Ella deposita en mi mejilla un sonoro beso:
—Te quiero, mamá…
Le pido que perdone el comportamiento de su padre. Ella lo comprende. Mahtob no es una gran parlanchina. Una mirada, un gesto, le bastan a menudo para dejar traslucir una emoción. No cuenta fácilmente su vida. Es tranquila, ponderada, reflexiva. Reacciona como un adulto.
De momento, a mí me cuesta conseguirlo.
Me siento enferma y temblorosa al ir a leer mi texto. Subo a la tarima ante una fila de rostros atentos. La sala está llena a reventar, se hace el silencio. Comienzo a leer mi declaración referente a Moody, y me desmorono.
Estoy sin aliento, la voz apagada, no consigo ya pronunciar palabra. Para acabarlo de arreglar, siento que voy a echarme a llorar. Las lágrimas que me aprietan la garganta van a brotar, ya no sé qué hacer, no puedo detenerme así, en medio del texto. Nadie lo comprendería, nadie sabe todavía por qué lloro.
«Cálmate, Betty, respira hondo, bebe un vaso de agua, de una manera u otra, lo vas a conseguir.» Y lo consigo. Leo el texto entero y veo en los rostros de las primeras filas la reacción de simpatía y de compasión que esperaba. En Alemania, la gente ha debido de reaccionar de la misma manera. No es preciso que me preocupe.
Quedan Mitra y Jalal, que quizás ya no saben qué pensar de esta historia.
La primera frase de Jalal después de la conferencia me llega directamente al corazón:
—¿Cómo puede Moody decir cosas semejantes? ¿Cómo puede mentir hasta ese punto?
Ellos pueden testimoniar y ayudarme a reaccionar.
Ellos pueden certificar que estábamos retenidas en Irán en contra de mi voluntad. Y aunque no hayan visto jamás cómo Moody me pegaba, lo han sabido por otros miembros de la familia.
Mitra, en particular, se acuerda de haber consolado a Mahtob, asustada ésta por los golpes que yo acababa de recibir, y que le contaba la escena llorando.
Jalal redacta inmediatamente con su mujer una declaración en mi favor:
«Somos amigos muy íntimos de la señora Betty Mahmoody, y luimos testigos de las pruebas que Betty y Mahtob tuvieron que soportar. Se les obligó a permanecer en Irán en contra de su voluntad, y no se les permitió marchar libremente.
»Pertenecemos a la familia de Moody, teníamos relaciones estrechas con todos nuestros parientes, y somos testigos de las tentativas de Betty para terminar con su suplicio, evadiéndose de Irán.
»E1 doctor Sayyed Mahmoody abusó física y moral-mente de Betty, y la retuvo durante dieciocho meses.
»Es absolutamente inaceptable haber tratado a Betty y a Mahtob de una manera tan inhumana, y aún más inaceptable que Moody niegue sus malas acciones, utilizando la mentira.
»Deseamos que no haga sufrir nuevas penas a Betty y a Mahtob. Tendría problemas, pues conocemos personalmente a muchas personas que pueden dar testimonio de las mismas cosas.»
Jalal me parece particularmente molesto y afectado por las invenciones de Moody. Me dice:
—Si robas, te cortan la mano. Pero si mientes, ya no eres musulmán.
Los días siguientes a este cobarde ataque verbal de Moody, mi cólera se agrava con un agudo sentimiento de rencor. Siempre me he mostrado demasiado amable con él. Demasiado.
Fui la primera en animarle a reanudar los lazos afectivos con su familia. La primera en aconsejar a Mahtob que se acuerde de los aspectos buenos de su padre. He pedido incluso formalmente a toda mi familia que se abstenga de criticar a su padre ante ella.
Todo esto no ha servido de nada. Moody ha ignorado completamente a su hija durante cinco años, y el día en que rompe el silencio es únicamente para mostrarse innoble y hacernos daño. He perdido la última brizna del respeto que sentía aún por él, y no podré censurar a mi hija ahora si ella piensa lo mismo.
