No sin mi hija 2 (15 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

Isobell se muestra inflexible, como si hablara con la misma voz que su hija:

—¿Y por qué tendría que ir a New Jersey a pelearse sola contra ti ante los tribunales? Aquí le daremos todo el apoyo que necesita. A propósito, ¿cómo piensas anunciar a las niñas que ya no vivirás con ellas?

—¡No hay ninguna razón para que les diga eso a mis hijas!

La discusión prosigue toda la noche sin avanzar ni un centímetro. Cuando Ramez reclama los pasaportes de sus hijas, Muriel suelta una risa burlona ,y amenazadora, anunciándole que los ha escondido.

—Era peor aún de lo que imaginaba —dice ahora—. Mi mujer sabía hasta qué punto resultaba duro separarme de mis hijas.

Por la mañana, Ramez anula su vuelo de regreso. Elige un abogado al azar, un joven, aparentemente serio, que le aconseja volver a New Jersey y obtener allí, ante un tribunal, el estatuto de tutor legal de sus hijas.

Después de haber retrasado su marcha varios días e intentado vanamente hacer cambiar de idea a su esposa, Ramez se resigna a seguir el consejo del abogado: dejar a sus hijas en África del Sur y organizar, desde Estados Unidos, la batalla para reconquistarlas. Es lo más difícil que jamás ha tenido que hacer.

El día de su partida, Muriel se queda en la cama. Tiene el rostro enrojecido, y se muestra tan tensa que ni siquiera puede mirarle a la cara o decirle hasta la vista.

Los meses pasan, y la existencia de Ramez pierde toda forma y toda significación.

—Mi vida giraba en torno de mi familia, mi mujer, mis hijas, mi trabajo. Jamás salía con amigos…

—¿Ha seguido usted en contacto con sus hijas?

—Al principio las llamaba cada semana, les enviaba casetes en las que grababa las historias que les contaba por la noche. Las niñas hablaban también en estas grabaciones; tenía la impresión de estar con ellas. Pero cuando me pasaban las niñas al teléfono, oía a Isobell soplarles las respuestas. Yo decía: «Os quiero, os echo de menos» y las niñas me respondían «Hum, hum…» o «Yo también».

Al principio, Ramez recibe tres o cuatro cartas de sus hijas; más tarde, nada, ni siquiera una felicitación de Navidad.

El 9 de enero de 1987, gana ante el tribunal superior del Estado, en Union Country, New Jersey, el derecho de custodia provisional de las niñas.

Nuevamente armado, Ramez pide un permiso sin sueldo de tres meses, regresa a África del Sur y se prepara para la lucha. En lo que a él concierne, la batalla por el derecho de custodia está ganada ya gracias a una decisión muy bien argumentada del tribunal de New Jersey. Lo demás no debería ser otra cosa que papeleos y diplomacia.

Pero el 12 de marzo de 1987, el Tribunal Supremo de África del Sur concede el derecho de custodia de las niñas a Muriel, y condena a Ramez a pagar una pensión alimenticia. El mandato del tribunal de New Jersey es completamente ignorado. Y, aun cuando el tribunal le reconoce un derecho de visita, Ramez queda anonadado.

Hasta aquí, los contactos entre sus hijas y él estaban estrechamente vigilados por la familia de Muriel. «Como en una prisión.» El día en que, por primera vez, circula por un difícil camino que lleva a la granja, las niñas se precipitan en sus brazos.

—Nos quedamos así, cerca de veinte minutos, apretándonos unos contra otros. Mi mujer y sus padres nos observaban desde el pórtico del jardín. No se movieron ni un centímetro. Entré en la casa, y ellos siguieron sin pronunciar palabra. Me senté con las niñas en el salón, y mi mujer y sus padres se quedaron en la cocina.

Momento desgarrador para Ramez, que había depositado toda su confianza en el sistema judicial, y se ve ahora en la incapacidad total de consolar a sus hijas, de suavizar su pena.

Tiene la sensación de que su mejor baza es llegar a convencer a Muriel de que venga a pasar una temporada con él, incluso para una simple visita, y llevarla a continuación a miles de kilómetros de aquella bruja de madre.

En marzo, Ramez tiene una larga conversación con su mujer, una maratón de cuatro horas, en el salón. Cuando la cree a punto de decirle que va a volver a casa, Isobell atraviesa la habitación y la fulmina con la mirada, cerrando la puerta de golpe. Al día siguiente, Muriel se niega a dirigirle la palabra.

—Así que no me quedaba otra solución que volver a New Jersey, con el corazón vacío. He concentrado todos mis esfuerzos en que se cumpla el mandato de New Jersey, Mire, Betty, lo que tengo aquí…

Ramez parece obsesionado con los documentos; me tiende cartas, atestados, testimonios. Quiere hacerme escuchar grabaciones.

Aprovechando sus tres semanas de vacaciones, Ramez hace un último viaje a África del Sur en agosto de 1987, con intención de lanzar un último cable a su mujer. La cubre de invitaciones a cenar, o comer en el campo con las niñas, pero ella no «debe» o no «puede» aceptar.

