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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Nido vacío (36 page)

—¿Esto va a continuar mucho rato?

—Continuará hasta el final, pero el desenlace ya se acerca, no se preocupe. Giorgui, el bello Giorgui, cometió un desliz imperdonable. Y cuando digo imperdonable tómelo en el sentido literal: usted no lo perdonó. Se enamoró de otra y la abandonó a usted. Su rival resultó ser una mujer fuerte y hermosa, joven como él, de su misma nacionalidad. Era una de sus nuevas pupilas, de nombre Marta Popescu. Usted debía de haber temido muchas veces que llegara ese momento, ¿verdad? Los hombres son desagradecidos. Usted había roto todos sus principios morales por él, lo había acogido incluso siendo un criminal, y ¿para qué? Para que la plantara por una prostituta. No lo perdonó, ni después de muerto lo ha perdonado.

Pepita Loredano había dejado de interrumpir. Fijó los ojos en el suelo y guardó silencio.

—Entonces fue cuando se llevó a Delia a su casa fingiendo que se había fugado del centro. Delia era una niña difícil, pero confiaba en usted, la quería. Tenían las dos una relación mucho más cariñosa y personal de lo que mostraban en público. Delia robó mi pistola. Alguna vez le había contado a usted lo fácil que podría ser para un niño de la calle hacerlo, y en ese momento usted la instó a que pusiera en práctica el plan. Cosa que intentó, supongo, repetidas veces hasta que encontró la ocasión ideal, y eso no dice nada a mi favor. Incluso puede ser que Delia le diera un día una sorpresa presentándose con la pistola en su casa. Así podían vengarse: las dos. Y eso sucedió. Usted detalló el modo, preparó el plan y la niña disparó sobre... Marta Popescu. Muy fácil, un juego de niños para las dos. Sólo tuvo que convencer a Delia de que Marta era su enemiga, de que había tenido algo que ver en la desaparición de su madre. Lo malo es que Rosa estaba delante cuando se cometió el asesinato. Era una testigo y tuvo que llevársela también, ocultarla en su casa. Aun así, fue fácil, el cadáver no se descubrió hasta muchos días después, tan fácil que se podía completar la venganza con toda naturalidad. Giorgui cayó la semana posterior, en la calle, como un perro. Usted tampoco disparó, lo hizo su brazo armado, una niña de apenas diez años que se había revelado como una fantástica asesina profesional. ¿Qué le parece, voy bien?

—Todo eso son conjeturas que tendrá que probar. —dijo sin ganas.

—Se probarán. La figura del instigador de un crimen está perfectamente especificada en derecho. Ya lo verá. Pero pasemos a la última parte: usted ha ejecutado su venganza y tiene las manos aparentemente limpias de sangre. Todo puede ser achacado a una niña descarriada que se encontró un buen día con una pistola en las manos y quiso vengar a su madre. Para que la policía se centre en esa hipótesis, nos envía un anónimo con el nombre de la madre de Delia. Sólo faltaba desembarazarse de la propia niña, y esa parte crucial del proyecto sí tuvo que ejecutarla usted. Dígame una cosa, señora Loredano, ¿qué se siente al dejar sin vida a un ser humano tan pequeño, tan confiado, tan indefenso a pesar de todo?

La directora se retorció como un gusano acosado con un palo. Luego se puso tan tensa que la voz no conseguía salir de su garganta. La piel de la cara fue cubriéndose de amplias ronchas rojas, también la base del cuello. Por fin las palabras, estranguladas por la ira y el horror, se dejaron oír como susurros roncos:

—Eso no, nunca, yo no hice nada malo a esa niña. He pasado la vida entera preocupándome de esas niñas. Nunca lo hubiera hecho, no.

—¡Qué extraños son sus sentimientos hacia esas niñas! Por una parte, es cierto, se ha pasado la vida cuidando de ellas. Niñas perdidas, abandonadas, dejadas de la mano de Dios. Niñas a las que nadie quiere y que parecen incapaces de querer a nadie. Pero, por otro lado, hay algo en usted que la lleva a rechazarlas casi con asco. Son el resultado del mundo más abyecto, de la existencia más miserable, vienen de la escoria, de las mujeres y los hombres que ya no tienen a nadie por debajo en la escala de la decadencia moral.

