Seis horas más tarde, nos encontramos en el avión. No hemos conseguido vuelo directo a Nueva York, y Lufthansa nos ha ofrecido habitación y comidas en el hotel Sheraton de Múnich.
Una habitación moderna, una cama verdadera, un teléfono sobre el que me precipito para llamar a casa, en primer lugar, y pedir noticias de papá. Está esperando nuestro regreso. Mamá pregunta qué querrá comer Mahtob al llegar… hablamos de tartas de moras… Y, de repente, en esta habitación anónima de hotel, la emoción me sube a la garganta; veo el río, las zarzas, algunas de ellas altas como árboles, las ardillas descaradas, su cola como un penacho, que dan saltitos por el sendero, los pájaros de rojo pecho, el olor de nuestra casa…
Cuán difícil me resulta hablar. En el otro extremo, allá, en América, mamá conserva su sangre fría. Es preceptivo entre nosotras no dejar traslucir demasiada emoción. Se dan las noticias, pero no se extiende uno demasiado sobre los dramas. El de mi padre, en situación de agonía irreversible; el mío, ya pasado, según ella. Hablamos de tartas de moras…
Llamo también a mis amigos paquistaníes de Nueva York. Tarik y Farzana Ali. Verdaderos amigos. Cuando vivíamos con Moody en Corpus Christi, Texas, nos veíamos a menudo. Han seguido conservando su afecto por mí. Cuando se enteraron de nuestra cautividad en Irán, viajaron a Pakistán para tratar de interceder desde allí. Su idea era contratar a alguien que fuese a Teherán y me ayudara a organizar una evasión. El plan fracasó, pero era muy importante saber que Tarik y Farzana no me habían olvidado.
Hablamos, hablamos, durante mucho rato. No sé siquiera de qué; del frío, de las montañas, de Mahtob… de papá…
Esta libertad recuperada, tan simple, de poder telefonear, de descolgar un auricular, de marcar un número de Nueva York… La cabeza me da vueltas.
Imposible comer, pese a la tentación de una verdadera comida. Nuestros estómagos están como encogidos por la excesiva tensión. Animo a Mahtob para que pruebe las frambuesas del menú. Auténticas frambuesas… Mahtob sonríe por encima de los rojos frutos:
—Como en Michigan, mamá…
Al día siguiente, nuestro vuelo a Nueva York se retrasa, y perdemos el enlace con Detroit. Hay que pasar la aduana y dirigirse a la sala de embarque para el primer vuelo del día siguiente. Nos hallamos cerca del final, y sin embargo me siento terriblemente vulnerable y solitaria. Esta noche le puede dar aún a Moody una oportunidad de reducir la distancia entre él y nosotras. Examino con recelo cada persona que pasa.
La terminal Northwest del aeropuerto Kennedy está desierta. Instalo a Mahtob lo más confortablemente posible en unas sillas de plástico, e inicio una guardia vigilante. A pesar de mi inmensa fatiga, no me atrevo a cerrar los ojos y dormirme dejando a mi hija sin vigilancia. Por lo demás, Mahtob se ve también incapaz de dormir, aunque no se queja de ello. Jamás se queja. Al contemplar su pobre carita soñolienta, me acuerdo de su notable resistencia. Siento hasta qué punto es madura, paciente, sosegada. Muchos padres hubieran hecho por sus hijos lo mismo que yo. Pero pocos niños de seis años habrían podido hacer lo que Mahtob. Estoy orgullosa de ser su madre, y doy gracias al cielo por haber mantenido mi juramento de no abandonar jamás Irán sin ella.
Esta espera es interminable. No duermo realmente desde hace una semana, con esta sensación de estar siempre al acecho, de no saber qué hace Moody, si ha decidido perseguirnos, si se ha enterado de algo que le permita atraparnos. La sola idea de verle surgir delante de mí, furioso, corpulento, queriendo arrancarme a mi hija una vez más, me mantiene despierta a la fuerza. Debo de tener el aspecto de una loba abrigando a su cachorro, de una salvaje, en este aeropuerto donde, en principio, Moody no puede aparecer. Es imposible. Pero imposible, con Moody, no es más que una palabra.
