Tras
No sin mi hija
, «best-seller» internacional que ha llegado a más de quince millones de lectores en todo el mundo, Betty Mahmoody relata en el presente libro su regreso a Estados Unidos desde Turquía, las amenazas de muerte que la persiguen, su lucha en favor de las madres separadas de sus hijos a la fuerza como ella misma, la repercusión alcanzada por su libro y los casos más sobresalientes, análogos al suyo, de los que va teniendo conocimiento. La convicción y generosidad personal del combate solitario que emprende la autora y la veracidad conmovida de cuanto relata no decepcionarán a los lectores de
No sin mi hija
, en esta segunda etapa de una aventura en pos de la dignidad personal de las madres y sus legítimos derechos.
Betty Mahmoody
Arnold D. Dunchock
No sin mi hija 2
Por amor a una niña
No sin mi hija - 2
ePUB v1.0
nalasss31.07.12
Título original:
For the love of a Child
Betty Mahmoody, Arnold D. Dunchock, 1993.
Traducción: Rosa María Bassols
Editor original: nalasss (v1.0)
ePub base v2.0
Dedico este libro a todos los niños que han sido secuestrados y llevados a países extranjeros, así como a todos los que viven con este temor.
Nuestra tumultuosa llegada a Ankara me ha dejado completamente agolada. Esta noche de angustia, la obligación de cambiar de hotel, el miedo de tener que enfrentarme con la policía, el primer baño verdadero desde hace días… Me siento nerviosamente vacía al sentarme en el corredor de la embajada americana.
Levanto los ojos con aire cansado hacia el cónsul que me ha recibido. Este hombre delgado, bajito, de rostro simpático, me pide también algo insuperable:
—Hay que ir a la policía a arreglar el problema de sus pasaportes.
—Se lo ruego, hágalo usted por mí, Tengo miedo de la policía. Estos pasaportes no llevan ningún visado. ¿Quiere usted que vaya a explicar a la policía turca que fue la embajada suiza en Teherán la que me los entregó? Aquí somos extranjeras, estamos en la ilegalidad. Anoche pude ver con claridad la reacción del gerente del hotel…
Es espantosamente cierto: la policía turca puede aún meterme en la cárcel. ¿Qué ocurriría con Mahtob? Sería una separación que ni ella ni yo podríamos soportar. Pueden incluso extraditarnos a Irán. No quiero ir a ninguna parte. Quiero quedarme aquí, en este vestíbulo de la embajada americana, al abrigo de mi bandera. Quiero que mi cónsul se las arregle con la administración turca. Soy una americana en un edificio americano. No me moveré de aquí.
El cónsul me mira un instante con expresión de asombro:
—Esperaba encontrarme con una mujer presa de las lágrimas, o encolerizada, pero tiene usted un aspecto muy tranquilo…
Prevenido de nuestra situación por el Departamento de Estado, el cónsul ha recibido el cable expedido desde la embajada de Suiza. Sabe que, la víspera, por teléfono, el
marine
de servicio se negó a ayudarnos… Ahora que conoce todos los detalles de nuestra situación, ha tenido miedo de verme otra vez en prisión, sin haber tenido tiempo de intervenir. Ahora bien, yo llegué esta mañana, sana y salva, para pedirle ayuda, sin armar escándalo. Estoy curada de espantos. Imagino que represento para él una especie de complicación diplomática, y que se verá obligado a discutir con la policía turca. Está visiblemente impresionado por nuestra extrema tensión moral y psíquica. Y también por mi obstinación.
—No puedo prometerle nada, pero veré qué puedo hacer. Quizás lleve algún tiempo. ¿No quiere usted visitar Ankara?
Se lo agradezco con un gesto de la cabeza, corles pero firme. Ni hablar de ello. ¿Turismo en el estado en que nos encontramos? Hemos sobrevivido a las incursiones aéreas de la guerra Irak-Irán en Teherán. Hemos pasado por entre las balas de los tiradores emboscados, en pleno corazón de la guerra civil del Kurdistán. Hemos conseguido escapar a la trampa de las montañas durante cinco días, casi sin alimentos y sin dormir. Y después de todo eso, ¿ofrecerle a Moody la posibilidad de hacernos secuestrar durante un paseo por las calles turcas?
De momento, estoy exactamente donde quería estar, segura, a la sombra de nuestra bandera. Me quedo aquí. Mi hijita, estoica, me mira con sus grandes ojos negros tensos por la fatiga. Rostro de rasgos cerrados a una aventura que ha soportado con tanta fuerza, tanta confianza en mí, tanto deseo de volver a nuestra casa… No estamos aún en Michigan, pero aquí estamos en América, no dejo de repetirme como una letanía. Hay paredes, una verja,
marines
. Y Mahtob ha dicho al llegar:
—¡Mamá, mira, la bandera americana!
En este instante, cada paso, cada músculo de nuestros doloridos cuerpos nos recuerdan el largo viaje a pie y a caballo a través de las montañas iraníes y turcas, las piedras del sendero de los contrabandistas a través del cual huimos.
Tengo cuarenta años, y Mahtob es una niñita de seis. Nos encontramos en el límite de nuestras fuerzas, y esta bandera es el límite de nuestra emoción. Durante los últimos dieciocho meses, prisioneras en Irán, no la habíamos visto más que en foto, profanada, quemada, groseramente dibujada sobre el suelo de cemento de las escuelas, para que los niños la pisoteen y escupan sobre ella al entrar en clase. Verla ondear libremente por encima de nuestra cabeza es un momento de emoción que jamás olvidaré.
Hice todo lo posible por no abandonar Irán en estas condiciones. Tres semanas antes, aún le suplicaba a Moody que cambiara su decisión de retenernos prisioneras en su país. Supliqué una y otra vez.
