Adam se siente particularmente fascinado por un retrato de su prima Andrea, a los seis años de edad. Era su compañera de juegos preferida.
—Es tan bonita, mamá… Espero que la volveremos a ver. ¡Cómo ha crecido! ¡Hace tiempo que no la veo! ¿Qué edad tiene?
—Siete. ¿Qué hiciste por tu cumpleaños, Adam?
—No sé cuándo es, mamá…
Ni uno ni otro han tenido cumpleaños. Ningún punto de referencia en el tiempo. Mariann le reprocha esta negligencia a Khalid, que responde agresivamente: «¡No tenía realmente ninguna razón para festejar eso!»
Por la tarde, cuando la corriente está cortada, el aire acondicionado averiado y la atmósfera de la casa es asfixiante, vale más refugiarse en el exterior, a la sombra minúscula del patio. Allí es donde tiene lugar el acontecimiento principal de la jornada: la colada. Mariann instala un tubo desde el fregadero de la cocina, y lo hace pasar por una ventana abierta hasta una gran tina. Adora utiliza un barreño más pequeño para chapotear. Adam se ocupa del aclarado.
Como los niños tienen poca ropa, hay que hacer la colada todos los días, durante una hora y media, a veces más, economizando la ración de jabón mensual.
Los otros dos acontecimientos de la jornada, para los niños, son los regresos de Khalid, a la hora de comer y de cenar. Pero él no se muestra demasiado paciente con ellos. Adora puede hacerlo todo. Adam, no. Su padre es duro con él, le hace responsable incluso de todas las tonterías de su hermanita: «¡A ti te toca vigilarla!»
Un día, Adam le dice a su madre: «Mamá, ¿te acuerdas de América? Papá nunca me daba azotainas. Y, sabes, aquí me pega siempre.»
Basta que Khalid se vea obligado a hacer sonar dos veces la campanilla del portal para que empiece a gritar a su hijo: «¿Podías correr, no? ¿No lo has oído?»
Entonces, cuando suena la campana, Mariann empuja a Adam: «Anda, corre…»
Y el pequeñín se pone las sandalias y corre hacia el portal a toda prisa.
Esta exigencia de disciplina constituye una excepción; la educación cotidiana de los niños incumbe enteramente a Mariann, y no es tarea fácil. Pues Adora, probablemente demasiado mimada en ausencia de la madre, se ha vuelto distraída e hiperactiva. Se sube a las estanterías, se cuelga de las puertas, no cesa de caerse y hacerse daño.
Adam, por su parte, experimenta una regresión. Tiene repentinos accesos de cólera, y una actitud excesivamente desconfiada hacia su entorno.
Mariann se encuentra en situación de perdedora. Si se pone autoritaria con los niños, Khalid la regaña. Si les muestra afecto, si da un énfasis especial a los momentos de ternura con ellos, él expresa su descontento: «¡Has venido aquí sólo por los niños! [Evidentemente yo no te intereso!, ¡y la familia tampoco!»
Es difícil interesarse por personas cuya lengua uno no habla, y difícil también soportar a una suegra de mirada vindicativa. No necesita expresarlo, para que Mariann comprenda su sentimiento hacia ella: «Eres una mala mujer para mi hijo adorado.» «Sea cual sea la mujer, siempre será mala», piensa Mariann. Es el tipo de madre en adoración permanente hacia su retoño, dispuesta a condenar por anticipado a cualquier nuera.
Mariann comprende ahora más fácilmente el comportamiento de niño mimado que Khalid ha tenido siempre. Sus cóleras, sus exigencias, su irresponsabilidad. Aquí, las mujeres hacen todo lo que él exige. Sabía perfectamente, al llevar a los niños a casa de su madre o de su hermana, que se libraría de la responsabilidad de ellos. Los trajo como si fueran trofeos, era una manera de decir: «¡Lo veis, son míos, no suyos! ¡Mujeres, ocupaos de ellos!»
