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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Nido vacío (15 page)

—Petra.

—Dime.

—Te lo agradezco muchísimo, a mí tampoco me apetecía dormir solo esta noche.

—Ya ves que ha sido fácil.

—¿Nos veremos otro día?

—Otro día quizá sí.

—Te llamaré.

Tenía sueño, estaba achispada. Disolví dos aspirinas efervescentes en un vaso de agua. Me las tragué. Luego me puse el pijama y me metí en la cama. Estaba como una cabra; tenía en mi sofá a un hombre que casi no conocía, durmiendo como un amigote de toda la vida. Aunque, ¿qué importancia tenía? Todos somos individuos perdidos en la misma selva, ¿por qué negar una manta a quien tiene frío? Además, bien pensado, era agradable saber que aquella noche un hombre educado y aparentemente bondadoso me haría una más que discreta compañía.

5

Yolanda tenía ojeras y, según me dijo, su compañera Sonia también llevaba pintado en la cara el cansancio que suelen conllevar las vigilancias exhaustivas.

—En ese taller de las narices no pasa nada especial, inspectora; a no ser que quiera meterles mano por la parte laboral, y tampoco es para morirse. Algunas chicas salen un rato más tarde; pero deben de estar haciendo alguna hora extra y nada más. Son un grupo bastante grande y se las ve tan pimpantes charlando y voceando. No creo que nadie metido en algo ilegal se tome la vida con tanta naturalidad. De momento no parece que ahí dentro se haga nada más que coser.

—De todos modos, seguid en ello. Ahora está Sonia, ¿no?

—Allí está, aguantando mecha, la pobre. Yo voy a ver si duermo un rato hasta el horario de tarde. Esta noche no he conseguido pegar ojo.

—Vivimos tiempos revueltos, querida Yolanda —me apresuré a decir antes de que intentara contarme las razones de su falta de sueño.

Por experiencia sé que la gente sólo se queja del insomnio cuando media algún problema personal que quiere contarte. Creo que ella se percató de mi manera anticipada de quitármela de en medio, porque volvió a dedicarme una de aquellas miradas suyas, que contenía un reproche inespecífico pero real. Tanto peor. Aun en contra de mi voluntad me había convertido con los años en la confidente de los asuntos amorosos de Garzón. Sólo me faltaba ahora que aquella jovenzuela hiciera lo propio. Que se confesara con Sonia, una colega de su edad, o con su madre, ¿acaso Yolanda no tenía madre? Pero de nada me sirvió la estrategia, Yolanda salió del despacho y casi inmediatamente regresó sin exhibir ni una excusa.

—Inspectora, ¿usted cree que hago bien al seguir con Ricard?

—¿Yo? Pues no sé, Yolanda, no lo he pensado. ¿Por qué no le pides consejo a tu madre?

—¿A mi madre, me lo dice en serio?

—Completamente. Las madres tienen mucha experiencia de la vida y son quienes mejor nos conocen. ¿Quién te conoce mejor que tu madre?

—¿A mí? ¡Cualquiera!, el que sirve los cafés en La Jarra de Oro, la taquillera del metro... Cualquiera mejor que mi madre. Además, mi madre qué coño va a tener experiencia de la vida. Toda la vida casada con el machista de mi padre, toda la vida haciendo lo mismo, sin trabajar fuera de casa, sin tener otros novios o amantes. Ya me dirá usted cómo me va a aconsejar. Si al menos fuera la madre de Sonia... Es de la época hippy y ha vivido más. ¿Sabe cómo se llama la hermana mayor de Sonia?

—Ni idea.

—«Amanecer», se llama «Amanecer». Y a ella le pusieron Sonia porque su abuela insistió, porque en realidad querían llamarla «Algodón».

—¿Algodón Hidrófilo?

—No se cachondee, es verdad. Su madre decía que el algodón es una cosa sencilla y natural, que viene del campo y es blanco, suave y blandito. Ya sabe usted el rollo del que iban aquellos hippies de los años setenta.

