Authors: Alicia Giménez Bartlett
—Petra, ¿todavía estás trabajando?
—Sí.
—¿No podríamos tomar un café? Te lo ruego, será una cosa breve, pero necesito hablar contigo con urgencia.
Ya tenía el café que deseaba, sólo que la compañía que se me ofrecía no era promesa de mejorar mi ánimo, sino que incluso me arriesgaba a caer en la depresión. De cualquier manera, no podía negarme. La relación con el psiquiatra, corta y extraña, no había acabado de un modo muy negativo. Podía aprovechar para preguntarle sobre el origen del mal en la mente humana. Quedé con él en La Jarra de Oro.
No tenía buen aspecto. Un hombre guapo y presumido como él parecía haberse abandonado: barba de dos días, color macilento, una camisa que no armonizaba con el jersey... Por supuesto, imaginaba de qué quería hablarme, pero ignoraba cuál era su grado de desesperación.
—Petra, estoy fatal.
—No tienes muy buena pinta, realmente.
—Yolanda quiere abandonarme. Supongo que lo sabías, ¿no?
—Algo me dijo. ¿Te ha contado el motivo?
—Se ha enamorado de un policía de su edad que se llama Domínguez.
Levanté los brazos en señal de «¡Qué le vamos a hacer!», pero antes de que pudiera pronunciar cualquier lugar común, él siguió de modo vehemente:
—El otro día me lo presentó.
—¿Y qué tal?
—¿Pero tú no lo conoces?
—Claro, trabaja en Homicidios.
—Entonces no comprendo cómo me puedes preguntar qué tal. Es un chico gallego, simplón, lento, corto de entendederas, por lo que me pareció... ¿Qué puede ver Yolanda en un chaval así?
—¡Vaya pregunta, Ricard, y yo qué coño sé! ¿Qué ves en el otro cuando te enamoras?... Pues eso, amor.
—Es una explicación absurda, y tú sueles ser brillante. No puedes contestarme una perogrullada semejante.
—No puedo preguntarte eso, ni contestarte aquello... ¿estás seguro de que querías hablar conmigo?
—Sí, perdona, no me interpretes mal. Lo que quiero decir es que ese chico no va a aportar nada a su vida.
—¡Ricard, por Dios, eres psiquiatra! Una persona joven no se enamora por lo que el otro le puede aportar, ese tipo de cosas sólo se tienen en cuenta a nuestros años. Eso es algo de cajón.
—Pues no lo entiendo. Yo le doy a Yolanda cariño, estabilidad, posibilidad de aprender muchas cosas, una vida cómoda y sin sobresaltos.
—Será que le gustan los sobresaltos.
—Eso no tiene gracia. Y si te refieres a la cama...
Lo interrumpí de cuajo:
—No, por favor, no admitiré conversaciones de ese tipo. Vamos a ver, Ricard, disculpa que sea práctica. Yolanda se ha enamorado de otro, y ¿yo qué puedo hacer?
—Hablar con ella. Te tiene en un pedestal. Para ella eres exactamente lo que debe ser una mujer. No te pido que la condiciones a mi favor, ¡no soy tan bruto!; sólo te ruego que la hagas reflexionar.
—¿Y si lo que sale de su reflexión no te favorece?
—Eso no es posible. Si reflexiona se dará cuenta de que está equivocándose, de que en el fondo lo único que le conviene es seguir a mi lado. Sólo te pido eso, que la hagas pensar.
Le noté tan fuera de sí que no tuve más remedio que aceptar su petición. Además, quería quitármelo de encima. ¡Joder con los hombres! —pensé—, todos seguros de sí mismos hasta la médula, petulantes, sabelotodos, incapaces de encajar la derrota ni el desamor. ¡No volvería a salir con otro hombre nunca jamás! Regresé al trabajo. ¿Marcos Artigas también era así? Sí, claro, ¿por qué iba a ser diferente? Para empezar, no tenía ni la decencia de llamarme por teléfono para ver cómo me iba. Quizá debía llamarle yo, aunque ¿con qué objeto?, ¿para decirle: «No creas que porque me he ido a la cama contigo eso significa que vaya a existir una relación posterior»? Era obvio que a él no le interesaba una relación posterior. Pero tenía ganas de ser yo quien hiciera semejantes puntualizaciones. ¿Lo llamaba, no lo llamaba? Decidí poner en práctica un consejo que muchas veces había dado: haz lo que te apetezca hacer. Le llamé.
