No sin mi hija 2 (8 page)

Read No sin mi hija 2 Online

Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

Un día, en Los Ángeles, doy mi primera conferencia de prensa, en el Beverly Country Club. Comparto el podio con escritores como Leonard Martin, autor de una guía de cine, y Clifton Daniels, de
Crónica del siglo XX
, una compilación de hechos históricos.

Es aún demasiado pronto para que Leonard Martin vierta sus opiniones sobre mi película, todavía en gestación. Pero, al hablar con él, constato de pronto mi ignorancia sobre las películas producidas en mi ausencia. Nuevas estrellas han visto la luz, gente de la que ignoro incluso su nombre y su rostro. Igualmente, al abrir el libro de Clifton Daniels, los grandes titulares sobre las noticias del mundo entre el 1 de agosto de 1984 y el 7 de febrero de 1986 me fascinan.

Mi aislamiento durante este período —como el de los iraníes—, mi desconocimiento de los acontecimientos internacionales, se me hacen patentes. En Irán sólo oí hablar y sólo leí lo que era aprobado por el Ministerio de Censura Islámico.

Al hilo de las conferencias, de las entrevistas, participo en diferentes encuentros. Poco a poco, bien sea directamente, o por teléfono, las mujeres me piden consejo y solicitan mi intervención.

Me hablan de niños secuestrados, o amenazados de secuestro, en Irán, Arabia Saudí, Irak, Pakistán, Estados Unidos, Australia y África del Sur. Y no se trata sólo de mujeres. Hay padres de familia también en esta situación.

Lo primero que me llama la atención es que cada uno cree realmente ser el único o la única en vivir este drama. Que cada uno se siente culpable, y tiene dificultad en compartir su problema. Y que yo me convierto de repente en una especie de faro que les atrae. Por fin alguien que puede comprenderle, que conoce por experiencia el desgarramiento de la separación del hijo. Alguien que ha luchado, que ha sufrido, que ha logrado recuperar su libertad, alguien que devuelve la esperanza.

Pero ¿qué esperanza puedo dar yo? Sigo en relación con Teresa, del Departamento de Estado, pero conozco los límites, la ausencia de una verdadera legislación, la dificultad de comunicación con algunos países, la lentitud de las gestiones diplomáticas.

Me esfuerzo por responder a todo el mundo en la medida de lo posible. En dar los consejos más inmediatos: «Sobre todo, no pierda usted el contacto con el padre o la madre, escriba, telefonee, obstínese en mantener un lazo con su hijo; es él quien tiene necesidad de usted. Llame al Departamento de Estado, ellos tienen listas de abogados internacionales que pueden ayudarle…»

En pocas semanas, mi agenda telefónica se convierte en una crónica de dramas. Escucho, a veces durante horas, a personas que cuentan sus penas, sus angustias. Luego trato de agrupar los casos por países. Doy a unos el teléfono de los otros, cuyos hijos están en el mismo país, para que hablen entre sí, se transmitan sus experiencias. Sé muy bien hasta qué punto es difícil, en este tipo de situación, comunicar con el entorno inmediato.

Subsiste el hecho de que yo no había previsto esta avalancha. ¿Qué hacer? Responder al teléfono, por supuesto; suena cada cuarto de hora desde que llego a casa, o al hotel. A veces hablo durante doce horas seguidas: las llamadas me son transmitidas o por el Departamento de Estado, o por mi editor, o por periodistas. Una verdadera tela comienza a tejerse a mi alrededor. Heme aquí convertida en el centro de una red que de momento no sé muy bien cómo manejar. El peso emocional que estos encuentros o estas conversaciones telefónicas representa es duro de asumir. No obstante, lo siento como un deber. Yo he tenido suerte, todavía tengo suerte, Mahtob está conmigo. Ellos buscan desesperadamente recuperar a sus hijos o sus hijas. Familias destrozadas, cartas desgarradoras procedentes de todos los rincones del mundo, escritas por chiquillos aislados: «Mamá, ven a buscarme… Papa, te lo suplico… Mamá, me habías prometido…»

Ocurrió así. Sin que yo lo hubiera decidido. Porque no existe, en 1987, en nuestro país, ninguna organización, ninguna asociación, de apoyo a los padres de niños secuestrados por el «otro».