—Te lo ruego, Moody, dime cuándo… cinco años, diez años, ¡pero no digas
nunca
! Me quitas toda esperanza de vivir.
—La respuesta es: nunca. No quiero volver a oír hablar de América.
Sabía que hablaba en serio. En el curso de los cinco días siguientes tomé la decisión fatídica, la decisión de mi vida: abandonar a Moody, a cualquier precio.
Sabía perfectamente que nos costaría trabajo resistir en una región tan dura, en pleno mes de febrero, época en que las montañas son en principio infranqueables, incluso para los contrabandistas. El peligro era múltiple. Podíamos morir de frío, caer por algún barranco, ser desvalijadas por los guías, eso si no nos abandonaban pura y simplemente en la montaña o nos devolvían a las autoridades iraníes. Esta última perspectiva era la más atroz, pues me arriesgaba a la ejecución por haber raptado un hijo a su padre. En Irán, el hijo pertenece al padre; quitárselo se pena con la muerte.
Curiosamente, yo experimentaba entonces una impresión de calma sobrenatural, de paz absoluta, en la certidumbre de que era preciso hacerlo. En dieciocho meses había aprendido que hay cosas peores que la muerte.
El día de nuestra fuga, como si quisiera marcarla para toda la vida, Moody había advertido cruelmente a su hija: «No volverás a ver jamás a tu madre.»
Él había reservado ya una plaza para mí en un vuelo a Estados Unidos. Una sola plaza. Yo debía partir dos días más tarde. Estaba claro que no teníamos otra solución que la huida. Mahtob lo sentía tanto como yo, al ver resurgir la violencia de su padre, una violencia más demencial que nunca.
También había otra razón imperiosa para actuar de prisa. Unos días antes, mi padre acababa de sufrir una grave intervención a causa de su cáncer de colon.
Durante nuestra fuga, no dejé de preguntarme si estaría aún vivo. E incluso después de haber hablado con él desde el hotel de Ankara, anoche, sigo temiendo que no sobreviva mucho. «Date prisa en volver, Betty…», fue lo primero que dijo.
Estoy decidida a reunirme con mi padre antes de que sea demasiado tarde. Le suplico nuevamente al cónsul que se las componga para que podamos tomar el primer vuelo. La policía turca no es más que el último de una larga serie de problemas a través de los cuales hemos pasado milagrosamente. Ante todo, no podíamos abandonar Irán sin un permiso escrito de Moody, conforme a la ley. Luego, entre Teherán y la frontera, nuestro chófer fue detenido varias veces por los
pasdar
para controles rutinarios. Cada vez que un guardia se acercaba al vehículo, mi corazón se disparaba. Petrificada detrás de mi
chador
, pobre camuflaje, esperaba el fin. Sin embargo, ¡nunca pidieron nuestra documentación!
La suerte continuó en Turquía. En la carretera de Van a Ankara, otros coches eran obligados a detenerse en el arcén, y los pasajeros eran brutalmente sacados fuera y obligados a presentar sus papeles para su comprobación.
De forma regular, nuestro coche era detenido, tomado por asalto por hombres de uniforme caqui; discutían rápidamente con el conductor y luego, con una señal de la mano, le dejaban continuar.
Finalmente, no fuimos controladas hasta nuestra llegada al hotel, situado frente a la embajada americana. No tengo ninguna explicación al respecto. Creo simplemente que lo debemos a la gracia de Dios.
Somos invitadas a almorzar en un salón de la embajada, con el cónsul y el vicecónsul. El menú anunciado es una fiesta de reencuentro para nosotras: ¡hamburguesa de queso con patatas fritas!
Dos
marines
abren con lentitud ceremonial las gigantescas puertas de madera del recinto americano, y allí, tanto los diplomáticos como yo nos perdemos en un dédalo de cortesía interminable:
—Después de usted, señora, se lo ruego —dice el cónsul.
Pero yo replico:
—No, primero usted, señor cónsul…
Y el vicecónsul dice a su vez:
—Usted primero…
Y yo insisto:
—No, no, primero usted…
Este numerito estilo Hermanos Marx termina cuando de pronto me doy cuenta de hasta qué punto he adquirido en Irán la costumbre de caminar detrás de Moody, y detrás de todos los hombres. Nadie me obligó a actuar así; simplemente caí en la rutina de veinticinco millones de mujeres iraníes. La mujer, detrás del hombre, obediente y modesta.
Necesitaré meses para recuperar mi soltura y preceder de forma natural a un hombre para franquear una simple puerta.
En la embajada, aguardamos noticias de la policía. Mahtob está dibujando un barco en el río que corre por detrás de nuestra casa de Michigan. En segundo término, ha trazado líneas y líneas de montañas al tiempo que dice:
—No quiero ver montañas nunca más.
Por mi parte, me cuesta mirarme en un espejo. Mis cabellos se han vuelto grises y mis ojos, hundidos. Floto en una larga falda negra, una blusa negra de largas mangas y un amplio abrigo de basta cotonada. Me siento fea, me siento el fantasma de mí misma, debo de parecer una mujer iraní sin edad. No tengo otra cosa que ponerme. Mahtob sigue llevando sus tejanos y sus botas de plástico rojo y blanco. Vamos a regresar a nuestro país como dos fugitivos hambrientos de libertad, pobres de todo.
Finalmente el cónsul regresa, encantado:
—Todo está arreglado. Pueden ustedes volver a casa.
Sería capaz de besar a este hombre que me tiende los dos pasaportes en regla que nos permitirán pasar el control de la policía turca en el aeropuerto de Ankara. Es absurdo lo que esta simple libretita y su bendito tampón pueden garantizar.