—¿Y crees que una madre que comete tantas insensateces con los nombres sería una buena consejera? Seguro que la tuya tiene más sentido común.

—Que no, inspectora, que yo sé de lo que hablo. Cuando les dije a mis padres que me iba a vivir con Ricard, se pusieron de los nervios. Y todo por la diferencia de edad y porque es psiquiatra. Fíjese que mi padre llegó a decirme que un viejo y encima médico de locos no podía ser de fiar.

—Quizá no iba tan desencaminado.

—¡Pero si Ricard tiene la misma edad que usted!

—Y ambos somos bastante mayores que tú, te lo recuerdo.

—Bueno, pues vale, imagínese que voy ahora a mis padres, que ya han asumido lo del loquero, y les digo que voy a enviarlo al carajo...

—Tienes que preguntarte qué quieres hacer tú, independientemente de otras opiniones.

—Entonces, ¿qué?, ¿le pregunto a mi madre o no le pregunto a mi madre?

—Yolanda, pregúntale a quien quieras, a cualquiera menos a mí. Yo no soy la persona indicada para darte consejos sentimentales, ¿comprendes?

—¿Eso es porque Ricard había sido novio suyo?

—No. Eso es porque esto es una comisaría y aquí venimos a trabajar y yo soy tu jefa y acabo de darte una orden que no has cumplido aún.

—Sí, inspectora, pero también el subinspector Garzón está a sus órdenes y también trabaja en esta comisaría y, sin embargo, con él se va a tomar cervezas y charlar de sus cosas en La Jarra de Oro y conmigo no, a mí no quiere ni escucharme cinco minutos.

Me miraba con gesto tenaz. ¡Dios, aquella cabezonería suya, que era tan buena para la investigación, resultaba funesta en otros campos! Pero no se amilanaba, esperaba respuesta, no dejaba de clavarme los ojos como si su próxima bocanada de aire respirable dependiera de mí. Carraspeé, intentando encontrar una salida.

—Veamos, Yolanda, concretamente, ¿qué quieres de mí?

—Que en un rato que tenga libre y no estemos trabajando tome una cerveza conmigo y hablemos. Tampoco es demasiado pedir.

—Está bien, muy bien, de acuerdo. Ya encontraremos el momento, pero lo que yo pueda decirte no será más que una opinión como hay cientos y miles.

Asintió con firmeza.

—Vale, pero luego no se olvide de que lo ha prometido. Adiós, inspectora.

Porfiada como una joven mula, así era Yolanda. Me gustaba, estaba segura de que llegaría a ser una excelente policía, pero su insistencia en preocuparse por el amor podía dar al traste con su futuro y mi paciencia. Que una chica de su edad estuviera muy inmiscuida en esos temas no podía parecerme nada extraño; pero es que ¡todo el mundo andaba pendiente de su corazón!: los jóvenes, los viejos, las señoras de mediana edad y los padres de familia. Y mientras tanto, nuestra sociedad se cuarteaba dejando al aire sus miserias. ¿O es que estaba dejándome obsesionar por mi trabajo? El amor ocupa gran parte de la vida de todo ser humano, y negarlo es inútil. Pero yo no era una experta en el tema. Lo que me apetecía de verdad era decirle a Yolanda que abandonara a Ricard de una vez por todas. Era una pareja sin futuro, un tándem escorado en experiencia hacia un lado. Además, él intentaba cambiarla y eso me parecía imperdonable. ¡Eran tan disímiles en todo!: edad, formación, gustos, clase social... Claro que también lo eran Beatriz y Garzón, y a él estaba aconsejándole que se casaran sin miedo a las diferencias. Una cosa parecía cada vez más evidente: si aceptabas dar una opinión sobre algo personal, debías decir justo lo que la otra persona quería oír, sin más.