Una especie de ping-pong se ha instaurado entre Teresa, en el Departamento de Estado, y yo. Ella me envía llamadas, y yo le devuelvo peticiones de ayuda…

Cada timbrazo es un drama. Y no tengo nada que proponer. Ninguna solución. Nada. Ninguna respuesta verdadera. El sistema legal no lo permite. O permite tan poco…

Con excepción de la de Teresa, no tengo ninguna ayuda de nadie. La frustración es terrible. Hablar, escuchar, de acuerdo, pero ¿y luego?

¿Qué hacer por esta mujer que llama desde Detroit y que llora al teléfono?: «Mi hermana está prisionera de su marido en su propia casa, con sus hijos. Con un cuchillo permanentemente apuntado a su garganta. Él les lee el Corán en la mesa, por la fuerza, esgrimiendo el cuchillo, y amenaza con matarlos. Amenaza con hacerlos quemar o arrojarlos al río si no obedecen sus órdenes. ¡Es el infierno! ¡Hay que ayudarles!»

La salida del libro me depara más sorpresas. Mi hermano Jim me informa, por ejemplo, de que ha recibido una llamada de una prima de Ellen… aquella americana casada con un iraní con la que establecí contacto en la escuela coránica de Teherán.

Ellen, su marido Hormoz y sus dos hijos, Jessica y Ali, están en Florida, en casa de sus padres. La llamo varias veces, pero no tengo la necesaria confianza para dejar mi propio número de teléfono.

Ellen se confía extensamente a mí:

—Betty, espero que tú puedas comprenderme… Cuando disponía de un poco de libertad para reflexionar a solas, hubiera querido ayudarte… Pero el resto del tiempo trataba de protegernos de mi marido. Hormoz estalla contra nosotros, o contra toda persona que se atraviesa en su camino, dos o tres veces al año. Es culpa mía, sabes; cuando quiere pegar a los niños, me pongo en medio y se vuelve loco contra mí. Se pone a golpear a Jessica tan brutalmente que nada tiene que ver con un castigo… Una vez, incluso, le pegó con una percha de madera… tan fuerte que rompió la percha en pedazos, y la niña lloraba, y cuando yo vi la percha rota me sentí furiosa e impotente. Jessica me contó como él la había golpeado y cómo la percha se había roto. Había recogido los trozos y había empezado a golpearla nuevamente hasta que la percha se volvió a romper… Yo grité, vociferé, pero entonces me golpeó a mí… Creo que me rompió el tímpano antes incluso de que me encontrara contigo… Es la peor herida que me ha hecho, pero él se jacta de ser capaz de pegarnos sin que se noten las huellas…

Ellen se interrumpe. Oigo su respiración, las lágrimas que retiene.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—No lo sé… Mi prima me ha ofrecido trabajo en el centro para mujeres maltratadas. Le he dicho: «Sabes, si voy allí, no será para trabajar, sino para que me ayuden…» Era la primera vez que le hablaba de ello. Y ahora mis padres lo saben también, pero mi padre pasa su tiempo repitiéndome que debo quedarme en Irán porque Hormoz en el fondo es bueno, y que no me preocupe, que acabará por cambiar…

Pienso nuevamente en lo que Hormoz nos dijo en Teherán… Ella tenía problemas en acostumbrarse a su nueva vida; entonces la golpeó, la encerró y ella se convirtió al Islam, se transformó en una «buena esposa». A Moody le gustaba Ellen, porque se había adaptado.

Trato de mostrarme convincente:

—No cambiará. No cambian nunca, porque encuentran que todo es perfecto. No ven lo que hay de inadmisible en su comportamiento.