—¿Me recuerdas?, soy Petra Delicado, inspectora de policía.
—¡Petra, qué cosas tienes!
—Como no llamas mucho...
—¿Nos vemos ahora, esta noche, cuándo?
—Ahora no, tengo que trabajar. Mejor mañana. Voy a visitar una prisión y previsiblemente saldré deprimida. Charlar un rato contigo me animará.
—Perfecto, llámame en cuanto estés lista.
—¿Y si tú estás ocupado?
—Me libraré de lo que sea. La verdad es que no me atrevía a llamarte.
—¿Por qué?
—Tengo la impresión de que a un policía que lleva un caso de asesinato se le interrumpe siempre en algo importante.
—No es para tanto. Siempre hay tiempo para un amigo.
—Bien, entonces nos vemos mañana.
Aquello ya estaba mucho mejor. Cada cosa en su sitio. Los hombres siempre se creían imprescindibles, y de vez en cuando había que demostrarles que no era así.
No quise que el subinspector me acompañara a la cárcel de Can Brians. Tenía la sensación de que era mejor un cara a cara entre aquel delincuente y yo. No había previsto una estrategia definida. Sobre la marcha vería qué me parecía conveniente. Estaba dispuesta a todo por sacarle información, a rogarle, a enfurecerme, a mentir.
La prisión era imponente, como todas. Por muy mal que hayan obrado los que están encerrados allí, siempre es terrible pensar que entre cuatro paredes se pudren seres humanos. Pocos son los que se ven favorecidos con una auténtica reinserción. La mayor parte dejan pasar el tiempo sin plantearse nada, quizá incluso sin comprender exactamente qué es lo que han hecho. Algunos se vuelven locos cuando llegan a comprenderlo.
Me llevaron a una pequeña sala donde los presos pueden departir con sus abogados; una sala rectangular despojada de cualquier decoración, de cualquier personalidad. Mientras esperaba a Expósito me encontraba tranquila, me había propuesto no dejarme llevar por ninguna emoción. Sólo lamenté que estuviera prohibido fumar, hubiera querido encender un cigarrillo mientras el tipo llegaba. Cuando por fin llegó, lamenté mucho más la prohibición. Necesitaba un buen agarradero, cualquiera, el tabaco o quizá otro mayor al descubrir la pinta que Expósito tenía. Si Sánchez ya me había parecido un individuo patibulario, debía reconocer que comparado con éste era como Cary Grant. Unos sesenta años, bajo y fuerte, cetrino, de mirada huidiza aunque penetrante como la de un buitre y cabello escaso teñido de amarillo limón. Llevaba una camisa de cuadros con los tres botones superiores desabrochados, y un tatuaje en la mano que representaba una letra de grafía asiática. Sólo le faltaba un cartel que dijera «Soy un delincuente» para completar las pistas sobre su catadura. Suspiré de boca para adentro, esperando que las palabras que había creído que fluirían de mí sonaran por sí solas. Sin embargo, fue él quien empezó la conversación, si es que así puede llamarse.
—No vienen muchos policías a verme. Será porque saben que no me gustan mucho.
Por fin las palabras nacieron, y no sé si eran las indicadas. Me oí decir:
—Usted tampoco me gusta a mí. Preferiría visitar cualquier jaula del zoo.
Se echó a reír con un sonido parecido al estertor de un asmático:
—¡Vaya, es usted graciosa! Me alegro, así por lo menos me divertirá.
—Yo también quiero divertirme, Expósito.
—Venga, pues vamos allá. ¿Quién cuenta un chiste primero?
