No sin mi hija 2 (27 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

—Demasiado tarde. Estoy aquí, y me quedo.

En plena guerra del Golfo, ni siquiera el propio funcionario consular se siente seguro. Por suerte, tiene el aspecto de un paquistaní, y no de un americano típico, lo cual le ayuda bastante. Pero, evidentemente, Christy le estorba.

Las comparecencias preliminares en el tribunal transcurren bien, según el abogado de Christy, que nos mantiene al corriente, a Arnold y a mí. La familia política ha reconocido finalmente que el padre de Christy era inocente de la muerte de Riaz, y ha dejado entender que podrían llegar a un arreglo… Pero Christy se niega: «No quiero un arreglo fuera del tribunal. Quiero a mis hijos, oficial y totalmente.»

Unos días más tarde, Christy efectúa su primera comparecencia ante el tribunal civil de Peshawar. La sala de audiencias no es mayor que un garaje para dos coches, el suelo es de cemento y el techo, muy alto. El juez, un hombre de unos sesenta años, ha ocupado su lugar en un banco de madera y los testigos y sus abogados se sientan frente a él, delante de dos mesitas. En el resto de la sala hay una docena de espectadores parásitos y de refugiados que han venido a curiosear, discutir y pasar el rato.

El proceso es muy convencional. El juez anuncia simplemente que la sesión podrá comenzar en cuanto las partes estén presentes. Aguardando la llegada de la familia política, Nasir le da algunos consejos técnicos a Christy:

—Pase lo que pase, no llore usted. Es un signo de debilidad. Y no mire al juez directamente a los ojos. Se consideraría una provocación. Se siente ya bastante incómodo por el hecho de que usted es americana, y no quiere que usted piense que ha ganado por anticipado.

Christy decide comportarse exactamente como la familia de Riaz, respetuosa, aunque no sumisa.

Con treinta grados a la sombra, en medio de aquella gente, está empapada de sudor bajo el pañuelo y el
chador
de rigor. Se contorsiona para intentar ver a John y a Adam a su llegada y, desesperada, ve venir a los abuelos sin ellos.

No se ha atrevido a regresar al pueblo, y ésta era su única esperanza de volver a ver a los niños. El juez mira a la familia política por el rabillo del ojo, y luego a Christy, que no rechista, y se limita a aplazar el caso para una semana más tarde, ordenando que los niños estén presentes la próxima semana.

Fiaz está furioso. Al salir de la audiencia, se acerca a Christy y silba amenazadoramente por entre los dientes:

—¡No te imagines que posees un poder tan grande! ¡Puedo perfectamente hacer creer que has desaparecido!

La moral de Christy se sostiene sólo gracias a la presencia de su abogado, y a la confianza que tiene en él. No obstante, ha tenido que elegir al azar, de una lista comunicada por el consulado americano. El abogado contrario se llama… Khan. Es de la familia.

De regreso al hotel, llama a su madre.

—Tengo un miedo atroz, mamá. Nasir me repite sin cesar: «Paciencia y más paciencia…» Él demuestra una gran honradez y una gran franqueza; es un hombre notablemente íntegro. Me digo a veces que Dios me ha bendecido, enviándome un regimiento completo de ángeles guardianes; tengo la impresión de tener continuos golpes de suerte.

Hasta diez días después de su llegada a Pakistán, con ocasión de la segunda audiencia, Christy no vuelve a ver a sus hijos. Éstos entran en la sala, acompañados por el abogado de la familia, y ella se siente feliz de verlos en forma, y asombrada de encontrarlos tan crecidos. Arde en deseos de estrecharlos entre sus brazos, pero hay que controlarse. Deja escapar, a su pesar, un gran sollozo, y de repente cesan los murmullos en la sala. Todas las miradas se vuelven hacia Christy, la cual lucha por disimular la oleada de lágrimas bajo el
chador
. No hay que llorar. Sobre todo, delante del juez. Entonces fija sus ojos intensamente en él, y recibe como respuesta una mirada de sincera comprensión. Este juez parece simpático.

A petición de Nasir, el juez suspende la audiencia para permitir que Christy se vea con sus hijos en su despacho. Fiaz los acompaña, haciendo lo posible por dar una buena impresión:

—Eres mi hermana, ¡me quedo contigo!

Christy no le presta ninguna atención. Su único centro de interés son los niños, sus bajitos, a los que lleva cinco meses sin ver. John se echa en brazos, pero Adam se queda un poco atrás.

Christy le observa, atormentada, y piensa: «No viene hacia mí, ¡no quiere saber nada de mí!» Se sienta entonces junto a John con un juguete que le ha traído, y le tiende otro a Adam, rezando para que éste le responda con un gesto. Ella le mira, él la mira, mira el juguete… De pronto se precipita hacia ella. Christy quiere entregarle el juguete, pero él lo rechaza… salta sobre sus rodillas y no se mueve más. Cuando llega el momento de separarlos de nuevo, Fiaz tiene que arrancar el niño a su madre.