—¡No! Rosa vio cómo Delia mataba a su madre. Su madre la había explotado, maltratado durante toda la vida, pero ella seguía queriéndola. ¿Entiende usted eso, inspectora? Fue inútil explicarle que era su enemiga, que le había hecho mucho daño y continuaría haciéndoselo. Vendía a la niña por cuatro cuartos, no le importaba nada. Pero todas esas criaturas son así; al final sus madres, que las destrozan, siguen siendo sus madres ante todo. Si quiere que le diga la verdad, eso es algo asqueroso.

—¿Fue usted quien le dijo que disparara sobre Delia?

—¿Es que no consigue entender nada? ¡Usted qué va a entender!, nunca ha convivido con esas niñas. ¿Cree que son criaturas normales, alegres y juguetonas, que han tenido la desgracia de tener unos padres horribles? Se equivoca, ellas han heredado los genes, han vivido en la depravación, ¡ya llevan la marca para toda la vida!

—Con lo cual, resulta muy fácil convencerlas para matar.

—Rosa no dijo nada después de ver morir a su madre. Se guardó lo que sentía como había hecho toda la vida. Me engañó, creí tener la situación controlada. Las dejé solas para ir a trabajar. Cuando volví, Delia estaba muerta. Rosa había cogido la pistola de donde yo la tenía guardada y disparó. Así de fácil. Estaba sentada en el suelo al lado del cadáver, quieta y sin llorar. Abandoné el cuerpo en el parque, no podía hacer nada más.

—Una historia terrible, que admite preguntas y dudas. ¿Cómo se le ocurrió dejar la pistola en casa estando las dos niñas solas?

—¡No podía traerla al centro!

—¿Qué pensaba hacer con las dos niñas, adoptarlas y formar una familia feliz?

—Las hubiera tenido en mi casa un tiempo, hasta que las cosas se hubieran calmado. Después habrían vuelto al centro y, bajo mi supervisión, se hubieran preparado para tener una vida mejor.

—¡Estoy conmovida, señora Loredano!

—¡Le estoy diciendo la verdad! ¡Yo no maté a Delia, no la maté, tiene que creerme, eso no podría haberlo hecho nunca! Yo no he tenido hijos, ni cariño, ni amor, esas niñas eran lo único que me quedaba. ¿No se da cuenta? Usted misma ha dicho que necesité de otra mano para disparar sobre gente que odiaba, ¿cómo podría haber asesinado a una niña que confiaba en mí, cómo?

—Usted sabrá lo que hay dentro de su mente, yo le aseguro que no puedo ni imaginarlo, pero lo poco que intuyo me indica que no debo creerla, igual que nadie la creerá.

Volvió a caer presa de una compulsiva agitación. Su cuerpo tembló con estertores y se tiró al suelo, convulsionándose como una epiléptica. Llamé inmediatamente a los policías que estaban fuera. Creo que la llevaron al servicio de urgencias más cercano a comisaría. Pero no estoy segura. Me daba igual, había terminado con ella, ya era un caso para el juez. No sentía curiosidad, sólo deseos de alejarme de su entorno, de los meandros angustiosos de una personalidad repulsiva.

Abandoné la comisaría. Fui al centro El Roure, necesitaba un rato de meditación. Paseé por el jardín. Los parterres de tulipanes azules brillaban al sol. Busqué con la mirada a aquella anciana con la que había compartido un rato de charla, pero no estaba. Quizá se había marchado ya o aquel día había renunciado a su ración de belleza, de la que alguna vez había formado parte aquel guapo jardinero sin corazón. Extraño cuadro de hermosura bajo el que se ocultaba la maldad, aunque quizá todo es así, puramente aleatorio y engañoso. Todo está mezclado, nada es de una pieza. La belleza no implica bondad, ni la niñez inocencia, ni el amor compasión, y las esplendorosas flores mecidas por la brisa sólo son la prueba de un crimen.

