No sin mi hija 2 (14 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

Jessie tuvo finalmente el buen reflejo. Con sus niños en los brazos se refugia en el puesto de policía. Como lleva consigo los documentos que demuestran su divorcio y el derecho legal de custodia de los niños, la policía turca no puede hacer otra cosa que permitirle marcharse con ellos. Una jornada de espantosa tensión…

Una noche, después de la aventura de Jessie, me acuesto agotada; el día ha sido particularmente fatigoso. Mahtob se encuentra de vacaciones en casa de su abuela, estoy sola, y apenas pongo la cabeza sobre la almohada cuando me sumerjo en un sueño negro.

De repente, me oigo gritar. Mi propia voz resuena en la habitación. Moody está aquí. Le he visto, acechando junto a mi cama, he sentido su cuerpo sobre el mío, sus manos han rodeado mi cuello, y tiene los labios crispados en una espantosa sonrisa de venganza.

Está aquí, lo he sentido… su piel, su olor…

¿Pesadilla o realidad? He gritado tan fuerte que me hacen falta unos segundos para recuperar el aliento. Luego empiezo a temblar como una hoja, un temblor que me sacude todo el cuerpo, incontenible, el corazón saltando dentro de mi pecho, como si quisiera escapar de él.

Era una pesadilla, pero tan viva que superaba en mucho a los sueños habituales, una pesadilla de carne y hueso, un terror en relieve. ¿Un mal presagio, quizás? No puedo quitarme de encima esta imagen.

Él me persigue con sus amenazas, va a ejecutar sus designios, resurgir en mi vida para destruirme. Mi suerte no puede durar tanto.

Desde nuestra evasión, no pasa ni un día sin que piense en él, y en lo que podría hacernos, si tuviera la menor posibilidad.

¿Cuándo vendrá? ¿Cómo lo hará? Lo he considerado todo, pero tengo miedo de no haberlo previsto todo…

Esa pesadilla en la que me estrangulaba mientras reía me persigue todavía.

Mi pasado en Irán me atrapa a veces de manera más dichosa. Por tercera persona, tengo noticias regulares de Ah-mal, el hombre que nos ayudó y que me dijo: «Yo no me iré de Irán si mi mujer y mis hijos no pueden venir conmigo.» Su papel en nuestra fuga no ha sido jamás descubierto. Un día, en alguna parte del mundo, volveré a verle…

En cuanto a Helen Balasanian, la mujer de la embajada de Suiza en Teherán que me aconsejó y apoyó, me llama regularmente. Insiste cada vez en cambiar unas palabras con Mahtob.

Una noche, descuelgo el teléfono para oír una extraña voz masculina:

—No se inquiete usted, fue Helen quien me dio su número.

El hombre me explica que es iraní-armenio, y que vive en California.

—Soy viudo —me dice— y quiero casarme con Helen. Cuando se lo pedí, ella me dijo: «Llame a Betty Mahmoody, y pídale su autorización.»

Me río y me siento emocionada.

Cada vez que pongo los pies en la oficina, el ordenador hace desfilar ante mis ojos listas de casos —ocho por semana, unos cuatrocientos al año en Estados Unidos tan sólo—, las respuestas que podemos dar, la ayuda que es posible aportar. Este frío listado brillante sobre la negra pantalla es una extraña galaxia. Estado por Estado, en América, y país por país, enumerados por el Departamento de Estado, son niños los que desfilan ante mis ojos. Pequeños fantasmas de niños, arrancados de su tierra.

Más emocionante aún, las cartas de madres, de padres, de niños incluso, que me traen preciosamente:

Amshad:
«No quiero un regalo para Navidad; sólo te quiero a ti, mamá…»

Mi organización se llamará
Un mundo para los niños
. Arnie se ocupa del registro oficial de los estatutos. La oficina comienza a ser eficaz en la medida en que podemos dar ahora sistemática y rápidamente cierto número de consejos esenciales: ante qué jurisdicción pedir la custodia de los niños; a quién dirigirse en el Departamento de Estado; quién, en la red, es capaz de dar informaciones precisas sobre el país afectado.

