Authors: Alicia Giménez Bartlett
—¿Han tenido acogida en este centro a una niña, hija de una tal Marta Popescu?
—Por el nombre solo no le puedo decir. Tendría que mirar en los archivos, pero hasta que llegue la directora... No tardará mucho, ya lo verán. Tiene que salir muchas veces para ir al banco, hacer pagos del centro a los proveedores, reuniones en la Generalitat... Tiene muchas responsabilidades, la pobre.
—Esperaremos, no se preocupe. ¿Recuerda si Delia hizo alguna amiga mientras estuvo en el centro?
—Pues no sé. Ya les dije que era muy rebelde, con mucho temperamento. No apreciaba la compañía de nadie, se negaba a hablar. En principio, me parece que no. Pero quién sabe, las niñas pasan ratos ellas solas y por la noche conviven todas en el dormitorio sin que nadie las vigile. Hemos llegado a la conclusión de que psicológicamente es mejor así. No queremos que se sientan como en una institución policial.
En cuanto hubo dicho eso, se dio cuenta de la falta de delicadeza e intentó rectificar:
—Quería decir como en una institución penitenciaria, pero al ser ustedes policías se me ha ido la mente a otro lado. No pretendía...
—La hemos entendido, no tiene importancia. Y dígame, Inés, ¿no podríamos interrogar a algunas niñas que hubieran convivido con Delia? Ellas sin duda nos dirían a quién solía frecuentar; quizá nos proporcionaran algunos datos de importancia.
—¡Uy, inspectora, eso sí que lo veo mal! Ya les digo que mi jefa es quien tiene autoridad para dar los permisos de todo tipo; pero dudo que se lo conceda para interrogar a las niñas, la verdad. Ya sé que ustedes, la policía, no acaban de entender que colaboremos tan poco en sus investigaciones. Pero tienen que pensar que el nombre ya lo dice: somos un centro de acogida, y acoger es proteger. Esos niños, por muy demonios que puedan parecer, han sufrido mucho en casi todos los casos, y nunca son culpables de su sufrimiento.
—No intentamos culpabilizar a nadie, sino ayudar a una niña que se ha metido en un buen lío y puede estar en peligro.
—Lo sé, claro que lo sé; pero para encontrar a una niña no podemos poner en riesgo psicológico a todas las demás. La directora es como una madre para todas ellas, y les aseguro que hará cualquier cosa por protegerlas.
En ese justo momento Pepita Loredano cruzó la puerta y su rostro no pudo o no quiso ocultar el profundo desagrado que le producía vernos. Se dirigió a la psicóloga:
—Me dijeron que tenías visita.
—La visita es para ti. Te acuerdas de la inspectora y su ayudante, ¿verdad? —Intentaba a todas luces tratarnos con la cortesía que su jefa nos negaba.
—Sí, claro. —Nos dio la mano con desgana.
—Yo los dejo solos. Ha sido un placer.
La vi alejarse con la convicción de que también se alejaba nuestra mejor baza en aquel lugar.
—¿Ya ha encontrado su pistola, inspectora? —me soltó la directora con deje de reproche.
—No, todavía no. Y lo que es peor, pensamos que sigue en manos de esa niña.
—¡Pues qué bien!
—Nada bien, desde luego, nada bien. —Me contuve para no enviarla al infierno.
—Le aseguro que la niña no se ha presentado por aquí.
—Hoy queremos preguntarle por otra niña que podría haber estado acogida en el centro durante las mismas fechas que Delia.
—¡Ah, vaya!, ¿y qué daño ha hecho esta nueva niña?
—Señora Loredano, por favor, le ruego que cambie de actitud.
—No sé qué quiere decir.
Garzón, intuyendo el peligro, terció:
—Verá, señora, saber si esa otra niña coincidió con Delia en su centro es muy importante para nosotros. Ella no ha hecho nada malo y nada malo le haremos nosotros, de verdad.