Días más tarde supe que la pequeña Rosa Popescu había admitido sin ninguna reserva ser ella quien disparó sobre su compañera de infortunios. En ningún momento intentó ocultarlo. Dijo haberlo hecho por propia iniciativa. Los psicólogos que trabajaban con nosotros se esforzaron mucho para no causarle daños emocionales durante los interrogatorios. Quedaron muy impresionados por su aparente calma y equilibrio, pero se dieron cuenta de que era como si no sintiese nada en absoluto. No lloraba, pero tampoco sonreía. Miraba sin expresión, como si lo que veían sus ojos no le interesara en absoluto. Se había puesto a salvo del horror, pero nadie sabía si alguna vez le sería posible hacer algo más que seguir viva.

Quizá no hubiera sido necesario mentirle a Pepita Loredano sobre la supuesta prueba del ADN. En su casa se encontró, escondido, el teléfono móvil de Giorgui Andrase. Sin embargo, no me arrepentía de haberlo hecho: la mentira aceleró el proceso. La directora de El Roure seguía empeñada en negar que las niñas hubieran cometido los asesinatos bajo su influencia, pero todo era cuestión de tiempo.

El comisario Coronas estaba contento, pero alarmado. Un caso de componentes tan morbosos excitó a la prensa hasta la histeria. Tanta fue la expectación que el centro El Roure, nuestra propia comisaría y la cárcel donde fue destinada Pepita Loredano en espera del juicio tuvieron que ser vigiladas por la policía para que los periodistas no alteraran el funcionamiento normal con su cerco. Al cabo de un tiempo, cuando ya se había informado de todo cuanto era posible, el interés decayó. La gente dejó de pensar esquemáticamente en redes de prostitución, pobres niñas sufridoras de abusos por parte de sus propios padres, malvadas directoras de centros infantiles y falsos jardineros proxenetas. No sé qué consecuencias sacarían, si es que se puede sacar alguna sobre el género humano.

Debería decir que nuestro equipo de investigación descansó por fin; pero eso no fue en absoluto cierto. Descansamos de aquel caso terrible que nos había llevado por la calle de la amargura dándonos, además, motivos de múltiples desalientos, pero empezó para casi todos nosotros una época insólita de ceremonias y celebraciones que nos mantuvieron en plena actividad.

Epílogo
La boda de Yolanda

Nunca una presunta asesina había tenido en sus manos el futuro sentimental de tanta gente. Era como si la nómina en pleno de nuestra comisaría hubiera esperado a que la investigación estuviera finalizada para casarse. Coronas estaba que trinaba, si bien no se atrevía a manifestarlo con acritud porque finalmente nuestras pesquisas habían terminado con bien. Aun así, lanzaba pullazos que a él debían de parecerle suaves.

—¡Vaya, está visto que no hay nada como unos buenos asesinatos múltiples para que se desencadene una oleada de amor colectivo! Me van a dejar ustedes la comisaría en cueros: Yolanda. Domínguez, Garzón y hasta usted misma, Petra, que aún no puedo ni creérmelo. —Me dijo un día—. En un primer momento entendí que el casorio de Garzón y el suyo era el mismo, y le confesaré que me entró un ataque de pánico.

—¿Le hubiera parecido una unión contra natura?

—¡Me hubiera parecido un follón del carajo! No es que sean ustedes el no va más en detectives, pero ese tándem raro que forman funciona bastante bien. Siempre apuran hasta que las cosas están al rojo vivo, pero al final resuelven los casos sin provocar demasiados daños colaterales.

—Yo diría que no provocamos ninguno.

—Usted limítese a asentir, ya que estoy halagándola.

—Sí, señor.

—Oiga, Petra, me meto donde no me llaman, pero con referencia a su matrimonio: ¿usted lo ha pensado bien?

—¿No casarme con el subinspector?