Aún quedan muchísimas cosas por hacer, pero al menos, en la modesta medida de mis posibilidades y en las de la organización naciente, hay una respuesta, una ayuda jurídica, social, moral.

Ramez es más bien bajo, no más de uno setenta, en mi opinión. Su tez es pálida, muy pálida para un libanés; su mirada, intensa. No tiene un aspecto muy fuerte. Y sólo tiene cuarenta años.

Desde hace semanas me escribe detalladamente y me telefonea con regularidad. Hoy, viene a buscarme al aeropuerto, y, una vez en el coche, empieza a hablar. Muy deprisa, nerviosamente, como si le faltara el aliento. Con frecuencia, vuelve su cara hacia mí, por una fracción de segundo, como para apoyar su afirmación, pero tan deprisa… Se diría que es un pájaro enloquecido. Una vez en su casa, sigue hablando, abre la puerta, me lleva inmediatamente al salón y se precipita sobre varias cosas a la vez.

—Va usted a escucharlo… Es preciso que lo lea…

Miro alrededor. Las paredes están enteramente cubiertas de fotografías. Enteramente, es decir desde el suelo al techo. Es enloquecedor, sofocante. Ramez ha extendido aquí, bajo mis ojos, los álbumes de familia al completo, desde el día de su matrimonio, el año 1978, hasta el día del drama, en 1986.

Ramez Shtein, llegado de Beirut para ocupar un puesto de contable en Nueva York, en la Pan Am, se naturalizó ciudadano americano hace unos años. Entre todas las ventajas ofrecidas por esta compañía aérea, había una que constituía un ideal para un hombre apasionado por los viajes: gratuidad en casi todos los vuelos internacionales.

En el curso de uno de sus viajes, en 1977, a las montañas floridas del sur de Escocia, Ramez efectúa una pequeña parada en un albergue al borde de la carretera. Una joven camarera atrae su atención… Así comienza la historia del amor de su vida.

Muriel Dunlop tiene apenas diecinueve años, cuando Ramez anda ya por los treinta y ocho, pero se entienden de maravilla desde el comienzo. Entablan una correspondencia apasionada y, cuando Ramez vuelve a Escocia seis meses más tarde, se cortejan como antiguos enamorados.

Ramez es muy bien recibido por los padres de la joven. David Dunlop, el padre, es obrero cualificado, y su mujer, Isobell, recepcionista de hotel. Tienen el aspecto de personas totalmente razonables, libres de prejuicios sobre la edad, la nacionalidad o las diferencias religiosas entre Muriel y su novio. Ramez frecuenta la iglesia católica griega, en tanto que Muriel es presbiteriana, aunque no practicante.

La familia Dunlop ha llevado una vida azarosa. Muriel pasó gran parte de su infancia y de su adolescencia en Rhodesia, donde sus padres habían encontrado un trabajo más lucrativo, hasta que la insurrección les llevó a Escocia en 1975.

En febrero de 1978, Ramez y Muriel se casan en una pequeña iglesia escocesa. En cuanto se consigue el permiso de residencia de Muriel, marchan a instalarse a Estados Unidos. No obstante, la recién casada, apenas salida de la adolescencia, se adapta con dificultad.

En febrero de 1979, Muriel vuela hacia Escocia para el nacimiento de su primer hijo. Vicky nace en abril, y Muriel se queda aún tres meses más en su país. Ramez viene en avión los fines de semana.

Isobell, la madre de Muriel, les hace una visita a New Jersey seis meses después del nacimiento de Maya, el segundo hijo de la pareja. Los Dunlop se han instalado otra vez en África para estar cerca de sus dos hijos, que trabajan allí, e Isobell desembarca directamente de Zimbabwe.