De regreso a su casa, Ramez no se rinde, pero los meses pasan, la familia está a miles de kilómetros, y los contactos se hacen cada vez más raros. A pesar de sus peticiones, la escuela desatiende sus deseos de enviarle los boletines escolares de sus hijas. Se vuelve totalmente extraño a la vida cotidiana de las pequeñas, y no puede hacer nada al respecto.

En 1989, habla por última vez con sus hijas por teléfono, tras el traslado de la familia a Margate, una ciudad costera de África del Sur. Allí, al borde del océano índico, Mu-riel y sus hijas ocupan un apartamento contiguo al de los padres de ella. Muriel no tiene teléfono, lo cual obliga a Ramez a comunicarse con ella y con las niñas por intermedio de su familia política.

Su gran temor es que sus hijas crean que las ha abandonado, que un día puedan decir: «Era nuestro padre, estaba con nosotras noche y día, lo hacía todo por nosotras, y he aquí que ya no nos habla.» En este caso, ellas crecerán sin llegar jamás a creer en nadie, al no poder confiar en ninguna persona.

Ramez continúa escribiendo dos veces por mes y enviando regalos en cada cumpleaños, sin estar seguro de que el correo llegue a su destino. Sus tres hijas rara vez abandonan sus pensamientos. La última carta de Muriel llegó en agosto de 1990; en ella le reprocha que no haya ido a visitarles y no haya mandado dinero. El sobre contiene una foto de las tres pequeñas, por entonces de doce, diez y ocho años de edad. Ramez llora al verlas crecidas, cambiadas, sin él.

—Estoy dejando escapar la cosa más importante de mi existencia…

Pero aquella foto se queda en su sobre, prohibida para la galería, de retratos del salón. Después de habérmela mostrado, Ramez la mete cuidadosamente en un cajón.

Quiere preservar el pasado, dejar las cosas como estaban cuando su corazón se rompió. En su casa, las niñas son aún sus pequeñas, petrificadas en sus rizos y sus baberos como en su recuerdo. Evoca ahora las anécdotas de su infancia, como si hubieran tenido lugar ayer y debieran reproducirse mañana. Creo que duda en tomar el avión e ir a ver a sus hijas por miedo de alterar sus recuerdos. Ahora, ya ni siquiera telefonea.

—Tiene que ir, Ramez, dispone usted de facilidades en su compañía de aviación para viajar.

—Quiero que me las devuelvan. Ella se las quedó, ella debe devolvérmelas.

Más que un santuario, el apartamento es un lugar de conservación de la felicidad pasada. Completamente inmovilizado en la fecha de su separación de las niñas.

El árbol que hay delante de la casa es un manzano. Antaño, sus hijas cogían los frutos y a Muriel le gustaba hacer tartas.

Fue en junio cuando visité a Ramez, meses antes de la temporada de las manzanas, y el árbol tenía frutos amargos muy diferentes. Cuatro lazos amarillos, anudados alrededor del tronco. Encima, había enrollado también un pedazo de cinta amarilla con una inscripción en negro: «11 de agosto de 1986», la fecha en que Muriel se llevó a sus hijas a África del Sur. Y asimismo: «Rogad por su regreso sanas y salvas al hogar.» Como las letras se borran, cada siete meses Ramez reemplaza la frágil bandera por una nueva. Pero el mensaje no cambia nunca.

He visto a otros padres abandonados reaccionar como Ramez al traumatismo de la separación. Están tan obsesionados por su problema que pierden de vista lo que debería constituir su primer objetivo: mantener la relación con los hijos, pase lo que pase.

Cuando les hablo, les aconsejo que ejerzan al máximo su derecho de visita, que sigan asumiendo a sus hijos, enviándoles regalos de cumpleaños, haciendo, en suma, todo lo posible por mantener el lazo.

Ramez ha dado demasiado, y espera que le devuelvan algo. Me escribe varias veces al mes, telefonea casi cada mañana a la oficina… Incluso ayer mismo:

—Betty, no he podido hablar con usted desde hace tres semanas, ¿qué pasa?

—Estoy ocupada, Ramez; trabajamos en otro problema, en Irak…

Pero él no me escucha, se aferra a su obsesión…

—Comprenda usted, debe tenerme al corriente…

—Ramez, tiene usted un derecho de visita; otros ni siquiera tienen esa suerte… Ejérzalo, vaya a ver a sus hijas…

Ignoro si llegaré a convencerlo.

He pedido la reapertura de su expediente en el Departamento de Estado, pero me encuentro ante un problema que, esta vez, viene del padre abandonado: la pérdida de sus hijas le ha perturbado profundamente. Está fijado en el pasado, en medio de las paredes de fotos, de las estanterías llenas de documentos. Está animado por una voluntad que no va en el buen sentido.

Es el único caso que me he encontrado en que el padre abandonado rechaza hasta ese punto del futuro.

Joe y John nunca han querido leer
No sin mi hija
, y siempre se han negado a hablar con nosotras de nuestro período en Irán.

