Desesperado, Craig hurga entre los restos de este desastre: los cubos de basura, los cajones volcados, la papelera… Descubre un borrador de carta, dos líneas de tinta azul: «Craig, quiero que sepas…» Vera no ha terminado. Hay otra, de tinta roja, donde aparece lo mismo, dos líneas interrumpidas: «Craig, he cogido a las niñas…» Y aún otra, ¡con tinta verde! Finalmente, da con el bueno. El resultado final del laborioso trabajo de Vera para justificar su huida, dejado sobre un montón de basura, es éste:
«Craig:
»No te puedes imaginar seguramente lo desolada que me siento de que las cosas ocurran así. Veo claramente que tu nuevo modo de vivir es importante para ti. Debo pensar en las niñas. Es mejor así. Si reflexionas en ello, verás que vale más que ellas no vuelvan a verte, y a tu familia tampoco. Es demasiado complicado para ellas. Nada funciona como debería. Incluso aunque al principio fuera culpa mía, creo que tu familia ha hecho de ti un marido y un padre diferente. ¡No deberías tener derechos sobre nosotras!
»Así que tú podrás hacer lo que querías, y yo voy a comenzar una nueva vida, una vida mejor.
»Eso es lo que quiero para mis hijas. Ellas no te olvidarán, y podrás venir a verlas. Tú estás a un lado, y yo al otro. Tendríamos que haberlo sabido antes. No quiero hacer daño a nadie, pero no hay otro remedio.»
Después de eso, dos palabras tachadas: «Seremos siempre…» ¿Siempre qué? Ninguna firma.
La horrible realidad se abre paso en la conciencia de Craig: sus dos hijitas están de camino para atravesar el océano, quizás incluso están ya al otro lado.
Craig da una vuelta por el barrio, se informa con un viejo vecino que siempre espía las casas de los demás. En efecto, el miércoles anterior vio a Vera y a aquel «tipo indecente» cargar cosas en un camión, por la noche. El jueves, recogieron el resto en una furgoneta de alquiler.
Craig se aferra a una débil esperanza, la de que Vera y su amante se queden algunos días aún por los alrededores, el tiempo de organizarse antes de viajar a Alemania. Pide un permiso en la empresa, y se dedica desesperadamente a buscar el rastro de sus hijas. Apenas duerme, vigila a la vez la antigua casa y los lugares más frecuentados por Vera y su amante. Va de casa en casa durante todo el 31 de diciembre y el 1 de enero de 1989. Ni rastro de los fugitivos.
Craig sabe que uno de sus holgazanes primos es el mejor amigo de Dave. Y va a verle, con los puños cerrados: «Escúchame bien, si oyes algo sobre Dave, sea lo que sea, me avisas. ¡A mí y a nadie más! ¡Hablo en serio! Quiero saber el menor detalle. Ese tipo se ha largado con mi mujer y mis muebles… eso me importa un rábano, ¡pero ese maldito drogadicto tiene a mis hijas! ¿Has comprendido?»
Craig examina cuidadosamente la factura telefónica de Vera con la esperanza de encontrar una pista. Vera será lo que se quiera, pero no es tonta. Ha confundido su rastro mediante centenares de llamadas a larga distancia, desde la telecompra hasta el teléfono erótico, pasando por cabinas públicas. Craig verifica novecientos números en veinticuatro horas. Busca las llamadas repetidas y descubre catorce de ellas a un número de Colorado Springs.
Contrata a un detective privado y éste identifica el número como perteneciente a la esposa de un soldado que Vera había conocido en Fulda. Un contacto del lugar confirma que los fugitivos han abandonado su furgoneta en Colorado Springs. Eso quiere decir que van a tomar el avión. Craig llama al aeropuerto local el 2 de enero. La noticia le fulmina: Vera, su amante y Stephanie y Samantha han viajado a Alemania la víspera. Sólo la víspera…
Lógicamente, han debido de ir a refugiarse a Fulda, donde Vera tiene a sus viejos amigos, sus puntos de referencia. ¿Pero dónde? La sospecha de Craig se confirma cuando se entera por el primo de que una carta de Dave a su madre lleva matasellos de Fulda.