—¿Saben su nombre, por lo menos?
—No, pero sabemos que su madre se llamaba Marta Popescu.
—¿Se llamaba?
—La asesinaron hace unos días, en cuanto al padre... No sabemos quién puede ser.
Se llevó las manos a las sienes con desesperación.
—¡Qué desastre, señores, qué desastre! ¿Cuándo actuará la policía de modo que protejan al menor?
—¡Le doy mi palabra de que nosotros no la hemos liquidado! —solté, ya con franca hostilidad. Garzón actuó de árbitro otra vez:
—Es un asunto muy lamentable, muy grave, por eso pedimos su colaboración.
—Vengan a mi despacho —concedió como si fuera la reina de Saba.
La seguimos. Yo cada vez tenía más ganas de saltar sobre ella y propinarle un par de «bajahúmos», pero me limité a soportar lo casi insoportable. Se sentó frente al ordenador, seria como la muerte. Garzón aprovechó para hacerme un par de gestos aplacadores, no quería que mis furias se desataran. La voz de Pepita Loredano sonó ahora tan neutra como el indicador de un GPS.
—Sí, aquí está. Rosa Popescu, hija de Marta Popescu. Esta niña pasó un año con nosotros, en acogida temporal. Su madre, una mujer soltera, ejerció durante un tiempo la prostitución. Los vecinos de su casa denunciaron que dejaba a la niña sola en casa y se le quitó la custodia. Al cabo de un año demostró su reinserción social. Había encontrado trabajo en un taller de costura y consiguió su legalización en el país.
—¿Figura algún dato más sobre ella? —inquirió el subinspector.
—Treinta y siete años. Entró ilegalmente en el país con su hija, nadie sabe cómo. No ha vuelto a dar que hablar. Trabajaba normalmente y cuidaba bien de la niña.
—¿Lo comprobaron?
—La educadora social realiza algunas visitas periódicas, pero si al cabo de un tiempo todo va bien, se da el caso por cerrado.
Cargada de munición, intervine, esta vez sintiendo mi alma pletórica de satisfacciones inconfesables:
—Por lo visto, la protección que dan a sus menores tampoco es muy perfecta, señora Loredano.
—¿Cómo dice?
—Digo que Marta Popescu prestó a su hija para fotos pornográficas en los últimos tiempos.
—¡Eso es mentira!
—¡Eso es absolutamente cierto!
—¡Demuéstrelo!
Garzón intervino, muy suavemente:
—Me temo que es verdad, señora.
La directora enrojeció hasta la raíz del pelo. El encono casi no la dejaba hablar:
—Y de todas maneras, ¿qué quiere?, esas mujeres son escoria, pura escoria. Ni siquiera comprendo cómo la naturaleza les permite concebir hijos. El ochenta por ciento de las criaturas que pasan por aquí lo hacen porque sus padres y madres abusan de ellas, las venden, las abandonan, las maltratan, las cuidan mal. ¡Esa gente da asco, ésa es la única verdad, da asco! ¿Qué podemos hacer aquí en contra de eso?, ¡muy poco!, ¿me oye?, ¡muy poco!
—¡Deje de chillarme y acepte de una vez que estamos en el mismo bando!
—¡Nunca, inspectora, nunca podré aceptar algo que no es cierto! ¡Ustedes acaban su trabajo, designan a un culpable y adiós, toda la basura queda entonces para nosotros! Es aquí donde vienen esas crías, que ya son residuos humanos con seis, con ocho, con diez años, y se supone que debemos encarrilarlas para una vida feliz. Pero eso es muy difícil, entérese, prácticamente imposible, y ¿sabe por qué? Porque esas niñas ya se han convertido en seres duros, taimados, crueles, porque se han vuelto como sus propios padres.
Me miraba desafiante, con la cara congestionada y los ojos en llamas. Garzón rompió el
impasse
de silencio que se hizo patente:
—Por favor, señoras, por favor. ¿Qué le parece si nos vamos, inspectora?