—Necesito que me diga algunas cosas sobre el caso por el que está condenado.
Volví a oír su risa de hiena acatarrada.
—¡Ja, ése ha sido bueno!; no está mal para empezar.
—Estoy hablando en serio.
—Más divertido aún.
—Déjese de bromas si no quiere lamentarlo.
—Usted no puede amenazarme, inspectora. Todo lo malo que usted pudiera hacerme sería imposible aquí. La cárcel me protege, ya ve.
—Quizá pueda prometerle cosas que le interesen.
Buscó en el bolsillo del pantalón, sacó una pequeña boquilla mentolada y se puso a chuparla. De vez en cuando redondeaba su boca de pez baboso y hacía como si lanzara al techo nubes de humo. Esperé que acabara sus payasadas, pensando que se hacía de rogar, pero entonces dijo algo que me espantó:
—Sé muy bien que la policía siempre miente en estos casos; pero no se preocupe, usted prometa lo que quiera prometer y si luego no se cumple mataré a alguien.
—¿Cómo?, ¿qué está diciendo?
—Que sin salir de aquí y sin despeinarme mataré a alguien, a cualquiera, ahora no le puedo decir quién sería el agraciado. Mi brazo es muy largo. De manera que antes de ponerse a hablar piense bien en lo que va a decir.
Me di cuenta entonces del tipo de pájaro que era, y de hasta qué punto lo había menospreciado.
—¿Usted no tiene ningún interés en la vida, Expósito? ¿No hay nada que le guste de verdad? Y me refiero a cosas que no pueden comprarse ni venderse.
Se quedó un poco desconcertado, sin saber por dónde iba a salir. Apretó la boquilla con los dientes amarillentos.
—Todo se compra y se vende.
—No es verdad. ¿Ha visto que día tan bonito hace hoy? ¿Se ha fijado en que se oyen pájaros cantando en el patio?
—¿Ha venido aquí a decirme esas chorradas?
—No, pero quiero que se dé cuenta de que usted no lo controla todo. También me gustaría que se mirara a sí mismo y viera que no es más que un ignorante. ¿Sabe cómo se generan las estaciones a lo largo del año?, ¿sabe cuántas especies de pájaros hay en España?, ¿tiene la más mínima idea de quién escribió
El lazarillo de Tormes
? Es usted un ignorante y un burro, Expósito. A lo mejor ni siquiera sabe leer.
Había perdido la sonrisa cínica y en su cara granujienta se había instalado un gesto hosco, una mueca que podía esconder cierta cólera. Yo seguí, cada vez más segura de mí misma:
—¿Sabe de qué material está hecha la torre Eiffel?, ¿en qué lugar del mapa se sitúa Sudán? ¿Ha oído alguna vez una sinfonía de Beethoven completa? ¡Bah! Probablemente cualquier chaval de enseñanza primaria tiene más conocimientos que usted.
—¡Yo no pude estudiar de pequeño!, ¿y qué? No todos somos niños pijos.
Ahora era yo quien reía, casi tan teatralmente como él, pero de manera más cantarina. Noté que estaba poniéndose furibundo, su cara enrojeció. Introduje una inflexión en mi tono y un cambio en la estrategia.
—Y sin embargo, Expósito, ya ve. Yo que sé tantas cosas y he estudiado tanto al final necesito saber lo que usted sabe. La vida es extraña, ¿verdad? Y la única manera de que un tipo tan ignorante como usted tenga el más mínimo valor es que me diga lo que sabe. En ese momento servirá para algo.
Estaba casi fuera de sí, pero era duro de pelar. Me miró con sus ojillos como acero al rojo:
—Yo no voy a hablar, inspectora sabihonda, no le voy a dar ni un nombre.
Sentí cómo erigía un muro de piedra entre los dos, pero sin embargo, continuaba entreviendo una posibilidad. Saqué del bolso las fotografías de los dos cadáveres, las puse frente a él:
—No me dé nombres, de acuerdo, pero dígame sólo si los conoce.