Cuando la puerta del avión a Detroit se cierra y puedo finalmente arrellanarme en el asiento, los reactores retumban y el avión despega, sigo mirando los rostros de las personas que me rodean, sobre todo los de los hombres. Es curioso cómo una se siente casi culpable de estar huyendo, una secuestradora en libertad, como si todos los pasajeros pudieran leerme la historia en la cara.
Mi vecino entabla una conversación cortés. Es agente de seguros y me pregunta amablemente si volvemos de vacaciones…
—No exactamente… Acabamos de evadirnos de Irán…
Me mira a los ojos, estupefacto e inquisitivo.
Aparte del cónsul de Ankara, él es la primera persona a quien le cuento brevemente nuestra aventura. Parece cautivado, y observa mis ropas con atención, así como a Mahtob, que dormita sobre mis rodillas aferrada a mi cintura. Debemos de tener un aspecto bastante extraño con nuestros curiosos vestidos. Y yo una cabeza que da miedo. Mi breve relato termina; casi me arrepiento de haber hablado. Este hombre seguramente no me cree.
Cuando el comandante anuncia: «Comenzamos el descenso sobre el aeropuerto de Detroit», Mahtob se despierta, preguntándose si ha soñado:
—¿Han dicho Detroit, mamá?
Nos levantamos presurosas y juntas bajamos la rampa. ¡Michigan! ¡Libertad! ¡Familia! ¡Protección!
Yo esperaba no sé qué, no una multitud de acogida con una banda de música, pero sí al menos algo diferente. En todo caso, a mis dos hijos.
No están allí. Sólo veo a mi hermano Jim y a su mujer Robin, y a una de mis hermanas, Carolyn. Mamá ha debido de quedarse con papá.
Nos reciben con algarabía, y me cuesta hacer la pregunta que me preocupa:
—¿Dónde están Joe y John?
La familia no les ha avisado del día de nuestra llegada. Temían decepcionarles, me dicen. Nadie estaba seguro de que vendríamos en el avión. Están allí desde la víspera, y, al no llegar en el vuelo previsto, porque habíamos perdido el enlace, mi hermana Carolyn prorrumpió en sollozos, convencida de que nos había pasado algo. Un vago sentimiento de malestar me invade. Había esperado tanto este regreso, pero la ausencia de mis hijos, la imposibilidad de abrazarlos en este momento, me produce una opresión en la garganta. ¿Cómo han vivido durante estos largos meses, sin mí? Quería ver su cara, quería tocarlos. Pero es casi como un regreso corriente: bajamos del avión, no nos vemos desde hace mucho tiempo, eso es todo. Sin embargo, yo he cambiado tanto… Mahtob se ha hecho tan mayor… y tan diferente…
Cuando llamé desde Múnich, cuarenta y ocho horas antes, me preguntaron:
—¿Qué es lo que más has echado en falta, Betty?
No encontré más que una respuesta:
—¡Snickers!
He aquí el motivo por el que nos cubren ahora de montañas de barras de chocolate, cuando jamás he comido más de un par al año. Las hay suficientes para un siglo de Halloween. En cuanto a Mahtob, tiene derecho a dos muñecas. Una de ellas vestida de malva, su color preferido.
En Irán, Mahtob me decía a menudo: «Cuando nos marchemos (jamás decía “si”), antes de ir a casa del abuelo y la abuela, ¿iremos a MacDonald's, mamá? ¿Al menos durante tres días?»
Ahora que el sueño se ha convertido en realidad, ya no habla de ir a MacDonald's. Quiere simplemente volver a casa con sus seres queridos.