Asentí, di media vuelta y me alejé sin soltar ni una sola palabra. Oí cómo a mis espaldas el subinspector se despedía correctamente de la funcionaria. Crucé el jardín sin detenerme y subí al coche. Garzón llegó un segundo más tarde. Puse el motor en marcha.
—¡Carajo, inspectora, las mujeres se muestran muy solidarias y comprensivas entre sí, pero cuando deciden enfrentarse se vuelven como leopardas!
—Me he comportado como una imbécil —respondí lacónicamente.
—¿Por qué dice eso ahora?
—Porque ella lleva razón. Nosotros señalamos al culpable y ahí acaba nuestra maravillosa labor. ¡Y eso si lo conseguimos!
No pronunciamos ni una frase más. Un mutismo cargado de algo impreciso pero denso se instaló entre nosotros. Garzón me conocía lo suficiente como para saber que me hubiera sido muy difícil hablar.
—¿Le llevo a su casa, Fermín?
—No, tengo que hacer algunos recados. Déjeme en aquella esquina, por favor.
Le obedecí. Bajó y desde fuera me dijo:
—Deje de darle vueltas al asunto esta noche, ¿vale, inspectora?
—Hasta mañana.
Los automovilistas histéricamente impacientes de Barcelona hicieron sonar los primeros claxonazos tras de mí. Arranqué y, a medida que me alejaba, percibía lo mucho que necesitaba la compañía de Garzón. Él hubiera soltado un par de destemplanzas que me hicieran reír, o un par de impertinencias que lograran enfadarme, para acabar riendo también. Pero al mismo tiempo no quería estar con él porque su imagen me hubiera recordado continuamente lo que acababa de oír: nosotros buscábamos un culpable y ella constataba que las niñas a quienes debía ayudar eran ya carne de cañón. Impotencia total.
Aparqué con un nudo en la garganta delante de mi casa. Atravesé la calle y, entonces, de un coche salió un hombre alto y rubio que se encaminó directamente hacia mí. Era Marcos Artigas. Yo había olvidado por completo nuestra cita y llegaba tarde. Su sonrisa parecía cariñosa. Tenía los ojos limpios, las manos grandes y acogedoras. Llevaba una pelliza que se abrió al impulso de sus brazos.
—¡Petra!, ¿cómo estás?
Su voz me trajo un ramalazo de sensaciones agradables: olor a tomillo y romero, mi padre llegando de trabajar, despertares tranquilos en la cama, con un rayo de luz dándome en la cara, el ruido del mar Mediterráneo. Me acerqué a él y le abracé con fuerza. Metí la cara en su pecho amplio y mullido. Podría haberme dormido allí. Él, hombre sabio, no dijo ni una palabra. Me apretó, me cobijó, se convirtió en un perro lanudo y protector para mí. Sin apartarme, le dije:
—Perdóname, estoy un poco deprimida. Me ocupo de un caso tan sórdido...
—¿Quieres ir a cenar?
—¿Y tú?
—Sólo me apetece estar donde tú estés.
—Ven.
Abrí la puerta y lo conduje suavemente al interior.
—No quiero separarme de tu pecho —le dije—. Pero por la escalera nos vamos a caer.
—No nos caeremos.
Me hizo un hueco en su brazo derecho, donde escondí la cara, y así subimos hasta mi habitación. Dejé la luz en penumbra mientras nos desnudábamos y luego me tendí junto a él. Nunca había deseado con más fuerza que en el mundo existiera una armonía, un orden, algo que les devolviera a las cosas su valor, algo que serenara el rugido de la vida, que delimitara el vacío absoluto, que calmara el vértigo.