Para el Departamento de Estado, debería ser posible localizar el lugar de residencia de las niñas. Craig llama a su abogado, y éste al Departamento de Estado. La respuesta es detallada, pero desespera a Craig: «Vaya al lugar, contrate a un abogado alemán, consiga la prueba de la vida disoluta de su ex mujer. Luego habrá que esperar que un tribunal fije una audiencia. Eso puede llevar tres años.»
A Craig le falta no solamente paciencia y dinero, sino también esperanza en la justicia alemana para acelerar los procedimientos. El sistema americano ha bloqueado ya cada una de sus peticiones para la custodia de las niñas. ¿Qué posibilidades tiene contra una madre alemana que dispone de la ventaja de estar en
su
país, con
su
justicia?
Dos semanas más tarde, el 13 de enero de 1991, la custodia provisional de las niñas le es finalmente concedida a Craig. No le sirve de mucho: ya no las tiene.
Craig se ve totalmente incomunicado de sus hijas durante tres meses. Ninguna noticia, ni por teléfono, ni por correo. Es el peor momento de su vida. Siente pánico, y llora inconteniblemente; pasa de las lágrimas a la cólera fría. No puede comer, dormir. La obsesión le corroe, habla de ello con todo el mundo, pero nadie puede ayudarle. En cuanto a los que sí podrían, no quieren.
Craig se ve acorralado por todas partes. Paga el alquiler de su apartamento, más los plazos de la hipoteca de la casa, para evitar el embargo. Presenta una petición para mudarse a esta casa, pero el tribunal la rechaza. Motivo: había firmado delante de notario el abandono de su derecho de propiedad en el momento del divorcio, y Vera posee el título de propiedad. ¡Es como para enloquecer!
Craig no tiene derecho a dormir en la casa cuyas letras está pagando, así que penetra en ella por las buenas, deambula por las habitaciones en busca de recuerdos: la hora del baño, los desayunos, mil pequeñas cosas infantiles. No toca nada, deja los objetos tal como los encuentra, en desorden, y sueña que Vera volverá algún día a buscar algo que haya olvidado.
Sabe perfectamente que eso no tiene el menor sentido, pero al menos le produce la impresión de actuar, y tiene necesidad de ello para conservar la esperanza del regreso de sus hijas.
Cuando no consigue decidirse a salir de la casa, se queda sentado en lo alto de la escalera, en el rellano de la habitación de las niñas, toda la noche, como un zombie, fumando compulsivamente.
Los padres de Craig, no pudiendo soportar por más tiempo el estado de su hijo, deciden intentar otra cosa: contratar mercenarios para raptar a las niñas y traerlas a Estados Unidos. Escriben a todos los comandos dispuestos a hacer de soldados de fortuna. Las respuestas no son muy alentadoras. En realidad, nadie tiene ganas de arriesgarse en esta Alemania Occidental de fronteras bien vigiladas, sea cual sea el precio. La única respuesta positiva llega de un supuesto profesional, que se apoda a sí mismo
Fat Man
(el Gordo). Cuando Craig habla con él por teléfono,
Fat Man
le responde con voz grasienta:
—Lo haré por diez mil pavos por anticipado, más gastos de desplazamiento… Usted vendrá conmigo. Usted la estrangula o le hace lo que quiera… Yo le espero en el coche, y le conduzco con las niñas hasta la frontera. Pero me quedo en Alemania.
¡Bonito programa! Craig rehúsa el trato:
—¿Cuál es exactamente su plan? ¿Una carrera de taxi a quince mil dólares?