—No… Mi padre quizá tiene razón… Hormoz me jura ahora que jamás volverá a pegarme, y que si lo hace yo podré abandonar Irán y volver a América…

Cambio de tema. No sirve de nada, ella no cambiará. Ellen me habla luego de
No sin mi hija
.

—He leído extractos en el
Ladies Home Journal
. Mi prima no quería creerlo, pero le dije que todo era verdad, cada palabra… Me acuerdo de todo… ¿Por qué no me dijiste que pensabas huir?

No contesto. No soy capaz de recordarle que me resultaba imposible confiar en ella después de que me informó, meses antes de nuestra huida, de que su «deber islámico» era denunciarme a Moody…

—Sabes, fui la primera a la que vinieron a ver después de tu huida… Unos inspectores. Y luego Moody y su sobrino Mammal… Moody hizo investigar a todas las americanas de Teherán. La muchacha que vivía cerca de la casa de la hermana de Moody fue conducida a la comisaría de policía con su marido.

—No lo sabía. Nadie estaba al corriente de nada.

—Moody estaba seguro de que ella mentía y quería registrar su casa; pensaba que te ocultabas allí.

—Fue precisamente por esa razón que no hablé con nadie.

He oído rumores al respecto, y, para detener el acoso, pedí a mi hermana Carolyn que llamara a Moody para decirle que había salido de Irán, que estoy en alguna parte, a buen resguardo… Moody le respondió que, sin pasaporte y sin dinero, no podía haber salido de Irán.

—He hecho lo que tenía que hacer —le digo a Ellen—. Fue Moody quien destruyó nuestra vida…

—Estoy de acuerdo, pero… ¡habrían podido matarte! ¡Eso ocurre casi cada día en esa frontera! Yo jamás habría podido hacer una cosa así…

—Mahtob me ayudó. Cuando estaba a punto de desistir, me dijo: «Puedo hacerlo. Soy fuerte. Haré lo que sea para volver a casa.» Y lo hizo.

—Yo pensé lo mismo cuando bajamos del avión en Alemania. Debíamos pasar a recoger mi pasaporte en la embajada americana en Fráncfort. Me sentía libre.

—¿Has vuelto a ver a Moody allí?

—Sí, le vimos con Hormoz. Dice que está muy ocupado, que trabaja las veinticuatro horas del día y no tiene tiempo de ver a nadie. ¡Está completamente paranoico! Piensa que el mundo entero anda tras sus talones. Dice que la CÍA conspiró contra él cuando estaba en América y que, por lo demás, tú eres un agente…

Lo recuerdo, decía lo mismo en Irán. Le pregunté entonces si se consideraba tan importante para que la CÍA le acosara…

—Es extraño —prosigue Ellen—. Está muy encolerizado contra ti, pero puede volverse muy sentimental. Por ejemplo, dice: «Creo que ella va a volver al empezar el curso escolar.» Y luego, al llegar el invierno, dice: «Quizá esté aquí por Navidad.»

—¿Cómo puede pensar que voy a volver después de lo que nos hizo?

—No lo sé —dice Ellen—, no llego a entenderlo. Imagino que se trata de un caso de doble personalidad. Cuando monta en cólera, pierde todo el control; pero cuando está tranquilo ni siquiera se acuerda de su lado malo…

Hablamos un poco más de Moody, y luego vuelvo a Ellen y sus proyectos.

—Recuerda —le digo—, tu hija me decía siempre que cuando fuera mayor se escaparía para ir a vivir con su abuela y ser una cristiana.

Ellen suspira:

—Me siento desolada por Jessica. Tengo treinta años y soy capaz de renunciar a ciertas cosas, porque doy prioridad a otras. Pero ella no tendrá más que lo que yo le doy hasta que tenga la edad de vivir su vida.

—¡Pero tú sabes perfectamente que en Irán ella jamás tendrá la posibilidad de decidir por sí misma! ¡Sabes que si Hormoz decide que debe casarse con alguien, ella no tendrá elección y pasará el resto de su vida allí!