Si Marta Popescu había sido prostituta, debió de tener una razón para dejarlo. Esa idea resonaba en mi cabeza una y otra vez. En ningún caso me convenció Garzón diciéndome que quizá se había pasado al abuso de menores porque era más rentable. No, en algún momento abandonó la prostitución por algo, quizá se sintió amenazada, o quizá fue cuando consiguió legalizar sus papeles en España. Trabajaba en un taller y, sólo de modo eventual, incluso podría ser que obligada, utilizaba a su hija como modelo fotográfica. De nuevo la figura del confidente tomaba importancia en nuestra investigación. Aquel miserable no había contado todo lo que sabía. La Popescu y él habían sido amantes y, por muy marginal que se sea, uno no comparte lecho con una mujer sin conocer algunos detalles de su vida. Volví a convocarlo para un interrogatorio. Mi compañero Machado no podía afinar las preguntas si no conocía los entresijos de nuestro caso. Debíamos ser nosotros quienes lleváramos a cabo las preguntas. Sin embargo, el maldito confidente había pasado en dos ocasiones por nuestras manos y nunca había dicho todo lo que yo pensaba que debía decir. No sabía de qué modo obtener mejores resultados de él. ¿Amenazarlo, con qué? ¿Volver a los juramentos pomposos y formales? ¿Cuál era su punto flaco, suponiendo que tuviera algún punto flaco aquel maldito cabrón? Eso sí debía de saberlo Machado. Fuimos a verlo. Su primera indicación fue una pregunta:
—¿Hasta dónde estás dispuesta a saltarte las normas?
—El subinspector le arreó el otro día una patada a una puerta. No teníamos orden del juez.
—No está mal. Pero esta vez deberíais ir un poco más allá.
—¿Hasta dónde?
—¿Queréis saber si se guarda un as en la manga o no?
—No perdamos más tiempo, Machado.
—Poned delante de Sánchez a una de esas dos agentes jovencitas que trabajan contigo. Las chicas le gustan a rabiar.
—¡De eso nada, olvídate! No haré nada que vaya contra la dignidad de las mujeres.
—Entonces, Petra, tú verás lo que haces. Yo en tu conciencia sí que no puedo entrar; pero te aseguro que Sánchez es muy sensible a la bragueta. Estoy casi seguro de que, si le pones delante a una joven de buen ver, cantará. A lo mejor sólo con un poco de coqueteo ya iría servido.
—¿Pero tú crees que puedo pedirles semejante cosa a esas chicas? ¡Ni hablar, hombre, ni hablar!, está fuera de discusión.
—De acuerdo, no te enfades conmigo, yo sólo lo decía por ayudar.
Cuando nos quedamos a solas, Garzón adoptó una extraña actitud: remoloneaba, me miraba de reojo, silbaba. Quise dejar clara mi decisión.
—¡Vaya por dónde me sale Machado! ¡Increíble, una idea de casquero!
—Sí, desde luego, rara idea, sí —dijo sin convicción.
—Darles dinero a los confidentes ya me parece mal, pero ofrecerles a mis chicas como señuelo... ¡ni pensarlo!
Garzón silbaba y canturreaba por lo bajo alternativamente. Mis nervios estallaron:
—¡¿Quiere dejar el cuadro sinfónico de una vez?! ¿Por qué no lo suelta ya?
—¿Yo?, ¿qué se supone que debo soltar?
—¡Lo que demonios esté pensando!
—No es nada importante. Sólo recordaba cuando el inspector le ha dicho que en su conciencia no podía entrar.
—¿Y qué reflexión le provoca eso?
—Pues que usted tampoco puede penetrar en la conciencia de Sonia o Yolanda.
—¡Vale, cojonudo!, pero mi conciencia va antes porque yo soy la jefa y no quiero darles órdenes en ese sentido.
—A lo mejor ellas preferirían camelarse a ese tipo con tal de que no cayera sobre su conciencia ningún crimen más.
—Pero como no van a enterarse, su conciencia se quedará tan fresca.
—Todo esto de las conciencias es un lío, inspectora. Yo lo que creo es que cada usuario de una conciencia debe elegir por sí mismo, ¿no le parece?