El subinspector metió la cabeza en mi despacho:

—¿Nos vamos, Petra?

Sí, lo mejor era marcharse y trabajar. No pensar demasiado, meterse en la mugre de nuevo, sin rechistar. El amor y la maldad, dos buenos polos opuestos.

En el coche iba adormilada, mientras Garzón conducía canturreando.

—No sé si se lo he dicho, inspectora, pero es que hay otra mala noticia sobre el caso. Bueno, digamos que no hay una buena. Ha llegado el informe de la Interpol, y la víctima no estaba fichada tampoco en el extranjero.

—Me hubiera extrañado tanta felicidad.

—Podría haber sido así.

—Pero no ha sido. En este caso no hay ni una puerta que se abra, ni una. Todo son portazos en las narices.

—Alguna habrá que nos deje por lo menos meter la patita.

Siguió canturreando como si no se diera cuenta de que toda la negritud del mundo se encontraba instalada sobre nuestras cabezas. Trabajábamos en el mismo caso y, sin embargo, mis compañeros parecían más pimpantes que yo. Aquello estaba afectándome en exceso, de modo casi patológico. Permitir que un extraño ocupara el sofá de mi casa para no sentirme sola era algo en lo que ni siquiera me atrevía a pensar. ¿Yo, Petra Delicado, había sido capaz de algo tan absurdo? Ojalá resolviéramos aquel crimen antes de que acabara conmigo.

Distinguimos el coche en el que Sonia estaba vigilando. Como ya la habíamos avisado de que visitaríamos el taller, no se inquietó, sino que se limitó a poner cara de saludo disimulado. Fue Garzón quien llamó al timbre y, unos segundos después, nos abrió aquella patrona con cara de perro a quien yo había detestado tanto desde que la vi. La expresión que exhibía era todo un poema, pero contrariamente a la primera vez que nos recibió, no prorrumpió en denuestos contra nosotros. De modo glacial, se limitó a preguntar:

—¿Llevan orden judicial?

Garzón cogió la horrenda foto pornográfica y se la puso ante la cara en un gesto brutal.

—Llevamos esto, mírelo bien. Vamos a estar cinco minutos, pero si nos impide pasar, pensaremos que está encubriendo cosas tan encantadoras como las de la foto. Sólo queremos hablar con las chicas.

Lo que vio debió de impresionarla porque, sin pronunciar ni una palabra, nos franqueó la entrada. Entonces los ojos de todas aquellas costureras que se afanaban sobre sus prendas se fijaron en nosotros. Fui yo quien habló:

—Vamos a enseñarles una fotografía muy desagradable. Les ruego que la miren bien y que piensen en lo que ven. Después repartiremos una tarjeta a cada una de ustedes. En ella está escrito nuestro número de teléfono.

Garzón, que se había ocupado de hacer una ampliación considerable, levantó en alto la fotografía para que se distinguiera desde cualquier ángulo. Una reacción contenida pero audible recorrió la sala. Algunas mujeres se taparon la cara, otras cuchichearon entre sí con rostro asqueado.

—No sé si hablan todas ustedes español, pero tampoco hacen falta muchas palabras para lo que les pedimos. Tampoco sé si tienen ustedes hijos pequeños, pero no creo que sea necesario para darse cuenta de hasta qué punto esto es una salvajada. Pues bien, dejen actuar a sus conciencias y si esta noche, o mañana, o quizá pasado mañana o al otro recuerdan o creen recordar algo que nos pueda ayudar a saber quién es capaz de cosas así, llamen al número que ven en la tarjeta. Todo será confidencial, nadie sabrá el nombre de la persona que se haya puesto en contacto con nosotros.

Garzón empezó a entregar las numerosas tarjetas que habíamos preparado. Yo le ayudé por el lado opuesto del local. Tal y como convinimos, no mirábamos a las trabajadoras. Buscábamos una delación, no una confesión pública que muy bien sabíamos que no se daría.

