No sin mi hija 2 (13 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

Por primera vez, el famoso funcionario encargado de dar su opinión al tribunal ha reconocido que los cuatro chiquillos tienen miedo de su padre, y el porvenir pinta bien. Confío con todas mis fuerzas que, mañana, todo se arreglará. Tanto más cuanto que Marilyn tiene bienes —una pensión de un primer marido de la que es viuda— y ha tenido que abandonarlo todo en su huida, con el peligro de que Feridun se apropie de todo.

—Estoy en el hotel, al lado del tribunal, con los niños.

—Creí que venías a casa, como la última vez.

—No, todo va bien… todo va bien…

—¿Y tu marido?

—Nada nuevo.

Nada nuevo desde que él la amenazó: «Si vas a la policía, mataré a toda tu familia…»

Nada nuevo desde que él efectuó una estancia en Irán.

Nada nuevo desde que a él le retiraron el derecho de visita de sus hijos. Hemos dado un gran paso adelante en este asunto. ¿Y sí todo marchaba demasiado bien?

Me levanto a las tres de la mañana, para estar a la hora en punto en el tribunal.

Si Marilyn no lleva los niños al juez, irá directamente a la cárcel. Nos encontramos entre la espada y la pared.

Espero su llegada en el vestíbulo del tribunal. Su madre la acompaña, y también su hermana, así como el abogado.

Feridun ya está allí. Se encuentra cerca del ascensor, los brazos cargados de regalos, impasible, la mirada sombría. No me conoce personalmente, pero me va a oír testimoniar dentro de un momento. Y es iraní… Adivino lo que piensa de las mujeres que rechazan la sumisión.

Finalmente el ascensor se abre y aparece Marilyn, seguida de sus hijos. Ni bonita ni fea, Marilyn parece apagada. Pero, en un año y medio, ha cambiado. Hay algo en la actitud de su cuerpo, en el porte de su mirada; es más agresiva, más independiente.

Pasa por delante de mí, por delante de Arnie y de su abogado, y se dirige a su ex marido, y comprendo que ellos piden la posibilidad de hablar en privado en un despacho antes de la audiencia.

Arnie me mira, yo le miro.

—Tengo la impresión de que va a reconciliarse con él… ¿Te ha dicho algo?

—Nada. Creo que él se alojaba en el mismo hotel que ella, ayer noche… han de haber hablado.

Unos minutos nías tarde, la audiencia privada ante el juez ha terminado. Marylin abraza a su marido al salir, los niños tienen aspecto de estar a punto de llorar… Se acabó.

Ni una palabra de gracias, ni a su abogado, ni a mí, ni a su hermana… Se marchan reconciliados, con los regalos, los niños, sin mirar a nadie.

Estoy azorada. Es algo incomprensible. ¿Ha luchado durante un año y medio para llegar a eso? ¿Para regresar con ese hombre que le pega, la humilla y amenaza a sus hijos?

De acuerdo, se trata del conocido síndrome de la mujer maltratada. Incomprensible para los demás. Cuanto más la humilla el marido, más posibilidades hay de que ella regrese con él a la más pequeña promesa de su parte. «Te quiero, quiero a los niños, no me dejes; no volveré a maltratarte…»

Hemos tenido la prueba de que este hombre es hipócrita, violento, autoritario. Arnie y yo hemos hecho más de lo que debíamos para ayudar a Marilyn, muchísimo más… Ella ha ocupado gran parte de mi red y ha recibido ayuda del gobierno federal para escapar de su casa. Iba a conseguirlo, a alcanzar la verdadera independencia para ella y sus hijos, la protección de la ley… y hete aquí.

El fiscal se adelanta hacia mí, con aire a la vez irónico y furioso:

—¿Y bien? ¿Qué va a hacer usted con la próxima que venga a pedirle ayuda?

—¡No volveré a ayudar a nadie!

Me siento humillada, traicionada, utilizada. He respondido inmediatamente en los mismos términos bajo el
shock
. Pero sé muy bien que no voy a hacer nada de eso. La próxima, todas las próximas, las que esperan, las que telefonean, las que escriben… me encontrarán.

Pero jamás olvidaré la mirada de estos cuatro niños, llena de lágrimas, de incomprensión, de angustia, siguiendo a sus padres, como un pequeño rebaño amedrentado.

El próximo rodaje de la película
No sin mi hija
me ocupará mucho tiempo, y adivino que ese torbellino me separará momentáneamente de mi red. Desde la salida del libro, he tenido que ocuparme de un centenal' de peticiones… Ahora bien, las cartas y las llamadas siguen llegando, y he tomado una decisión importante.

No puedo seguir trabajando sola en este servicio de ayuda. Arnie se ha unido a nosotros, en su calidad de abogado especializado en problemas familiares, y he contratado a alguien para recopilar todos los casos, introducirlos en el ordenador, asegurar las comunicaciones telefónicas y mantener un contacto permanente con el Departamento de Estado.