Ni asintió ni negó, su cara de rata quedó vacía de toda expresión. Estuvimos al menos dos minutos sin hablar. Yo seguía manteniendo las fotografías frente a él. No podía hacer la menor conjetura sobre lo que pasaba por su mente. ¿Me mandaría al infierno, sería capaz de continuar así diez minutos más? No había sido capaz de ponerlo en la tesitura de tener que hablar, me había limitado a llamarle inútil con la ingenua esperanza de que quisiera sentirse importante. Pero todos los que me lo habían dicho llevaban razón, aquel tipo de tíos no abrían la boca jamás si no se les daba algo a cambio, y yo no tenía nada que ofrecerle. Un minuto más, ahora estaba mirando al funcionario que hacía guardia en la puerta. En fin, al menos lo había intentado. Me levanté y le di la espalda, pero entonces mi última esperanza se vio confirmada. Oí cómo la voz desagradable de Expósito decía:
—A él, sí.
—¿A él lo conoció?
—Sí.
—¿Trabajaba para usted?
—Sí, es un rumano.
—¿Por qué no lo detuvieron?
—Casualidad.
—¿Me va a decir su nombre?
—Podemos estar aquí toda la vida, pero no le daré el nombre.
Le creí, no estaba bromeando ni echándose faroles.
—¿Sabe quién le mató?
—No, algún pirado, tuvo que ser algún pirado.
—¿Por qué un pirado?
—Éste no tenía cuentas pendientes con nadie.
—De modo que no fue usted quien ordenó que lo liquidaran.
—No, ése era un hombre sin importancia en la organización, clase de tropa. ¿Para qué me iba a arriesgar?
—¿Y la mujer, conoce a la mujer?
—No la había visto nunca.
—¿Es verdad eso?
—Sí. Y ya vale, no me pregunte más, estoy cansado.
Recogí las fotos, me levanté. Me resistía a darle las gracias a aquella basura. A él no le pasó por alto ese detalle:
—¿Ni siquiera me lo agradece?
—Quédese en paz, Expósito, y piense un poco de vez en cuando en lo que ha hecho. Eso servirá para mantenerle jodido.
Sonrió cínicamente, se incorporó. El vigilante me abrió la puerta. Oí cómo el preso me llamaba, me volví:
—Oiga, el
Lazarillo
no lo escribió nadie, que conste que eso sí que lo sé.
—Quiere decir que fue un autor anónimo, ¿verdad? Si no lo hubiera escrito nadie, estaría sin escribir. ¿Ve como es usted torpe, Expósito? Adiós.
Hizo un intento más simbólico que real de querer abalanzarse sobre mí, pero el vigilante lo sujetó. Yo salí sin alterar el paso.
Aquella misma tarde le conté el extraño interrogatorio a Garzón. No salía de su asombro.
—¡No me lo puedo creer!, ¿cómo consiguió que hablara, con qué lo amenazó?
—Con nada, le toqué el puntillo cultural.
—¿Está de coña?, ¿qué puntillo es ése?
—Le dije que no sabía nada de literatura ni de geografía, que era un burro solemne, y se picó. Quiso demostrarme que lo que él sabía era importante para mí.
—¡Hay que joderse!, ¿le dijo a ese individuo que no sabía de literatura? ¡Nunca acaba usted de sorprenderme, inspectora, de verdad!
—De todas maneras, no quiso darme nombres.
—A lo mejor si le hubiera recriminado que tampoco sabía nada de historia universal...
—No estoy bromeando, Fermín, ¿por qué no quiso darme el nombre del rumano? ¡Total, si ya está muerto!
—Sí, pero si nos da el nombre y localizamos dónde vivía podemos encontrar más pruebas sobre esa red que lo llevó a la cárcel, incluso podrían salir más inculpados de ahí, y ninguno de esa ralea quiere ser un soplón. Sobre todo, porque si hay nuevas detenciones, a lo mejor el próximo muerto sería él. De todas maneras la información que le ha sacado está fenómeno.