Una vez acabada la labor, saludamos a la dueña del taller con una inclinación de cabeza y salimos. Garzón resopló, ya en la calle.

—Menos mal que ha funcionado, porque es verdad que podría habernos exigido la orden judicial.

—Esa fotografía es un salvoconducto terrible pero eficaz. Esperemos que abra conciencias, además de puertas.

Conciencias, puertas, corazones... Esperar, ése era nuestro cometido ahora, esperar; una de las labores más habituales en la policía, y la más difícil, cuando las investigaciones están al rojo vivo. Mientras esperábamos, nos desplazamos a Gràcia en un nuevo intento de escudriñar el lugar del crimen. Volvimos a preguntar en los locales de la zona. Los dueños o encargados nos conocían ya, y se extrañaban de nuestra insistencia, recibiéndonos con resquemores. Garzón explicaba inútilmente que quizá hubieran recordado algo de lo que no estuvieran seguros la primera vez, un detalle, una duda que se había despejado con el tiempo. Pero no, aquel muerto había sido invisible antes de morir. Regresamos al restaurante Equinox, donde su simpático dueño nos reconoció en seguida. Garzón había decidido que comiéramos allí. Charlamos con el patrón mientras nos servía, pero como era de esperar, no nos aportó nada nuevo. Garzón masticaba en silencio la carne de cordero y parecía haber perdido el buen ánimo de los últimos días.

—Le veo pensativo.

—La verdad, Petra, es que empiezo a pensar que lleva usted razón cuando se muestra tan pesimista con este caso. ¡Ni una pista, ni una mala pista!, y ya llevamos varios días dando el callo. Un muerto sin filiación conocida y una niña que se ha esfumado en el aire con su pistola.

—¿Va usted insistiendo con la fotografía de la niña en las comisarías?

—He de reconocerle que no. Me fío de nuestros colegas. La tienen colgada en la puñetera pared, y además todos se han enterado de que...

—Siga, no tenga ningún reparo, diga que todos se han enterado de que esa niña me robó la pistola. A estas alturas, el prurito personal es ya lo de menos. De todas maneras, quizá debería hacer usted una ronda de llamadas, no sería la primera vez que nuestros colegas la cagan.

Sacó su libretita de apuntes e hizo una anotación, creo que más por tenerme contenta que porque creyera en la eficacia de la medida. Al final tomamos un té a la menta. Había sido aquélla una de las comidas más silenciosas que recuerdo junto al subinspector. Normalmente uno de los dos saca al otro del desánimo; pero en aquella ocasión estábamos a punto de deslizamos ambos por la pendiente.

—¿Sabe qué le digo, Fermín? Si no logramos resolver este caso voy a dimitir de mi puesto en el grupo de Homicidios.

—¿Pero de qué está hablando?

—De lo que ha oído. Pediré que me devuelvan al Departamento de Documentación. Al fin y al cabo, de ahí salí no hace tanto.

—¡Bobadas, inspectora! ¡Pura reacción emocional!

—Estoy un poco cansada. Éste es un trabajo en el que no se aprende, siempre te encuentras con dificultades con las que no habías contado, y siempre vas descubriendo que el ser humano tiene pozos más profundos en los que caer.

—Sí, pero el cansancio se supera, y en cuanto a los seres humanos... Pues qué le voy a decir.

—No me diga nada. Voy para mi despacho. ¿Qué hace usted?

—Yo en seguida me pongo con la ronda de llamadas.

—Entonces, vamos al mismo sitio.

Aunque no se permitiera decírmelo, él también empezaba a estar tocado por la dificultad exasperante del caso. Nos dijimos adiós en los pasillos de comisaría y yo me topé directamente con Yolanda. Fingió sorpresa, pero yo sabía que había estado esperándome para hacerse la encontradiza. No me dejaría en paz; hasta que me aviniera a hablar un rato con ella.

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