Su rabia y sensación de impotencia son de tal magnitud que se repite cada mañana: «¡Voy a ir! ¡Voy a ir! Descubriré dónde se esconde, y después…»
¿Después, qué? ¿Secuestrar a las niñas él solo? ¿Pasar la frontera fraudulentamente? ¿Boca abajo?
En abril de 1988, Craig llama al hermano de Vera en Alemania. Le conoce bastante bien; el hombre es simpático pero la conversación, difícil:
—Dime dónde está Vera…
—Escucha, las niñas están bien, es todo lo que puedo decirte…
—Tú tienes críos, puedes comprender…
—Le he prometido a Vera no decir nada.
—Pero tú la conoces, sabes cómo vive, me preocupan las niñas… Dile al menos que me llame… ¿Es pedir demasiado?
—De acuerdo, pero no te prometo nada…
Una hora más tarde, Vera telefonea. El mensaje es conciso:
—Estamos bien. Viviremos aquí el resto de nuestra vida y no puedes hacer nada para evitarlo.
Craig prueba la suavidad:
—Bien, si así sois felices y todo va bien…
Luego habla con sus hijas, apenas un minuto. Con el aliento cortado por la emoción, percibe la angustia en la voz de Stephanie:
—Papá, ¿cuándo vienes a buscarnos? No nos gusta estar aquí…
—Lo siento, cariñito, pero no puedo ir a buscaros.
Sabe que Vera está escuchando. Sabe que no debe correr el riesgo de traicionar sus planes: secuestrar él mismo a las niñas. Pero esa tristeza de Stephanie… Si pudiera echarle el guante a Dave, ese inmundo…
Necesitará ayuda para organizar él mismo un comando. Su hermano querría formar parte de él, pero Vera le conoce… En cambio, no conoce a Frank. Y ese día, Frank, boca arriba debajo de su viejo coche, arreglando el carburador, oye a Craig, pegado al teléfono de la pared, repetir por enésima vez a su padre:
—Hay que recuperarlas, papá. Se marchó con ese fulano, duerme con ella, tengo miedo… Procura pensar en alguna manera de…
Entonces Frank sale de debajo del coche:
—¿Y por qué no vas a buscarlas tú mismo? Pareces un león enjaulado desde hace meses… ¡Ve allí, atízala y tráete a las crías!
—No puedo hacerlo solo, me descubrirían.
—¡De acuerdo! Te acompaño.
—Es peligroso…
—¡Pero es por un motivo serio! De lo contrario, yo no hago estas cosas. No soy el tipo de individuo que salta de un puente sujeto a una cuerda elástica sólo para ver qué se siente… Pero unas niñas…
El acuerdo se pacta. Los padres de Craig proporcionarán el dinero para la empresa. Sólo queda localizar a Vera.
Hay un dios para los desesperados. El holgazán primo encargado de vigilar el domicilio de Dave y el de sus padres trae finalmente noticias:
—Supongo que Dave está hasta la coronilla de ese poblacho perdido de Alemania. ¡Su madre dice que vuelve a Muskegon!
—¿Cuándo? ¿Cómo?
—Mañana, por avión.
Un resplandor asesino refulge en los ojos; Craig se frota las manos.
—¡Eh! ¿No irás a hacer el imbécil?
—No te preocupes por tu amigo… Tengo una idea mejor para él. ¡Y cierra el pico!
Al día siguiente, Craig telefonea a Dave:
—Tenemos que vernos hoy. No te muevas de ahí. Ya voy.
En cuanto ve a Craig, Dave sale al umbral de su puerta, con una botella de whisky en una mano y un vaso en la otra. Tiene aspecto de borracho, pero podría intimidar a cualquiera que no fuera Craig, que nada tiene que perder y se acerca resueltamente. Despechugado, el rostro y el torso cosidos de cicatrices, trofeos de peleas a navajazos en los bares del lugar, Dave se dispone a provocar a Craig, que conserva la calma.