John ha tratado de explicarlo, con lágrimas en los ojos:

—Intenta comprender, mamá: cuando tú estabas allí, estábamos muertos de miedo, era imposible ir a la cama y dormir; no sabíamos si estabas muerta o viva.

—Creíamos que no ibas a volver jamás —añade Joe.

No me cabe duda de que mis hijos sufrieron, a su manera, tanto como Mahtob y yo.

Por eso comprendo su negativa a sumergirse en esta parte de nuestra historia común.

Y estoy por ello tanto más orgullosa de que hayan aceptado asistir conmigo a la sesión de preestreno de la película, en Nueva York.

Esta vez se trata de algo más que del rodaje en Israel, de las escenas entrevistas a trocitos. Mi vida, y la de mi hija, durante dieciocho meses en Irán, van a desarrollarse nuevamente ante mis ojos.

Me siento rara ante esta pantalla, situada casi fuera de Nueva York… Cuando se pasa la escena en que Moody me dice brutalmente que no nos dejará marchar, prorrumpo en un llanto silencioso en el fondo de mi butaca. Me pregunto incluso si seré capaz de resistir hasta el final. Ese preciso momento sigue siendo para mí el colmo de la crueldad, de la mentira que te pilla de frente, te humilla, te vence. El momento en que perdí mi vida, mi marido, el hombre al que creía mi amigo y mi prójimo. El momento, también, en que Mahtob perdió a su padre.

Vigilo a mi hija por el rabillo del ojo: su rostro está impasible. Es posible que la falta de parecido físico del intérprete con su padre le ayude a controlar su emoción, a no regresar como yo de repente a lo que fue una realidad y parece ahora como ficción en una pantalla de colores. Pero me equivoco, por desgracia. Cuando llega la escena en que Moody le dice a su hija que yo voy a marcharme, abandonar Irán y dejarla sola con él, Mahtob se echa a temblar y acaba por llorar ella también.

Yo estrecho su manecita fuertemente, pero no quiero impedirle llorar; las lágrimas hacen bien, las lágrimas lavan la pena, limpian el miedo. No obstante, tiembla con tanta fuerza que no sé si será preciso abandonar la sala. Los recuerdos acuden, se mezclan con las imágenes de la película… Mahtob estaba en el despacho de su padre, en nuestra casa de Teherán. Vi salir a mi hija con una mirada de odio y de desesperación inmensa, demasiado grande para su pequeño rostro infantil. Fue allí donde me gritó: «¡Te vas a marchar sin mí! ¡Él me lo ha dicho!»

Era espantoso. Puse toda mi alma en hacerle comprender que su padre quería obligarme a ello para separarme de ella y liberarse de mí al mismo tiempo. Pero que ella tenía mi promesa de que no dejaría jamás Irán sin su compañía, jamás. Jamás sin ti, Mahtob, jamás sin mi hija…

De repente, ella levanta los ojos hacia mí en la oscuridad, esboza una pequeña sonrisa a través de sus lágrimas:

—Gracias, mamá.

La verdad es que nunca he dudado de haber hecho lo que había que hacer en el momento en que era necesario, pero ese momento único vale todo el oro del mundo.

Al día siguiente del preestreno, vamos juntas a comprar un vestido para Mahtob, que ella llevará en el estreno público de la película. Cuando sale del probador, ya no es la niñita que valerosamente atravesó las montañas kurdas hacia la libertad, con una determinación y un instinto de supervivencia mental y física asombrosos. Es ya una adolescente, un carácter forjado por la experiencia, construido por la realidad. Una jovencita de once años, de la cual me siento orgullosa de ser su madre.

He tenido que hacer frente a algunas críticas a propósito del film. Una de ellas lo censuraba como portador de ideas racistas, cuando todo el equipo desde el principio al fin se esforzó, por el contrario, en no caer en esta trampa idiota.

Lo mismo ocurrió con Bill Hoffer, en el momento de escribir
No sin mi hija
. Él y yo nos esforzamos sinceramente en no evocar nada más que la exactitud de los hechos. Estaba fuera de cuestión hacer un ataque capaz de herir a los iraníes.

Es importante leer este libro y ver la película sin llegar a creer que el carácter de Moody es el de todos los iraníes, que su familia es representativa de todas las familias iraníes. Se lo dije inmediatamente a los productores y al realizador. E iré más lejos aún: con ese fin, apartamos deliberadamente del guión algunas escenas de violencia física que mostraban a Moody en su aspecto más malvado. Este aspecto suyo es personal. No queríamos herir, incluso involuntariamente, la sensibilidad de la comunidad iraní. No puedo evitar recordar que gracias a iraníes, y no a americanos, Mahtob y yo pudimos recobrar la libertad.

No obstante, en la película se deslizan algunas inexactitudes menores, en particular en lo tocante al momento de nuestra evasión. El clima, el decorado nevado de las montañas, el ambiente kurdo eran imposibles de reproducir como en el libro. Por razones de rodaje en Israel, las montañas kurdas, la nieve, los barrancos, los senderos de cabras y los pueblos inquietantes no aparecen en el film.

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