Dos días después del estallido de esta tempestad, nos encontramos en Adelaide, y la televisión efectúa una promoción del film.
El extracto se compone de dos escenas: la primera muestra a Moody en Michigan jurando sobre el Corán lo que jamás mantuvo en Irán; la segunda le muestra en Teherán, jurando que no me dejará regresar a nuestra casa.
Mahtob tiene los ojos llenos de lágrimas:
—¡Mira, mamá! ¡Mira eso! Me gusta la escena en que miente que regresaremos de Irán, porque eso es lo que hizo.
Este resumen es elocuente. Al igual que yo, ella ha perdido sus últimas ilusiones sobre su padre.
Nos ha mentido, ha mentido al Islam, es perjurio, y sigue mintiendo. La cobardía y la mentira parecen servirle de sistema de pensamiento. Nos mantuvo como rehenes, como prisioneras, apaleadas, maltratadas, forzadas hasta el límite.
Y no encuentra otra cosa que contar una lastimosa historia de billetes de avión para Zúrich… Y se muestra en una mansión lujosa, que no le pertenece.
¿Pero quién es Moody realmente? ¿En qué puede creer? ¿Qué busca?
Hay una buena dosis de paranoia en su comportamiento, dicen algunos de mis amigos. Pero yo ya no puedo compadecerle. Ni perdonar.
En lo que concierne a su afirmación según la cual él mismo nos habría acompañado al avión con destino a Suiza, el Departamento de Estado posee una carta suya que cuenta una historia bien distinta. Él mismo la envió a la embajada. En ella escribió que nosotras «habíamos desaparecido de su casa el 29 de enero de 1986», que no «hemos vuelto a aparecer después»… Que está «muy inquieto y particularmente preocupado por nuestra seguridad física».
De no habernos evadido, estoy segura de él que me habría separado definitivamente de mi hija, reteniéndome en cualquier parte.
Sé que vive en Irán. Sé que es mi enemigo. Sus amenazas de muerte resuenan aún en mis oídos. Sé que practica ahora activamente la religión islámica. Como él dijo en su entrevista en Alemania, Mahtob ha sido desgraciadamente separada de uno de sus padres y separada también de una de sus herencias culturales. ¿De quién es la culpa?
El otoño en Michigan es una estación soberbia. Los árboles tienen un color rojo oscuro, dorado, el viento los agita y hace balancear sus hojas en el sendero que hay junto al río… Las moras no esperan más que las manos de Mahtob para desbordar de la cesta que ella me va a traer para las tartas y las confituras. Soy abuela.
Joe se ha casado. Joe encontró su alma gemela. Se ha tomado su tiempo, al contrario de John, que, mucho más joven que él, está siempre rodeado de una legión de amiguitas. No podría soñar nada mejor que con Peggy como nuera.
El 18 de septiembre de 1991, a las ocho de la mañana, un nieto de cuatro kilos, Brandon Michael, ha venido a enriquecer a la familia. Rosado y redondo como un pirulí.
La felicidad está en el viento, en los árboles, se desliza sobre el río. Si mi padre hubiera tenido la alegría de ver nacer a su bisnieto, habría preparado sus cañas de pescar el mismo día del bautismo…
En medio de todos los relatos de desgracia que han afluido sobre mí a mi regreso, de todas estas personas desesperadas que tienen un lugar en mi cabeza, de todos esos nombres de niños prisioneros en el extranjero, esta dicha me ha sido dada. Brandon Michael, esta noche vamos a beber champán para celebrar tu llegada.
Seis años ya. Estos últimos años han pasado muy de prisa.
La oficina me espera. Lugar familiar, la he instalado en la primera casa que alquilé para trabajar con Bill en el libro. Más que una oficina, es un hogar donde tratamos de reunir a familias desparramadas por el mundo.