Es viernes por la mañana, día 7 de febrero de 1986. Tan sólo la excitación nos mantiene en pie. En la autopista encuentro referencias familiares, pero las veo con ojos nuevos. Montículos de nieve bordean la calzada. Siempre he conservado en mi corazón el amor por mi región, y Michigan jamás me ha parecido tan bello. La pista es plana, blanca y lisa, el paisaje abierto, todo parece muy cerca, y el aire es muy transparente.
En este coche que conduce mi hermano, me siento finalmente segura, pero nadie me hace preguntas sobre Moody. Nadie menciona Irán. Nadie me pide: «Vamos, cuenta.» Carolyn sugiere que un buen peinado no me perjudicaría. Mi hermano Jim añade que tengo aspecto fatigado. Hablamos de papá. Algunas frases entrecortadas de silencios.
Sé que mi familia es así. Pero este silencio me pesa. Tengo la impresión de tener millones de cosas que decir que, en el fondo, no interesan a nadie. Me viene a la memoria lo que decían los supervivientes de los campos de la última guerra al volver a su hogar: las pesadillas no se cuentan. Los demás no imaginan este género de pesadillas. Se instala, entre ellos y nosotras, una especie de
statu quo
que parece decir: «Estás aquí, se acabó, no hablemos más de ello.»
Así pues, mi cuñada y yo, sentadas una al lado de otra, hablamos de otras cosas. De la nieve, del coche, del tiempo que vamos a tardar en llegar a la casa, de su propio padre que también está enfermo. Pero no de nosotras.
No me he cambiado de ropa, no tengo equipaje; ¿sienten todos que me he convertido en una extranjera, lejos de ellos? En cuanto a mi hija, no dice nada. Ni una palabra, ni una reflexión, ni una petición. Con sus dos muñecas sobre las rodillas, espera llegar a casa.
Llegamos finalmente a casa de mis padres, una casa-rancho situada en la zona rural de Bannister. En el camino tortuoso y fangoso, un detalle me da la medida de nuestra larga ausencia. Años atrás, yo había ayudado a mi padre a plantar docenas de pinos alrededor de la casa. Cuando pasamos por delante de un árbol todos los días, no observamos su crecimiento, pero esos pinos han crecido tanto, desde la última vez, que representan para mí toda mi ausencia, todo aquello que me he perdido de la vida cotidiana de mis hijos y de la lucha tenaz de mi padre para compartir con nosotras este día de reencuentro.
La casa tiene tres plantas; una vez en el pie de la escalera, se sube por una docena de peldaños para llegar a la cocina, y allí es donde recibimos el regalo más precioso.
Al llegar a lo alto, una voz débil procedente del baño nos acoge:
—¡Buh!
Por la puerta entreabierta, distingo a mi padre, penosamente apoyado en el lavabo. Siempre ha jugado con Mahtob de esta manera, desde que ella era muy pequeña, y cada vez experimentaban juntos grandes accesos de risa:
Papá está demasiado enfermo para levantarse (necesita ayuda incluso para ir al baño). Pero ha insistido, para continuar la tradición, el ritual reservado a su nieta. En su estado actual no hubiera debido hacerlo, y no habría podido sin la fuerza de su amor por Mahtob. Ésta jamás lo olvidará.
Reunirme con mi padre, tan pálido pero aún con vida, es la culminación de todo. Le quiero, y él me quiere, nos comprendemos con medias palabras, e incluso con silencios. Recuerdos de excursiones de pesca juntos, esta complicidad permanente que he tenido con él, esta confianza total que él tiene en mí, y yo en él. No puedo hablar, pero las lágrimas que me nublan los ojos, y su mirada sobre mí, toda esta ternura que brota de golpe, Mahtob aferrada a él, él aferrado a mí… es el lazo más fuerte que conozco, y lo había creído roto para siempre.
Manmá nos recibe en la cocina; ha preparado tartas de moras y de crema de plátano, pues Mahtob las había reclamado por teléfono desde Múnich. Es en la cocina donde todo el mundo habla, se cruza, se besa, prueba las moras y la crema de plátano, mientras yo estrecho a mi hijo John en mis brazos. Carolyn se ha marchado a avisar por teléfono a Joe, mi hijo mayor, que ahora vive solo.