Eso no es más que el embrión de la organización que quiero crear, pero el ejemplo de las
Madres de Argel
me inspira…

El rodaje de la película se efectúa en Israel. Sheila Rosenthal, una pequeña actriz de seis años, desempeña el papel de Mahtob. Sally Field, el mío. Fue la actriz que elegí desde el primer momento. He visto sus anteriores películas, y me gusta su talento hecho de sencillez y emoción. Durante el rodaje, ella se muestra perfecta, de un profesionalismo formidable. Se ha identificado de tal manera con mis sentimientos, mis terrores, mis angustias, que resulta impresionante verla actuar. Ver nuevamente las escenas de mi vida rodadas ante una cámara, día tras día, resulta realmente extraño. Una escena en particular me impresiona mucho.

Se trata del día en que tuve que mentir a Moody, diciéndole que aceptaba vivir en Irán con él, para tener tiempo de concebir un plan de evasión con Mahtob. En esta falsa reconciliación, Moody me toma en sus brazos para abrazarme, cuando yo no siento otra cosa que odio y desprecio hacia él… Ella está ante mí como en un espejo. Alfred Molina, alias Moody; Sally Field, alias Betty. La cámara efectúa un zoom sobre los ojos de Sally-Betty, y toma su mirada; ella no dice nada. Pero en esta mirada se «entiende» todo, se adivina todo: su disgusto ante aquel falso abrazo, la mentira, la angustia, su decisión de vencer la adversidad impuesta por este hombre.

Sally no me ha hecho preguntas personales, asume su papel y trabaja con el director.

Alfred Molina procede de otro modo. Hace muchísimas preguntas sobre Moody. Sobre su carácter y su comportamiento, sobre lo que habría hecho en esta o aquella situación, qué gesto, qué clase de cólera de mala fe, cómo hablaba a Mahtob, cómo se movía, quiere saberlo todo. Alfred no se parece en nada a Moody. Es más alto y más delgado, barbudo, y tiene mucho pelo. Pero se toma su papel muy en serio y lo trabaja hasta en sus menores detalles. Todo lo que hace es tan convincente que de momento me sobresalto al verle representar una escena. Veo a Moody, su mirada, sus actitudes… Ha cogido hasta su tono de voz, ha comprendido perfectamente el comportamiento de este hombre nervioso cuya agresividad va creciendo peldaño a peldaño hasta la explosión. Se diría que ha vivido con Moody, para haberlo comprendido tan bien.

Es extraño rodar en Israel, en Jaffa, en ese viejo barrio árabe de Tel-Aviv, que tiene un parecido inquietante y misterioso con Teherán. Para la película, se han instalado por todas partes carteles, grafitis en parsi, grandes fotos del ayatollah. Los letreros de las calles han sido cambiados. Los coches repintados como los viejos Pakon de Teherán, los taxis, de naranja. Asesores iraníes están allí para supervisar las ropas, y los israelíes están intrigados; se aglomeran en los lugares de rodaje hasta el punto de que en ciertos momentos hay que llamar a la policía para despejar y tranquilizarles también a través de los altavoces explicándoles que se trata de una película ¡y que el espíritu del ayatollah no ha invadido Tel-Aviv!

Todas estas semejanzas me recuerdan cada día que nos encontramos sólo a mil kilómetros de Irán. Demasiado cerca de Moody para estar tranquilas. Esa proximidad y el interminable problema palestino me hacen temer enormemente durante la estancia en Israel. Los productores y el Departamento de Estado me habían dicho que la seguridad de este país era la más eficaz del mundo.

Por lo demás, esto lo he experimentado desde el principio del viaje, al embarcar en la compañía El Al.

¿Su nombre es Mahmoody?

Un nombre de familia iraní era evidentemente algo sospechoso para ellos. No me dejaron partir antes de haber recabado información a los productores. Por más que les expliqué que se trataba del rodaje de una película, y mostré mi libro, no me hicieron caso. Luego, la compañía se excusó, pero, en el fondo, esta concienzuda investigación me tranquilizó.

Terminada la película, volvemos a Estados Unidos pasando por París. Francia, el país donde se han vendido tres millones de ejemplares de
No sin mi hija
¡Me dicen que es el libro más vendido en Francia desde hace veinte años! Es extraordinario, impresionante. Cuando pienso en la librería de mi pequeña ciudad de Michigan, que no quería venderlo porque era una «historia de árabes»…

Al volver de este largo viaje, el correo que me espera es aún más enorme de lo que imaginaba.

Llevo aquí sólo unas horas, cuando Bill Hoffer me llama para pedirme que ayude a Jessie Pars, una mujer cuyos dos hijos acaban de ser secuestrados en Irán.

Me encuentro con una mujer desesperada.

—La semana pasada se llevó los niños. Mi hijo Cy tiene seis años y Sarah, ocho. ¿Qué puedo hacer? ¿Quién puede ayudarme? Estoy desesperada. Se lo ruego, ¡haga algo! Me han dicho que usted podrá…

—¿Está usted divorciada?

—Sí, desde hace cuatro años… Él tenía una buena situación en Estados Unidos, es licenciado por Princeton, trabajaba en un gran laboratorio. Jamás habría imaginado que lo abandonaría todo y se llevaría a los niños… Los veía regularmente…

—¿Ocurrió algo particular en estos últimos tiempos?