A pesar del comportamiento de Khalid, Mariann encuentra a los iraquíes simpáticos, muy hospitalarios y abiertos. Comparten gustosamente lo poco que tienen. Comparados con los americanos, son diez veces más cálidos y generosos.
La hospitalidad de la familia se tiñe, no obstante, de incomprensión cuando Mariann rehúsa la mayor parte de los alimentos con que todos se contentan. Angustia o diferencia de comida, todas las verduras le parecen amargas, no siente ningún apetito por la cocina de Sageta. Si se obliga a comer, no puede retener nada, con excepción de una tajada de melón de agua de vez en cuando, cuando Khalid se acuerda de traer. Y, con frecuencia, el melón no está maduro. Eso es consecuencia de la draconiana restricción de los alimentos de importación: los granjeros iraquíes se ven obligados a cosechar prematuramente.
A la tercera semana de su estancia, Mariann se siente realmente enferma. Acude a un médico, que le explica detenidamente que todo es psicológico: «Cuando se haya adaptado usted al clima, a la comida, todo irá bien… No hay que resistirse a esta adaptación; está usted un poco deprimida, pero pasará…»
Cierto, pero, pese a su buena voluntad, los síntomas son reales, y Mariann pierde dieciocho kilos.
A finales del mes de julio, tiene dificultad para abandonar la cama, y Khalid no aprecia en absoluto esta enfermedad que él considera una majadería: «¿Qué pasa, ahora? ¿Tú sabes cuántas invitaciones he tenido que rehusar por tu causa, porque no quieres hacer nada en esta casa?»
Una mañana, Mariann se despierta en medio de una niebla comatosa. Comprende que debe abandonar Irak, o morir. La realidad es espantosa. Demasiado débil para cocinar, hacer la colada, o siquiera para jugar con los niños, se ve a sí misma como un fardo inútil. Tiene que partir. Pero ¿podría llevarse a Adam con ella?
Antes de este viaje, Mariann ni siquiera se atrevía a imaginar que Khalid le permitiera llevarse a uno de los niños. Puesta entre la espada y la pared, habría elegido a Adora, porque pensaba que a su edad tenía mayor necesidad de su madre. Pero ahora ha cambiado de opinión. Adora está relativamente bien adaptada a Irak, y Adam, en cambio, es verdaderamente desgraciado.
Mariann le ha prometido hacer todo lo posible para que vuelva a casa con ella, y cree tener buenas razones para que así sea. A fin de cuentas, Khalid siempre se ha interesado más por su hija, y varias veces había afirmado que quería que su hijo fuera a estudiar a Estados Unidos.
—Mi visado va a expirar, Khalid, es preciso que me marche. Si queremos que Adam realice sus estudios en Estados Unidos, debo llevármelo conmigo para el comienzo del curso escolar.
—Haz las maletas. Yo te acompañaré con Adam hasta Ammán. Podrás hacerle un pasaporte en la embajada americana…
—¿Y tú, qué decides?
—El día en que venda la tienda, ya veremos, quizás Adora y yo nos reuniremos contigo.
—¿Cuándo? ¿Pronto?
—Ya veremos… De momento lo que cuenta es la tienda. Más tarde…
Es una primera victoria. Amarga, ya que supone una nueva separación entre madre e hija.
El resto de la semana, Adam se muestra enfermo de impaciencia, y Mariann le repite incansablemente el menú de fiesta para su retorno a casa: «Hamburguesas de casa Wendy, ¿recuerdas? Panecillos con picadillo de carne, salchichas, bocadillos calientes de queso y jamón y mazorcas de maíz.»
Cuando no se come, no se piensa más que en comer.
Además, Mariann tiene la sensación cada vez mayor de que la partida es urgente. Estados Unidos ha fijado una fecha límite para la inspección de los enclaves militares iraquíes, y esta fecha coincide con su partida. Una vez más, la historia del país la persigue.
