda se preguntaba por qué éste se había enamorado de una policía divorciada sin ningún atisbo de ser especial. En cualquier caso, no parecía estar locamente interesado en las metamorfosis que sufría su familia. A los diecisiete años hay algo que te bloquea por completo la atención: tú mismo. A esa edad el mundo de los adultos se te antoja algo absurdo, pesado, estúpido y carente de sentido. Por eso debía de darle igual que yo fuera policía o guardia forestal. Supuse que entre sus planes de futuro figuraría casarse una sola vez y ser fiel y feliz eternamente o no casarse jamás. Luego, como siempre, la vida determinaría lo que iba a pasar. Recordaba muy bien mis propios pensamientos en la juventud como para extrañarme ante nada. De cualquier manera, estuvo correcto y educado, dando indicios de que su mente se hallaba en el fondo a muchos kilómetros de allí.
Los gemelos no habían llegado aún a la edad preadulta, así que mostraban con nosotros un poco más de comprensión. Lo miraban todo con interés, aunque creo que su prioridad era atacar sin miramientos un atrayente bufet que habíamos encargado a una empresa de catering. Antes de que se hubiera dado el pistoletazo de salida, miraban cada plato calibrando por dónde empezarían. Les costó contenerse hasta que todos pasamos al patio trasero de mi casa, donde habían sido primorosamente dispuestas las mesas.
En cuanto a Marina... Marina estaba preciosa, enfundada en un vestido blanco con lacitos en las mangas. Se mostraba, como siempre, prudente y silenciosa. En un momento de la fiesta en el que yo estaba sola, se acercó para preguntarme:
—¿Es en esta casa donde vamos a vivir cuando vengamos a veros?
—Sí, ¿qué te parece?
—No hay habitaciones para todos.
—Tu padre ha dibujado unos planos y haremos la casa más grande.
—¿Tendré una habitación para mí?
—Desde luego.
—Es que no quiero dormir con Hugo y Teo. Siempre están escuchando música y me molestarán.
—Por eso no te preocupes, tendrás tu propia habitación.
Mi afirmación categórica pareció tranquilizarla. Realmente su inteligencia práctica era mayor que la correspondiente a su edad. De un modo diplomático pero efectivo, en el momento justo, había asegurado su espacio vital en la nueva situación que se avecinaba. Rubricó el pacto diciendo con una sonrisa:
—Estás muy guapa con ese vestido.
Me había comprado un traje azul marino con solapas enormemente grandes que volaban un poco. Me daba aspecto de hada madrina con un punto de sobriedad. Procuré que fuera muy diferente de los que había utilizado en mis dos bodas anteriores, me parecía un detalle de buen gusto no repetir. La primera vez me casé con un vestido crudo de seda y una gran pamela. La segunda opté por algo menos convencional y provocador: una falda de tubo rojo sangre combinada con un abrigo negro, de satén. Ahora no necesitaba comunicar ningún mensaje extra con mi atuendo, así que opté por la discreción. Todo era diferente en este tercer matrimonio: me unía a un hombre en estricto plano de igualdad. No sería de él ni hija ni madre, sino sólo esposa. Tendría, además, una legión de vástagos postizos a los que ni siquiera sabía aún cómo tratar. En fin, suponía que comportarme con ellos de manera natural era lo más aconsejable, si bien tampoco pensaba hacer de eso un problema. El futuro me dictaría qué hacer. Pensaba, en cualquier caso, que la primera regla de oro que debía imperar en mi nueva vida era seguir siendo yo misma, si es que eso tiene algún sentido en realidad.
Mi hermana aprobó ampliamente la elección de marido, y me lo hizo saber en su estilo desenfadado e informal:
—Está rebueno, en serio, aunque parece un poco soso.
—¿Qué quieres que haga, tirar cohetes?
—No, pero me había formado la idea de que se trataba de alguien más loco.
—La locura que haga falta la aportaré yo.
—Oye, Petra, ¿y tendréis hijos y toda la pesca?
—¡Amanda, por Dios!, ¿has visto cuántos hijos tiene él?
—Ya, pero pensé que a lo mejor querríais formar un albergue infantil o algo por el estilo.
La dejé por imposible, al menos le daba por delirar y no por hacerme recomendaciones trascendentes de cara al futuro. De haber estado vivos alguno de mis padres sí me hubieran dado ese tipo de consejos. Una actitud comprensible, aunque no lógica, ¿por qué un tercer matrimonio se contempla más como un cúmulo de fracasos que como un acto de renovada fe en el amor?
Marcos me observaba, divertido. En el fondo, y en contra de su tendencia racionalista, pensaba que nuestra unión no era fruto de la casualidad, sino de una especie de destino ciego y sabio, consciente de lo que nos convenía a los dos. ¡Ojalá estuviera en lo cierto!
Garzón no se había engalanado con uno de sus antaño habituales trajes de párroco castrense. Iba de azul oscuro, con hechuras flexibles y ligeras. Parecía evidente que una de las influencias que Beatriz iba a ejercer sobre él sería la del estilo. Eso, debo confesarlo, me producía una cierta nostalgia. ¿Abandonaría para siempre el subinspector aquellas inefables pintas con las que solía presentarse en público? ¿Qué pasaría con sus rayas diplomáticas de embajador del Telón de Acero, con sus chaquetas armadas como yelmos, con aquellos pantalones bien subidos por encima de la cintura que a veces ataba con una correa de serpiente tropical? De ahora en adelante, nada sería lo mismo; de modo que debía ir acostumbrándome a verlo ataviado con elegancia y distinción. Buena razón lleva quien afirma que todos cambiamos irremisiblemente tras el matrimonio... Claro que, bien pensado, ¿para qué ese obcecado empeño en permanecer idénticos a nuestro pretendido patrón original? En realidad, todos estamos cambiando siempre, continuamente. ¡Qué más da!, si somos inteligentes debemos concluir que la esencia de la vida es la aceptación de lo que viene, pero nunca una aceptación resignada y doliente, sino la que queda después de estar bien seguros de haber intentado ejercer hasta el último minuto nuestra voluntad.