—¡Escúchame bien! No presentaré denuncia contra ti, aunque podría hacerlo y te detendrían por algún tiempo. Tampoco voy a matarte, aun cuando no me faltan ganas… Pero sólo con una condición. Vas a decírmelo todo. Quiero saber dónde vive Vera, en qué calle, en qué edificio, en qué piso, el plano de la habitación de las niñas, el plano del apartamento. Quiero el nombre de todos los bares que ella frecuenta, las horas en que sale, quién la acompaña… Tengo cuarenta y una preguntas en este papel, ¡y vas a responderme a todas ellas ahora!
—¿Y qué pasa si no quiero?
—Te mataré. Y si no soy yo, lo hará mi hermano. Está abajo, en el coche, ¿ves? En cuanto al jefe de policía, que es amigo de mi padre, le interesas mucho. ¿Entendido?
Dave coopera.
Craig obtiene sus respuestas, pero no le satisfacen. Según Dave, Vera está en el apartamento casi todo el tiempo, a menudo con varios amigos, salvo cuando se va de golfa el fin de semana dejando a las niñas en casa de su padre.
Junto con Frank, durante días Craig maquina varios sistemas. Si alguien resultara muerto durante el secuestro, irían a parar los dos a la silla eléctrica. Y aun admitiendo que el rapto vaya bien, si son detenidos en la frontera de Alemania Occidental, será la cárcel de por vida.
Ahora, el plan se ha convertido en algo muy serio. Craig comienza por un ligero toque al consulado americano de Ámsterdam, destino de su huida. Le explica su situación al funcionario:
—¿Podrían ustedes extenderme nuevos pasaportes para mis hijas?
—Señor, nosotros no nos ocupamos de las disputas sobre el derecho de custodia de los niños, pero si tiene usted documentos que justifican este derecho de custodia, junto con los certificados de nacimiento y las tarjetas de la Seguridad Social de sus hijas, le entregaremos pasaportes. Pero ¿cómo espera usted atravesar la frontera alemana sin papeles para las niñas?
—No se lo puedo decir.
—Le aconsejo que no lo intente. Nadie lo ha conseguido.
Sin desalentarse, Craig y Frank preparan sus disfraces. Nombre cifrado para Frank: Brad Madison. Llevará un traje de faena y se cortará los cabellos al cepillo: el mejor atuendo para fundirse en el entorno de Vera, a la que le gustan los soldados. Será un soldado americano de permiso, los bolsillos llenos de dólares. La nueva identidad de Craig: Bob Servo. Craig ha elegido el estilo mexicano: ropas amplias y gafas de sol. El hecho de vestir de paisano le permitirá instalarse en un hotel de Fulda sin levantar sospechas. Se tiñe los cabellos y el bigote de negro.
El 30 de abril de 1988, Frank y Craig llegan a Ámsterdam y suben a un tren que les llevará a Fráncfort. Craig ha preferido no tomar el vuelo directo a Alemania.
Según las «confidencias» de Dave, el padre de Vera ha avisado al servicio de inmigración para que, llegado el caso, impidan a Craig salir del país con las niñas. Así pues, está marcado, y su pasaporte también. El tren es más seguro, aunque habrá un control a cada lado de la frontera. Si los aduaneros verifican el número de pasaporte de Craig por el ordenador… la aventura fracasará. Para evitarlo, Craig lleva su pasaporte a la vista entre las manos, y finge dormir. La estratagema funciona en el primer puesto fronterizo. Frank dice a los aduaneros: «Duerme. No hemos dormido en las últimas veintiocho horas. Está reventado.»
Pero en el puesto siguiente suben otros aduaneros. Con las palmas de las manos húmedas, fingiendo dormir, Craig los oye llegar. Uno de los aduaneros le empuja con el codo dos veces. Frank gruñe:
—¡Déjele dormir! Sus compañeros han examinado ya su pasaporte. ¿Cuántas veces lo quieren ver?