Kirk Harder es mi nueva voz a la escucha de todas las peticiones que nos llegan.
Se ha instalado ante el ordenador. Alto, sólido, antiguo miembro del Cuerpo de Paz, ha dejado un puesto en la enseñanza para trabajar conmigo.
A pesar de la red y de aquellas que aceptan relevarme según de qué países se trate, todavía quieren siempre hablar conmigo en primer término. Es normal. Kirk se esfuerza por aliviarme, pero aún hoy, me tiende una hoja. Eso quiere decir: Irán. Mi terreno obligado. Leo en su nota los nombres de pila de los niños: Kayvan y Feresteh… Se trata de Meg.
Hay novedades. Su marido la ha autorizado a partir con su tercer bebé para hacer una visita a sus padres. Ahora está con ellos.
Yo no conozco a Meg… y con razón: lleva prisionera en Irán ocho años. Su historia es espantosamente clásica, y simboliza el grado de sacrificio que puede alcanzar una madre para proteger a sus hijos.
En 1982 presentó una demanda de divorcio, lo que desencadenó inmediatamente el secuestro de sus dos hijos. Kayvan, su hijo, y Feresteh, su hija, fueron raptados por su padre, Hossain, y llevados a Irán.
Desesperada, Meg decidió seguirles para estar cerca de ellos.
En Teherán, se ve obligada a vivir en medio de la numerosa familia de su marido, en un minúsculo apartamento de dos habitaciones. Igual que estar en prisión. Le es imposible comunicarse libremente con un occidental. No tiene permiso siquiera para hacer cola como los demás en las tiendas de alimentación; jamás la dejan marchar sin vigilancia. Al igual que yo, ha conseguido sin embargo hablar con Helen, en la embajada de Suiza. ¡Pero con qué dificultades! Su marido no la dejaba ni a sol ni a sombra, incluso en el despacho de Helen. Una vez, una sola vez, porque el bebé lloraba, el marido aceptó salir del despacho con él unos minutos para calmarlo. Así es como Helen fue puesta al corriente de sus condiciones de vida y de su desesperación.
Helen me dijo luego: «Creo que no es bastante fuerte para intentar lo mismo que tú. Tanto más cuanto que el tercer hijo ha nacido aquí. Si la ayudas, ten cuidado contigo misma. Es posible que ella no resista y lo haga fracasar todo. Si la cogen, lo contará todo, es peligroso.»
Todo, es decir, a través de quién y cómo conseguí efectuar mi evasión.
Meg tiene una vocecita pálida, triste y sin inflexión, la de la renuncia.
—Acabo de leer su libro, y si mi vida en Teherán fuera la mitad de soportable que la suya, me contentaría con ella.
Me describe sus condiciones de vida en Teherán con esa familia. Es bastante terrorífico, pero no tengo dificultad en imaginármelo. Conozco bien esa parte de la ciudad, esas incómodas casas de dos habitaciones que albergan a una quincena de personas, ese barrio superpoblado.
Ella teme tanto su regreso a Irán como la idea de abandonar allá a sus dos hijos.
—¿Está usted segura de querer volver? ¿Y sus padres? ¿Y el bebé? Al quedarse aquí, ¿no podría quizá obtener la custodia legal de los otros dos?
—He recibido una carta de Feresteh hoy; voy a leérsela.
—¿Qué edad tiene ahora?
—Catorce años.
La niña ha mandado la carta clandestinamente.