El caso parece progresar lentamente, cuando surge un nuevo drama. A principios de marzo, Adam pilla una meningitis vírica, una de las enfermedades infantiles más mortales en Pakistán. Siempre ha sido el más robusto de los tres niños, pero ahora se muestra frágil, vulnerable, cubierto de granos, sacudido por vómitos convulsivos, y su cuerpecito está rígido como un trozo de madera.

Christy debe luchar para que la familia acepte cada etapa del tratamiento. En primer lugar, hacer admitir a Adam en el hospital un viernes por la tarde, fiesta habitual de los médicos del lugar. A continuación, conseguirle una habitación individual para alejarlo de los casos de tifoidea o de tuberculosis de la sala común. Luego, encontrar penicilina, esencial para su tratamiento. Shabina, la prima que ya le había ayudado con Eric, es ahora pediatra, y duda de que el niño se restablezca. Pero Christy se repite con la fuerza de su instinto: «Vivirá.»

Su convicción se apoya en dos cosas: el hecho de que Adam sea capaz de tragarse el medicamento, primera etapa para vencer la infección, y, sobre todo, le parece imposible, inimaginable, haber venido de tan lejos y haber tenido tanta paciencia, para ver morir a su hijo así.

Éste es un período de gran angustia para Christy, durante el cual ella emplea todas sus fuerzas maternales, hasta el agotamiento. Cuando las cosas llegan a este extremo, una se vuelve dura y se concentra en lo que hay que hacer, hasta un punto en que la emoción ya no existe, ni la fatiga, un punto en que no se siente nada. Simplemente, se hace lo que hay que hacer.

Adam supera la crisis dos días más tarde, y Christy pasa las dos últimas semanas de su estancia en Pakistán a su cabecera, dejando todas las cuestiones judiciales a Nasir.

Según éste, la tribu se ve ahora acorralada, y le propone a Christy que se lleve a John, el mayor, pero dejándoles a Adam, que siempre se ha mostrado más dócil con ellos. Teniendo en cuenta su edad y su mutismo, el argumento parece falaz. Finalmente, Nasir le trae a Christy la mejor de las noticias: el juez está cansado de retrasos y aplazamientos, y no concederá más prórrogas de la audiencia a los Khan. Opina que eso «no es bueno para los niños, no es bueno para la madre y no es bueno para nadie».

Al oír eso, Fiaz pierde los estribos delante del tribunal:

—¿Qué quiere decir usted? ¿No es bueno para la madre? ¡Pero si la madre no cuenta!

El juez lo mira con gravedad:

—Si la madre no cuenta, ¿a qué viene toda la argumentación que ustedes han presentado?

Fiaz acaba de cometer un gran fallo. El principal argumento de la familia es que los hijos de Christy deben quedarse en Pakistán por su propio bien, «para consolar a la abuela de la pérdida de su hijo Riaz».

Argumento ya poco convincente, pero que revela ahora toda su hipocresía.

Comprendiendo que el juez parece decidido a confiar la custodia de los hijos a Christy, la familia lucha ahora por los detalles y las modalidades. Los abogados elaboran un acuerdo, piden varias condiciones, una de las cuales exige a Christy que no vuelva a casarse so pena de perder el derecho de custodia.

El combate ha terminado. Ese mismo día, Christy y los dos niños suben a la parte trasera del vehículo de Fiaz para llegar al aeropuerto de Peshawar. En el momento en que aquél pone el coche en marcha rabiosamente, un rostro familiar aparece en la ventanilla. Se trata del tío Hyatt, que le grita por encima del ruido del motor: «¡Christy! ¡Siempre formarás parte de mis sobrinas preferidas! ¡Estoy contento de que todo se haya arreglado para ti!»

Cinco años antes, Mahtob y yo habíamos bajado la misma pasarela, del mismo aeropuerto de Detroit, ¡la pasarela de la libertad! El 26 de marzo de 1991, Christy, John y Adam descienden del avión. John, al ver a su hermanito Eric por primera vez desde hace dos años, siente la necesidad de presentarse correctamente a él, con toda la solemnidad de sus cuatro años: «¡Hola! Soy Johnny, tu hermano mayor. Yo cuidaré de de ti.»

La alegría de Christy es la mía. ¡Ha triunfado! Eso es tan raro en el torrente de desgracia con el que me enfrento desde mi regreso… Sin ningún ingreso y sin ahorros, se instala en casa de sus padres en las afueras de Detroit, y reencuentra la modesta casa de su infancia, las tres habitaciones en que ella creció. Pese a lo exiguo del lugar, la familia está unida por el amor y un agradecimiento mutuo. Han tejido sólidos lazos en el curso de todas las pruebas compartidas.

Cuatro meses después de su regreso, John y Adam tienen aún una salud frágil, pero se recuperan rápidamente. Christy los trae a veces a visitarme. Duermen en casa, y John ya no se despierta por la noche sobresaltado, empapado de sudor, suplicando a su madre que no le abandone, ni aterrorizado en sus pesadillas por hombres armados de fusiles. Adam ya no reclama su biberón, y ha dejado de hacerse pipí en la cama. Los dos niños son capaces de irse a acostar sin aferrarse a sus juguetes, sin temor de que su felicidad recién estrenada desaparezca por la mañana.