Mariann sabrá más tarde que esa semana trescientos mil iraquíes aterrorizados han huido de Irak para refugiarse en Jordania. En medio de la angustia de una posible nueva guerra, con la que la televisión y la radio amenazan al pueblo todos los días, Mariann le pregunta regularmente a Khalid:
—¿Qué noticias hay?
—Las tropas extranjeras que protegían a los kurdos en el norte se retiran… Eso irá mal.
Y dos días después:
—Los kurdos han tomado una ciudad a los iraquíes. Hay muertos, centenares de muertos… Eso es mejor que ayer…
Y, al cabo de dos días:
—Bueno, ¿siguen hablando de guerra? ¿Qué dicen los americanos?
—No se sabe.
Khalid no da muchos detalles, abandonando a Mariann a su imaginación delirante cada vez que un bombardero americano rompe la barrera del sonido en el cielo de Mossul.
Y, de pronto, unos días antes de la marcha, Khalid irrumpe en la habitación donde Mariann prepara ya las maletas. Muestra el rostro cerrado de los días malos.
—He reflexionado. Adam debe quedarse.
—¿Por qué? Pero ¿por qué? ¡Lo has prometido!
—Yo prometo lo que quiero. ¡No quiero que corra riesgos!
—¿Qué riesgos? Irá conmigo…
Presa del pánico, Mariann telefonea a su amigo Shakir, en Bagdad, para que interceda. Khalid y Shakir se habían conocido en la época de sus estudios, en Washington.
Por teléfono, Shakir consigue convencer a Khalid:
—No tendrá ningún problema con Adam; le harán un salvoconducto en la Media Luna Roja y todo irá bien. Yo saldré como avalista.
Khalid acepta de nuevo dejar marchar a su hijo.
El jueves 25 de julio de 1991, día previsto de la partida para Ammán, al volver de su trabajo Khalid decide aplazar el viaje al viernes, Mariann no protesta. Hay que contenerse, no contrariarlo. El viernes, lo aplaza para el sábado. Esta vez, ella se dice: «Trata de ganar tiempo; es una mala señal.»
El sábado por la mañana, viendo que no pasa nada, Mariann pregunta:
—¿Qué sucede? ¿Cuándo nos vamos?
—Hemos de hablar…
Se encierran en una habitación, separados de los niños. Khalid se sienta y comienza:
—He tomado mi decisión. Me niego a separar la familia. Si quieres quedarte y comportarte como una buena madre, eres bienvenida aquí. Si quieres abandonarnos, es cosa tuya.
—¡Habías prometido que Adam podía marchar para realizar sus estudios!
—¡Yo no he prometido eso! Hemos hablado de ello, y punto. Por lo demás, ¡no tienes medios para mantener a tu hijo!
Mariann se pone histérica. ¿Cómo puede Khalid comportarse tan cruelmente?
—¡Eres sádico!
Mientras grita, coge una almohada para arrojársela a la cara pero él se levanta de un salto:
—Si haces eso…
Y avanza hacia ella. Entonces Mariann se sienta a su vez y se golpea ella misma con la almohada. Está tan furiosa que hace falta que golpee contra algo, y en la habitación no hay más que dos personas: él y ella…
Los niños, que jugaban en el exterior, aterrorizados por las voces de su madre, se han plantado en el dintel de la puerta. Mariann, presa de las lágrimas, se calma lentamente, y Adora se atreve a entrar en la habitación:
—¿Te vas a marchar, mamá?
Mariann se acordará mucho tiempo de esta escena. ¿Qué responder? Se contenta con decirle:
—Te quiero, cariño, te quiero, ve a jugar…
Adam se adelanta y besa a su madre en la mejilla.
—No te preocupes, mamá, cuando sea mayor volveré contigo.
Dice eso tal cual, sin mirar a su padre, y luego sale, llevando a Adora consigo.