John cumplirá dieciséis años dentro de dos meses. Ha crecido más de doce centímetros y está más alto que yo. Dejé a un adolescente, casi un niño todavía, y encuentro a un joven. Me aprieta entre sus brazos, me besa sin poder contener las lágrimas. No me canso de contemplarlo. Mi John es mi bebé prematuro, el más frágil de los dos, el más emotivo; seguro que es a él a quien le he hecho más falta.
Recuerdo una noche en Irán: Mahtob acababa de tener una pesadilla y se había despertado llorando, como le sucedía con frecuencia. La encontré apretando contra sí una foto de John, sacudida por los sollozos, mientras lágrimas enormes resbalaban por sus mejillas. Están allí los dos, él demasiado alto ya para mí, ella que le llega a la cintura. Entre hermano y hermana, nada de preguntas. Estás aquí, estoy aquí, has crecido, todo está bien, te quiero, me quieres…
Veremos a Joe más tarde este mismo día. Me falta el calor de mi hijo mayor; aún estoy ansiosa de ternura.
—¿Comprendes? —dice mi hermana—, habría sido demasiado decepcionante si no hubieses llegado hoy. Queríamos estar seguros. El chico trabaja…
Mamá tampoco hace preguntas concretas, ni siquiera la clásica «¿Cómo ha ido el vuelo?».
Me arrastra casi inmediatamente a la habitación, preocupada por mi porvenir material. Por todas esas facturas que me esperan, por el lamentable estado de mi cuenta bancaria. Se diría que cada uno de los miembros de la familia quiere sumergirme de nuevo rápidamente en el ambiente del país, en la vida de aquí, de Michigan. Pero aún me siento incapaz de un retorno tan brusco a la realidad. Incluso me da igual, de momento.
He sido criada así. Mis hermanos y hermanas también. Si algo te da pena, si algo te hace sufrir, no hables de ello. Habla sólo de hechos, no de explicaciones ni de sentimientos. Y el hecho es que Betty está de regreso junto con Mahtob… y que hay tarta de moras. Eso es todo.
Mientras esperamos a Joe nos instalamos en el salón, y mi padre regresa a su lecho de sufrimiento.
Antaño era un hombre robusto, rechoncho, de aproximadamente uno sesenta y cinco de estatura y setenta y cinco kilos, de una energía formidable y que parecía inagotable. Cuando le dejé para mi «breve estancia» en Irán, el cáncer de colon estaba ya muy avanzado, pero sus síntomas eran prácticamente indetectables. Papá había dejado su empleo en la fábrica de piezas de recambio para automóviles donde trabajaba, pero aún andaba y, con ropas de trabajo, cuidaba el jardín y segaba el césped. Le gustaba arrellanarse en una tumbona y escuchar los partidos de su equipo favorito, los Tigers de Detroit.
Cuando me marché en 1984, los Tigers estaban a punto de conquistar el título. Y durante mis últimos meses en Irán, cada vez que alguien volvía de Estados Unidos, yo preguntaba siempre: «¿Cómo van los Tigers? ¿Quién ha ganado el campeonato?»
Nadie parecía comprender de qué hablaba. Era una especie de lazo irrisorio con el país. Y jamás recibí la carta de John en la que me anunciaba que Detroit había ganado la final.
El cáncer ha hecho de papá una espantosa víctima en dieciocho meses. Ha quedado reducido a un estado esquelético, treinta y seis kilos, parecido a las víctimas del hambre en los países subdesarrollados. La quimioterapia le ha hecho perder casi todo el cabello, y lo poco que conserva ha pasado del gris al blanco, Permanece echado, boca arriba, su delgado cuerpo flotando en pijamas demasiado grandes, con apenas fuerza necesaria para volver la cabeza hacia nosotras. Respira oxígeno por un tubo, y jadea aún del esfuerzo realizado para recibirnos.