Con el corazón encogido, escucho la voz de Feresteh, que partió a los seis años de su país natal, una voz terrible para mí, que su madre entona con pena:
—«Mamá, te lo ruego, lee bien esta carta, ¡hazlo dos veces! Mamá, no vuelvas. ¡Serías realmente estúpida si volvieras, mamá! Mamá, te lo prometo, le voy a dar la lata, como hice cuando nos secuestró. Aquel día, yo y Kayvan estuvimos gritando sin cesar. Volveré a empezar. Soy mayor ahora. Puedo hacerlo mejor… Créeme, mamá, llevamos una vida buena. Tenemos comida, huevos y también fruta. Así que no te preocupes por nosotros. Mamá, he recibido hoy tu carta con las fotos. Me gusta la gente de allá. He visto tu cara en la foto. He visto claramente que te sentías muy sola. Pero si vuelves, serás desgraciada. Escribo todo esto, no sé si me escucharás o no. Pero, reflexiona, mamá, en lo que vas a hacer. ¿De acuerdo? Despídete de todo el mundo, mamá. ¡Ruego para que esta carta te llegue de prisa!»
No oigo más que el silencio del teléfono, y el ruido del papel que alguien está doblando. Luego, nuevamente, a Meg, con la voz estrangulada:
—Estoy deprimida, sin fuerzas, mis padres son viejos y están solos aquí. Adoran a los niños. Pero no tengo elección, no la tengo… Ella tiene catorce años, un día querrá casarse… Me necesita. Kayvan también. Durante los ataques de los misiles iraquíes… arriesgaba su vida para ir a buscar pan… Era nuestra única comida, y era él quien salía de los refugios para ir… Le creí muerto tantas veces… Abandonarlo allí, sin saber cómo van a vivir… No puedo… No puedo… Por lo demás, si él acabó por dejarme marchar es porque sabía perfectamente que iba a volver. No tengo ningún poder allí, excepto el derecho de estarme callada, eso es todo. Usted ha tenido suerte…
Los días siguientes, la llamo regularmente, hasta la fecha de su partida, en invierno. Aquel día, una tormenta de nieve retrasa su vuelo. Espero que va a reflexionar todavía. Tengo el corazón oprimido por sus dos adolescentes, por Feresteh, que busca un medio de evadirse de Irán. Comprendo su desesperación. Se agarra a cualquier cosa, exactamente igual que yo en Irán.
El día de su fallida marcha, Meg me cuenta que Kayvan había reaccionado tan mal a su secuestro que le encerraron en el sótano. A la llegada de su madre a Teherán, se jactó de su hazaña: «Ves, mamá, has venido a vivir con nosotros porque yo era malo.»
Y Meg añade:
—Me acordaré de su libro. Me ha devuelto la esperanza. Marcho, no tengo elección. Pero un día, quizás…
Tras su partida, recibo una carta en la que ella expresa de forma más completa sus sentimientos.
«Es difícil de explicar, pero tengo miedo de separar a los niños. Unos y otros serán igualmente heridos y abandonados. La familia, los amigos, nadie podrá comprender jamás. Hay que haber vivido allí, y usted, usted lo sabe.
»Feresteh trata de comportarse como una adulta, ser la mujer de la familia. Intenta vivir mi sueño. Me pregunto cuándo el niño se vuelve adulto, y cuándo el adulto sigue siendo un niño. Lo ignoro. Pero voy a tratar de conservarlos juntos y de darles una apariencia de sueño, a ellos también.»
Después de esta carta, no he vuelto a saber de Meg.
Meg tiene razón, tengo suerte.
La casa, mi casa en medio de los árboles, está abarrotada. Mahtob aporrea el piano; mis hijos discuten acaloradamente sobre el béisbol; Brandon Michael se traga golosamente el biberón que le da su madre en el jardín. Voy a reunirme con ellos para coger menta fresca y un manojito de cilantro. Esta noche, me «meto en la cocina».
Mientras mis manos trabajan troceando la carne, preparando las legumbres, reuniendo colores y sabores, estoy anímicamente tranquila. Un día escribiré un libro de cocina con Mahtob… De tal palo, tal astilla…
El ciclo de conferencias que me piden hacer por todo el país se va a reanudar. Tengo una cita en Washington, en el Departamento de Estado. Tengo montañas de cosas que pedirles.