—Lo sé… Ella me suplica que nos quedemos aquí en Florida. Me siento completamente perdida… A mis críos les gustan estas vacaciones, incluso a mi marido le gustan más que a mí. Siento como si fuera una tortura. Betty, tengo miedo de lo desconocido. Tengo todos esos problemas de emotividad, quizás problemas psicológicos. Hace ocho años que estoy allí, y sin duda eso me ha afectado. Es una especie de complejo de inferioridad. Es sencillo… no me siento tan segura de mí como tú de ti misma. Tú aparentas controlar tu propia vida… pero yo no lo consigo. Detesto vivir en Irán, pero no sé si seré capaz de abandonar a mi marido. No puedo vivir sola.

—¿Hormoz no tiene deseos de vivir aquí?

—Se lo he suplicado, pero la respuesta es no. Sabes, esta vez le empujé verdaderamente a venir, y rogué a Dios que sucediera algo para que nos viéramos obligados a quedarnos.

—No quiero tratar de convencerte en ningún sentido… Pero puedo decirte que no he lamentando mi decisión ni un instante… Y tú también puedes tomar una.

Ellen me dice que se lo pensará. Pero yo conozco el resultado.

Cinco semanas más tarde, me llama de nuevo.

—Estoy de camino al aeropuerto con los niños —dice—. Han de volver a la escuela. Hormoz se quedará una temporada con mis padres, así podrá ganar dinero para llevar a casa. Nos maltrata, pero se ocupa de nosotros.

Éste es el resultado.

La gira dura desde hace cinco semanas, una especie de danza de aeropuertos y habitaciones de hotel. He salido de Tucson a las cinco de la mañana de este sábado, una escala me retrasa en Chicago, y son las siete de la tarde cuando llego finalmente a casa, con un único deseo: zambullirme en la cama y dormir.

Pero al girar el pomo de la puerta, de pronto oigo sirenas por todas partes. Unos minutos más tarde, Joe llega y me dice:

—Hola, mamá, he tenido que dar un rodeo para entrar en la ciudad; han cerrado la autopista a causa de un accidente de tráfico.

Joe toma una ducha y vuelve a salir. Y yo estoy a punto de acostarme cuando mis vecinos, unos amigos, llaman a la puerta.

Comprendo inmediatamente que ocurre algo grave, y mi vecina, Jan, me lleva a otra habitación para decirme:

—Es su hijo John… ha tenido un accidente. Está en el hospital.

Me precipito al coche de mis amigos, y nos sumergimos en las oscuras calles. Jamás las había encontrado tan largas de recorrer como en esta negra noche de angustia.

El ambiente de la sala de urgencias es peor de lo que había imaginado. Junto al maltrecho cuerpo de mi hijo, me siento anonadada. Tienen a John inmovilizado mediante tablillas metálicas, a fin de proteger su columna vertebral. No saben si tiene roto el cuello o la espalda. Aún no han hecho las radiografías, pero tenemos la seguridad de que hay fracturas múltiples. Veo cómo algunos huesos le sobresalen. Su rostro está cubierto de heridas producidas por fragmentos de cristal. El amigo que le acompañaba en el coche sostiene una toalla encima de su cabeza. Por un espantoso segundo me pregunto qué es lo que oculta tan torpemente, qué horror no quiere mostrarme, y pronto lo comprendo. El cuero cabelludo de John está desgarrado a nivel de la raíz del cabello; sin la toalla, le caería del cráneo.

Me informan de que el Plymouth de mi hijo ha chocado con una caravana. Aprisionado entre el volante y la portezuela, John ha tenido que ser liberado por los bomberos. Tiene la cabeza aplastada, la pierna fracturada en dos sitios, los brazos rotos, y en el hombro izquierdo un corte que le llega hasta el hueso.

Other books

Never Say Genius by Dan Gutman
A Difficult Woman by Alice Kessler-Harris
Playing For Keeps by Kathryn Shay
Murder Adrift by George Bellairs
Pelham 123 by John Godey
Visitation Street by Ivy Pochoda
In the Still of the Night by Dorothy Salisbury Davis