Es evidente que Khalid ha manipulado la situación, con una última esperanza de impedir que Mariann se marche. Jamás había tenido la intención de dejar marchar a Adam. En el fondo, no quiere más que una cosa: que ella se transforme en una mujer de su casa iraquí, tradicional, que se quede en el hogar con sus hijos, que le obedezca, que viva la vida que él quiere, para servirle. Sin embargo, Mariann no es la tópica mujer de su casa, y no es iraquí; pedirle que cambie de personalidad hasta ese punto es completamente imposible; él debería comprenderlo.
A pesar de su pena, Mariann es incapaz de aplazar su marcha. Está demasiado enferma, ya no tiene fuerzas. Todos sus compañeros de la oficina de ayuda van a marcharse de Irak, y su visado de salida está a punto de expirar. Si se queda más tiempo, Khalid es muy capaz de impedirle partir. Como Moody me cogió a mí en la trampa, hace siete años.
Con la diferencia de que para Mariann no existe ninguna esperanza de huir con los niños. La frontera norte de Irak está atiborrada de minas, rodeada de alambradas, e, incluso admitiendo que lleguen vivos los tres al puesto de control, no tiene pasaportes para Adam y Adora. Debe resignarse a abandonar provisionalmente el terreno, aceptar la situación, regresar, y decidir qué hará a continuación.
El domingo, a las cuatro de la madrugada, llora todavía al subir al taxi con Khalid. En Bagdad, él se niega a acompañarla hasta Ammán.
—El chófer del taxi es persona seria. No corres ningún riesgo.
Mariann está asqueada por este nuevo desencanto:
—Di más bien que te largas, como de costumbre, ¡a tu tienda! ¡Ya te burlas bien de mí! Me pregunto por qué quisiste casarte conmigo…
Khalid le descarga aún el último golpe:
—Si no hubieras sido tan tozuda, te quedarías tal como habías previsto. ¡Aún puedes hacerlo!
—No.
Entonces el tono de Khalid se endurece:
—Fuiste tú la que quiso venir. ¡Yo jamás te pedí nada!
Y se va. Silueta rígida, inflexible, que desaparece detrás del cristal del taxi, en la pálida y blanquecina luz de una tarde de Bagdad.
Durante las trece horas de viaje hasta Ammán, Mariann no deja de dar vueltas a muchas preguntas en su cabeza. ¿Cómo van a reaccionar los niños a su marcha? ¿Es cobarde al dejarlos en esta situación? ¿Es la mala madre que él pretende? ¿Conseguirá cruzar la frontera jordana? ¿Cómo van a tomar sus amigos de la oficina su partida?
Shakir le hace, en efecto, algunos reproches.
—Hubieras debido hacerle frente, quedarte un mes más, pedir un nuevo visado por intermedio de tu marido, tratar de ablandarle antes de la reapertura escolar. Más vale ser desgraciada algunas semanas que toda la vida.
—No conseguiré convencerle aquí, estoy segura. ¡Tiene todos los triunfos en su mano! Puede tratarme como quiera y hacer lo que quiera; no tengo ningún poder.
—¿Y tendrás más en tu país?
Las mujeres se muestran más atentas con su pena. En particular Nadia, una joven iraquí-americana:
—Las cosas no han ido como tú querías, pero no tienes por qué culparte. Es preciso que lo consideres como una suerte, ya que has pasado treinta días con tus hijos; de otro modo, no habrías podido tener ni eso.
Esas palabras alentadoras fortalecen la moral de Mariann y le permiten recuperarse un poco.
Durante los cinco días de espera en Jordania, las tres mujeres del grupo se vuelven inseparables. Kawkub y Nadia comparten la misma cama para que Mariann, que está nuevamente sin fondos, pueda dormir en su habitación. Nadia tiene sus propias preocupaciones: su padre ha sido hospitalizado en Estados Unidos por un problema cardíaco; Basora, su ciudad natal, la segunda ciudad iraquí, ha sido severamente castigada por los bombardeos. La situación allí es particularmente difícil, la gente ha perdido sus casas, las mezquitas han sido destruidas. Los taxis se han negado a llevar a la pobre Nadia hasta la casa donde pasó su infancia.