—Hablo en serio, me preocupa. Siempre la había oído decir que así se cayeran los muros de Jericó, usted no volvería a casarse jamás.

—He pensado que los muros están para derribarlos. Pero no se inquiete, sé lo que hago. He encontrado al hombre ideal, el único con quien acometería un nuevo intento de matrimonio.

—Pero, Petra, con su carácter...

—¿Infernal?

—Solitario, no digo más.

—Lleva razón. Si no fuera policía me limitaría a convivir con Marcos cada uno en su casa, como ahora se lleva. Pero al ser policía veo tantas cosas desagradables que me conviene un plus de vida serena y convencional.

—Ya sé que este caso la ha afectado mucho, pero ahora está resuelto, no piense más en él.

—¿Me garantiza usted que no tendré ningún otro parecido?

—No puedo prometer una cosa así.

—¿Cuántos años hace que está usted casado?

—Unos treinta.

—¿Siempre con la misma mujer?

—Mi generación es más conservadora que la suya.

—¿Y qué tal lo lleva?

—No lo llevo mal. Además, comprendo a la perfección lo que quiere decirme. Hay veces en que el mundo parece un estercolero, y si tienes a tu lado alguien que no ve toda esa fealdad... ¡En cuántas ocasiones un plato de comida recién preparada y un rato de conversación sobre cosas cotidianas me ha salvado de la depresión al volver del trabajo!

—De eso se trata, si bien el plato de comida no lo tengo asegurado, porque él es el hombre y yo la mujer, y ya sabe usted que eso de la cooperación doméstica es un mito mayor que el monstruo del lago Ness.

—¡Petra Delicado, siempre peleona como un samurái! Le deseo que sea muy feliz, se lo merece. ¡Todos nos merecemos ser felices, qué carajo!

Era un buen hombre, el comisario, todo consistía en aguantar sus primeras andanadas sin inmutarse, cosa que Yolanda, no tan experta como yo en andanadas de todo tipo, no acababa de comprender. Una semana antes de su boda me la encontré llorando en mi despacho. Coronas le había dicho que esperaba que, una vez casada, no descendiera su rendimiento, o se vería de nuevo en la Guardia Urbana poniendo multas de tráfico rodado. Intenté animarla sin ponerme blandengue:

—¿Y por eso vas a ponerte a llorar?

—Nerviosa que estoy y sólo me falta que el jefe vaya tocando la moral.

—Pues si de verdad estás decidida a casarte, deberías ir acostumbrándote a todo tipo de toques morales.

Se echó a llorar con más intensidad. Estaba sensible y tontorrona como una niña con sueño. Le palmeé la espalda con energía:

—¡Vamos, Yolanda, un poco de ánimo! ¿No ves que estoy de broma?

—¡Todo el mundo se mete conmigo! ¿Usted cree que hago bien casándome, inspectora?

—¡Pues naturalmente! Mírame a mí: ¡voy a casarme por tercera vez! ¿Y cómo se supone que tú vas a hacer lo mismo algún día si ni siquiera te casas la primera?

Agitó la cabeza y me miró como dejándome por imposible. Luego se echó a reír:

—¡Es usted la berza, se lo aseguro!

—Me siento muy halagada. Te confesaré que hubiera preferido ser para ti una hermosa flor otoñal, pero con la berza me conformo.

Huelga decir que estaba invitada a la boda, así como un montón de gente de comisaría. En mi caso, también podría haber asistido a la celebración de su despedida de soltera, honor que decliné argumentando que mi presencia inhibiría a las demás invitadas, todas jóvenes y con ganas de diversión. El relato que hizo Sonia a la mañana siguiente de semejante evento me convenció de lo bien que había hecho quedándome en casa. Por lo visto, había habido en la fiesta todo tipo de efusiones típicas en este tipo de festejos: canciones pícaras, borrachera general, batalla con huesos de aceituna y, como colofón, las asistentes habían regalado a Yolanda un enorme pene de peluche en color rosado. ¡Mucho más de lo que yo podría haber resistido sin perder la compostura!

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