Dos días después de su llegada, Isobell le pregunta a Ramez por los pasaportes de las dos niñas, y parece estupefacta al enterarse de que se encuentran en una caja fuerte en el banco.

—Al día siguiente, me lleva a su habitación para una conversación particular. Y va directa al grano: «Quiero que mi hija y mis dos nietas vengan conmigo a Zimbabwe para ver a la familia.» Yo estaba furioso ante la arrogancia de mi suegra, y no le presté mucha atención. «Hablaré de eso con mi mujer», le dije. ¡Pero Muriel se negaba a dirigirme la palabra! ¡Yo no comprendía nada! Unos días antes, ella me telefoneaba tres veces al día, se dormía en mis brazos y quería tener otro crío. Era absolutamente leal conmigo, y yo con ella. Ninguna disputa, ningún grito. Pero en cuanto está con su madre, su personalidad y comportamiento cambian completamente. Ya no es ella misma. Al igual que domina a su marido, mi suegra trata de dirigir a su hija y a toda su familia. Si no lo consigue, intenta destruirlo todo…

Ramez comprende que su mujer ha perdido el rumbo cuando descubre en el bolsillo de su bata la carta de un abogado especializado en divorcios.

Los días pasan en medio del sufrimiento, y durante las noches se angustia. Descubre a menudo a Muriel rondando por la casa, tomando café, fumando cigarrillo tras cigarrillo. En cuanto a Isobell, no deja de darle la lata con el viaje de Muriel a África:

—¡Tu mujer ya no te quiere! Voy a llevármela con las niñas a Zimbabwe. Después, si vuelve a quererte, regresará.

Pero Ramez aguanta y se niega a entregar los pasaportes. Dos meses después de su llegada, Isobell abandona finalmente y se marcha de la casa.

—Se hubiera dicho que alguien había apagado una luz en casa de mi mujer, y que otra persona acababa de encenderla nuevamente. Muriel recuperó de pronto su antigua personalidad, como si saliera de un sueño.

Pasaron así cuatro años, apaciblemente.

Monica, su tercera hija, nace en diciembre de 1983. Pero aunque la paz reina ahora en la casa, Muriel no se ha adaptado aún a Estados Unidos. Todos los años, ella, se marcha al Líbano con las hijas a visitar a los parientes de Ramez. En septiembre de 1984, viaja allí por un año, y Vicky asiste a una escuela inglesa. Ramez va a reunirse con ellas para cortas estancias. Encuentra muy dura esta separación, pero es el único medio de mantener apartada a Isobell. Ésta permanecerá tranquila mientras su hija se muestre contenta con su suerte. Como es el caso. Muriel escribe a su marido:

«No sé por qué, pero aquí siento una especie de paz. Siempre estoy feliz, alegre, y, si me siento deprimida, voy a ver a tu hermana Leila, o a Nohad, la mujer del médico vecino, y allí todo lo que me había parecido insoportable hasta el momento queda de pronto olvidado.»

En 1986, Muriel propone ir a visitar a su familia a África. Quiere llevar a sus tres hijas y pasar dos semanas; su marido se reunirá con ellas a la segunda semana, y regresarán todos juntos.

—No me gustaba nada esta idea, pero no tenía ninguna razón de peso para oponerme a esta estancia. Mi mujer llevaba cinco años sin ver a su familia, y era normal que la echara de menos. Pasaba como con usted, Betty, ¡su marido quería visitar a su familia! Por lo demás, Muriel no tenía aspecto de poner en cuestión el futuro. Vicky iba a ingresar en la escuela primaria, Maya en la maternal, y Monica en la guardería infantil. Y, además, Muriel había ido a ver a un médico, porque le inquietaba no haber quedado encinta desde el nacimiento de Monica; quería un chico.