—No… Bueno, salvo que… conocí a otro hombre, pero…

—Jessie, según la ley islámica, cuando se han tenido hijos con el marido, una no se vuelve a casar.

—¡Pero si no me he vuelto a casar!

—Los niños no deben vivir con otro hombre. El marido puede tener otras mujeres, pero usted debe excluir los hombres de su vida…

—Ni siquiera vive conmigo… Yo tengo la custodia de los niños desde el divorcio. Ayúdeme…

Dos días más tarde, llego a Pennsylvania. Jessie, su hermana y su cuñado vienen a recibirme al aeropuerto. En su casa, los zapatos de los niños están aún en el pasillo; sus juguetes, en un rincón; su presencia, por todas partes. Este vacío, esta impresión de pequeños fantasmas que merodean por allí me conmueven el corazón.

Con un nudo en la garganta, Jessie me cuenta:

—Los niños se marchaban a ver a su padre, era el día de visita, recuerdo que… —aprieta los labios para evitar llorar, y continúa—: Es mi hijo Cy; estaba ya de camino, pero da media vuelta y viene a decirme: «Mamá, no olvides invitar a mi amigo Bob para mi cumpleaños», y se vuelve a marchar… Hoy cumple seis años, es su cumpleaños, ¡y no sé dónde está! ¡No tengo más que un número de teléfono!

Jessie ha registrado las últimas conversaciones telefónicas que ha tenido con su ex marido. Escucho algunos extractos de ellas, especialmente un pasaje muy corto en el que su hijita Sarah, de ocho años, es presa de las lágrimas:

«¡Mamá, por favor, ven a buscarme… ven a buscarme…!»

Esto es lo más insoportable, la vocecita de un niño a miles de kilómetros, las lágrimas, la llamada de socorro, y el teléfono que le arrancan de las manos. Rehenes. He aquí lo que ellos hacen de sus hijos: rehenes internacionales.

En pocos días, con la ayuda de Teresa, del Departamento de Estado, me entero de que los dos hijos de Jessie se encuentran en un pueblo del norte de Irán.

Como siempre, recomiendo a Jessie que no rompa la comunicación con su ex marido, que siga siendo el único hilo conductor hacia los niños. Arnie está elaborando una estrategia.

—Siga usted llamándole regularmente. No le pida hablar con los niños, no insista en ello. Intente convencerle de que no ama a ningún otro, que él debe volver, por usted y por los niños, que ha decidido usted reanudar su vida en común.

—¡No me creerá!

—Inténtelo, propóngale usted una reunión en un lugar intermedio, por ejemplo, Turquía, que lleve a sus hijos con él, sólo por un día… Si funciona, al estar la ley de su parte, no tendrá más que desaparecer con los niños.

Jessie consigue representar la comedia. Su ex marido parece creerla, quiere pasar un fin de semana en Turquía con ella y los niños… pero reclama 225 000 dólares. Se considera herido en sus celos; lo está, seguramente, pero de manera posesiva e infantil. Se considera virtuoso…, pero se vende por un fin de semana con su ex mujer, por un fajo de dólares. Pero se niega a devolver a los niños. Los llevará consigo sólo para servir de cebo. El chantaje es claro, es extorsión por dinero.

El padre de Jessie tiene el dinero, y está dispuesto a pagar por sus nietos. El secuestrador lo sabe.

Estambul. Jessie está en el aeropuerto; lleva una cartera que contiene los 225 000 dólares. Un amigo ha tomado el mismo avión, y la esperará con un taxi en el aeropuerto.

Su ex marido llega en coche. Los niños están en la parte de atrás, vigilados por un desconocido. Todo tiene realmente aspecto de una liberación de secuestro. El plan de Jessie es entregar el dinero, y aprovechar la primera ocasión en que esté a solas con los niños para huir en el taxi.

Arnie y yo esperamos noticias con ansiedad. La ley americana protege a Jessie, a condición de que ella regrese, a condición de que conserve la calma sobre la marcha. Nosotros no conocemos a este hombre, pero imagino a Moody en su lugar… Tengo mucho miedo por los niños.

Esperamos durante horas. Finalmente, suena el teléfono. Pero Jessie habla tan deprisa y han pasado tantas cosas, que me cuesta entender. Está en el aeropuerto, tiene consigo a los dos niños, pero acaba de vivir una jornada infernal:

—… El coche estaba bastante lejos, pero frente a mí, al otro lado de la pista, y podía ver a los niños… Estaba temblando. ¡De pronto, Sarah me ve! La pobre chiquilla sale del coche de un brinco, y echa a correr hacia mí a través de la pista y gritando «¡Mamá, mamá!». Mi hijo comprende, y la sigue a los pocos segundos! Betty… los veía correr, correr… Tenía la carne de gallina, alargaba los brazos hacia ellos y me decía: «El plan ha fracasado… Atrapará a los niños y se largará con ellos…» El conductor del coche estaba ya fuera, y mi marido vacilaba…

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