Como era el mayor en el momento de la separación, John, de naturaleza sensible, despierto e inteligente, había encontrado ya su equilibrio en Peshawar. Adam, por su parte, ha cambiado mucho en su nuevo ambiente. Tras el caos físico y moral de su existencia en Pakistán, el niño que se despierta aquí es un niño completamente diferente. Christy me explica:

«Ha forjado una nueva personalidad. No tolera el menor desorden. Si tiene las manos sucias, corre a lavárselas. Si ve salir a Eric del baño, con, por ejemplo, el cepillo del pelo, le persigue por toda la casa para que lo vuelva a dejar en su sitio en el cajón. Luego se sienta en el baño, mira a su alrededor y exclama: “Limpio, limpio, limpio.” El orden y la limpieza son una obsesión. Prácticamente cada día, justo antes de conciliar el sueño, me pregunta: “¿No me dejarás, verdad, mamá?” “Claro que no”, le contesto. Entonces, con su extraño acento paquistaní, sonríe y suspira: “¡Qué bien! ¡Estamos “juntos”!”»

Con sus tres niños de menos de cinco años, Christy debe soportar los inevitables pequeños conflictos entre hermanos. John y Adam están particularmente dotados en materia de rivalidad fraternal. Un eco, quizá, de la época en que Riaz y sus hermanos se enfrentaban en su presencia.

El arte de ser único progenitor representa algo más que un trabajo a tiempo completo para Christy. A fin de establecer cierta armonía y una estructura familiar sólida, ha instaurado una minuciosa regulación en la casa: «Hora de acostarse regular, hora de levantarse regular, hora del baño regular. En nuestra casa tenemos reglas. Mi marido fue extremadamente anárquico. No quiero que los niños se imaginen que pueden ir adonde quieran, cuando quieran, y hacer lo que quieran.»

Paradójicamente, su carga se ve aliviada por el hijo que reclama más atención, Eric. Cuando habla de él, su rostro se ilumina: «Los niños trisómicos son verdaderos regalos de amor, y Eric respira amor. Tiene una indescriptible bondad simple. Es el más equilibrado de los tres. No manifiesta celos de nada ni de nadie.»

A Eric le faltaba una válvula coronaria, y los médicos han previsto una segunda intervención para dentro de uno o dos años. Mientras tanto, toma dos medicamentos para el corazón, y diuréticos. En cuanto se le deja de dar una dosis, se debilita inmediatamente. Pero en su vida cotidiana no tiene ninguna prohibición, y le gusta la rudeza del juego y las cabriolas de sus hermanos. La última ocasión en que vino a jugar a casa, le oí repetir por primera vez a su madre: «Eric comer, Eric comer», con una amplia sonrisa.

Protectora por naturaleza, Christy, al igual que yo, sigue desconfiando, y teme que la familia de Riaz se eche atrás de un acuerdo concedido a regañadientes. Y está permanentemente ojo avizor.

«¡Es una lástima, Betty! Adoro a mis hijos, adoro vivir su infancia, es una completa revolución en mi vida, pero me sentiré aliviada el día en que sean adolescentes. En ese momento los apreciaré mejor, serán capaces de protegerse, de hacerse cargo de sí mismos. De momento, son demasiado frágiles. Sé que los niños sienten lo mismo que yo siento, aun cuando me esfuerzo en evitárselo. Pero en ocasiones basta con que me quede asomada a la ventana, repasando millones de cosas en mi cabeza, para que inmediatamente John me diga: “¿Pasa algo, mamá?”»

Ni John ni Adam manifiestan mucha curiosidad por su padre. El tema es evocado raras veces, salvo cuando John observa a una pareja paseando. Entonces comprende que le falta algo, y dice: «No te preocupes, mamá; Dios nos dará un nuevo papá.»

Christy se sigue interrogando acerca del por qué y del cómo de la muerte de Riaz. La policía no piensa que ella esté en peligro. Parece que el que mató a Riaz obtuvo lo que buscaba.

Sólo dos elementos de la investigación han sido revelados: Riaz debía dinero «a todo el mundo y a su hermano en particular». Fue abatido en un parque a mitad de camino entre Chicago y Detroit, lugar de encuentro habitual de traficantes de droga y criminales de toda calaña.

El examen de la sangre no reveló rastros de alcohol. Un hecho sorprendente para un hombre que rondaba los límites del alcoholismo, y al que le gustaba beber durante los viajes en avión. La policía hizo notar a Christy que «cuando un individuo se dispone a concluir un asunto importante, a menudo está sobrio».

¿Estaba Riaz implicado en algún asunto de droga? Por Peshawar transita el opio procedente de Afganistán. Christy ha oído decir que la agencia de lucha contra la droga, la DEA, se habría interesado en el asunto. Pero nadie está en condiciones de probar esta hipótesis. Lo que crispa aún más a Christy es la convicción de que la familia de Riaz conoce la verdad y la oculta para proteger su reputación. A pesar de las repetidas demandas de la policía, siempre se han negado a enviar las grabaciones de las últimas comunicaciones telefónicas de Riaz. Era una manía de él, o una necesidad; grababa todas sus llamadas.

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