El 12 de agosto, Muriel y las niñas desembarcan en las desérticas colinas de la provincia de Natal, África del Sur, a unos ochenta kilómetros en el interior, cerca de la ciudad costera de Durban, donde sus padres se instalaron después de haber salido de Zimbabwe. Allí alquilan a un campesino una parte de su vieja granja. El lugar está aislado, es pobre; no hay más vivienda a la vista que la de los treinta obreros negros de la granja, en lo alto de las colinas.

Muriel dice que ha encontrado el paraíso. Escribe a su marido cinco días después de su llegada, con su entusiasmo habitual: «Ramez, vas a adorar este lugar. Se parece muchísimo a Beirut y a las montañas.» La continuación de la carta es como un bálsamo para Ramez: «Las niñas te reclaman, y yo también. No dejan de preguntar cuándo vas a venir. ¡Te amo!»

A finales de agosto Ramez embarca hacia África. Tras diecinueve horas de vuelo, llega a la granja mucho después de la medianoche. Se desliza suavemente en la gran cama que Muriel comparte con las niñas. Demasiado excitado para dormir, permanece durante horas contemplando cómo duermen sus hijas, vigilando su suave respiración.

Cuando me habla de sus hijas, este hombre muestra una expresión de éxtasis en el rostro:

—Fueron despertando una tras otra, preguntándose si yo era un sueño o una realidad. Me miraban tiernamente, sus ojos eran amantes, dulces, cálidos. Cuando comprendieron que yo no era un sueño, me saltaron encima desbordando alegría. Eran tan felices… Formábamos un amasijo entremezclado de risas y felicidad…

Me da mucha pena. Su mirada se pierde sobre las fotos que tapizan la pared. Espero que reúna valor para contar lo que sigue.

Los dos primeros días, Isobell se muestra amable. Todo parece perfecto. Luego Muriel comienza a comportarse de forma curiosa. Por la noche, durante la velada familiar, se aparta de Ramez para irse a otra habitación.

—Caminaba como una especie de zombie.

El 3 de septiembre, la víspera de la prevista marcha, Ramez no puede evitar un presentimiento, como si fuera a recibir una mala noticia. Lo lee ya en la mirada de algunos amigos de la familia. Aquella tarde, le dirigen miradas de simpatía y de compasión. Lo oye luego de la boca de Vicky, siempre al corriente de todo, y que le dice de buenas a primeras: «Papá, ¿sabes que mamá va a tener un coche y un empleo?»

Ramez piensa que se trata de un empleo administrativo en New Jersey.

—No me atrevía a suponer más allá de eso. Pero, curiosamente, aquel día los padres de Muriel se marcharon a su habitación a las ocho de la noche. Por lo general, discutían hasta medianoche. Una vez en cama las niñas, vi que los equipajes no estaban hechos. «Muriel, ¿no has preparado las maletas?», le pregunté. Ella me miró con un aire extraño, «No quiero marcharme. Ya no te amo», dijo. Tuve la impresión de haber recibido un puñetazo. «¿Y las niñas? ¿Has reflexionado al respecto? Vas a hacerlas sufrir. Y también me harás sufrir a mí.» Mecánicamente, como si recitara un texto ensayado, Muriel me respondió: «Eso es problema tuyo. Ellas se quedan conmigo.»

Comprendo que Ramez esté abrumado. Su mujer acaba de confirmarle sus peores sospechas, pero él quiere aún negar la espantosa realidad. ¡Es imposible que Muriel hable en serio! E insiste: «Ya arreglaremos eso en nuestra casa, en Estados Unidos.»

Pero Muriel permanece sorda a todos los argumentos, al igual que sus padres que, a petición de Ramez, se incorporan a la discusión. A Isobell le cuesta reprimir una especie de maligna alegría:

—Tu mujer ya no te ama. ¿Por qué iba a quedarse contigo?

—Puede divorciarse en New Jersey, si ya no me quiere, ¡pero no tiene derecho a separarme de las niñas!

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