Cinco días más tarde, Zana y su madre viajan a Yemen, con Jean-Pierre Foucault y Bernard Fixot. Un equipo de televisión les seguirá a todas partes. Es el día 9 de febrero de 1992.
Y el encuentro es trágico.
Los telespectadores franceses han visto a Zana poner pie en la tierra de este país que fue una prisión para ella, y esperar a su hermana, nerviosa y a punto de derrumbarse pero todavía decidida. Y nosotros hemos visto llegar a su hermana, vestida de negro, con velo, apenas reconocible, sin Marcus, el hijo de Zana, y sin sus propios hijos, excepto el más pequeño que un hombre sostiene en sus brazos.
Zana encuentra un fantasma negro, una hermana de la que no puede ver más que los ojos. Las dos se miran, incapaces de abrazarse, lo cual sorprende a todo el mundo, pero se explica por el
shock
. Cuatro años de separación. Además, como dice Zana:
—Nos habían prometido que estaríamos solas, y que todos los niños estarían aquí…
Nadia no sabe más que repetir, temblando, que no se quiere marchar… que todo va bien:
—Tengo un techo sobre mi cabeza, comida suficiente y mi marido se ocupa de mí.
Jean-Pierre Foucault le pregunta:
—¿Quiere usted volver a Inglaterra?
La mirada asustada de Nadia tras el velo acompaña su respuesta:
—¿Inglaterra? No es posible… Demasiada gente, demasiados problemas… Soy musulmana, he aprendido la ley musulmana…
Sin embargo, más tarde mantiene una conversación privada con Zana, unos minutos de confidencias que Zana se guarda para sí. Por la seguridad de Nadia, probablemente.
El reportaje es difundido la semana siguiente, y Zana explica ante millones de telespectadores que conocen su historia: «Ahora sé lo que ella quiere.»
¿Cómo juzgar los verdaderos sentimientos de Nadia? ¿Era una lección severamente aprendida? ¿Por qué los niños no estaban con ella? Estaban en la escuela, respondieron. Cuando lo cierto es que tienen menos de seis años, y en Yemen no se va a la escuela antes de los siete.
En cuanto a dirigirse al pueblo de la montaña, era posible, claro, pero no se podía garantizar la seguridad del equipo extranjero.
Quizás es demasiado tarde ya para Nadia, casada por la fuerza a los catorce años, madre de cuatro hijos a los veinticuatro, para reencontrar el país de su adolescencia…
Con ocasión de la emisión del reportaje, el consejero de la embajada de Yemen se vuelve hacia Zana:
—Su hermana es adulta, mayor, tiene hijos, es yemenita; usted es inglesa…
Entonces Zana salta:
—¿Adulta? No sabe lo que es ser adulta, allí no ha podido crecer. Tiene veinticuatro años, ¡pero sigue teniendo catorce! Su vida se detuvo ahí.
Luego, Jean-Pierre le pregunta a Zana si este viaje, este reencuentro, le han hecho bien.
—Me siento mejor; hasta ahora era como una herida abierta… pero es preciso que mi hermana abandone ese país.
En el momento en que escribo (julio de 1992), Nadia se encuentra aún en Yemen, y los niños también. Y Marcus, el hijo de Zana, tiene ya siete años.
Zana me contó que había encontrado, en otro pueblo de Yemen, a una joven inglesa, rubia de ojos azules, vendida como ella. Los rumores hablan de muchas más, pero su dispersión en un país por el cual es difícil viajar, comunicarse, hace que subsista el misterio sobre sus condiciones de vida.
Pero yo no me olvido de Zana Muhsen. Sé que ella cumplirá la promesa hecha a su hermana.
Volver a ver libre a su hermana es una auténtica obsesión para ella. La prueba de su victoria sobre los hombres que tanto la han hecho sufrir, que tan violentamente la privaron de su vida.
Es recta, bella y pura en su lucha. Afilada como una hoja de puñal. Tensa como un arco, impresionante. Ella misma no para de decir: «Sí, es una obsesión. No vivo más que para eso. De otro modo mi vida no tiene sentido.»
En alguna parte del Yemen, bajo su negro velo, Nadia aguarda.
Cuando volví a mi país, con Mahtob, no imaginaba que mi nueva vida sería tan exigente. ¡Me he encontrado con tantas personas y he hecho tantas cosas en seis años! He escrito un primer libro, y heme aquí lanzada a un segundo… Me acuerdo, sin embargo, de lo que Mahtob me había dicho: «Mamá, ¡espero que no escribirás otro libro!»
Tenía entonces seis años. Me veía llorar a menudo mientras trabajaba con Bill Hoffer. Un libro, a su edad, era algo irreal, una entidad misteriosa cuyo fin no parecía evidente.
¡Y mamá hace otro libro! Pero Mahtob tiene ahora doce años, y comprende que éste también es necesario. Necesario para completar el primero. Para hacer comprender que nuestra experiencia en Irán no es única, desgraciadamente. Para hablar de todos aquellos a los que he conocido y ayudado a veces hasta el límite de mis fuerzas. Darles la palabra a ellos también, que se expresen a través de mí, en un libro, como lo hacen a diario, en mi casa.
Mahtob conoce a todos aquellos de los que hablaré ahora.
Por desgracia, no conoce a todos sus hijos. La mayoría de ellos figuran aún como pequeñas estrellas perdidas que centellean en el ordenador de nuestra oficina. Un Mundo para los Niños es una esperanza necesaria para ellos.
Esta galería de personajes, estas historias verdaderas, dramáticas, casi increíbles a veces, peligrosas y emocionantes, ella las escuchó al mismo tiempo que yo.
Está Christy Khan, sus tres hijos y Pakistán. Christy, o el valor.
Está Craig DeMarr, sus dos hijas y Alemania. Craig, el aventurero.
Y luego está Mariann Saieed, su hijo y su hija en la tormenta de Irak.
Mariann, la felicidad y la esperanza.
Cada uno de ellos es un ejemplo. Ninguno se parece al otro.
No han vivido los mismos amores, los mismos dramas, y sin embargo se trata siempre de la misma historia repetida. Los niños secuestrados, prisioneros, las fronteras, las leyes imperfectas o inexistentes, vidas desarraigadas, hombres y mujeres desgarrándose por el amor de sus hijos, separados por una frontera.
Acudió al estreno de la película en Nueva York. Una mujer alta, muy joven, de cabello corto, negro y reluciente, de grises y luminosos ojos, de tez pálida. Conozco ya su nombre y su historia, he hablado con ella por teléfono, pero es la primera vez que nos encontramos.
—Buenos días, soy Christy Kahn, mis padres se pusieron en contacto con usted después de la muerte de mi marido… ¿Se acuerda de mí? Quería decirle… —Vacila un momento y luego se lanza—: No he podido ver la película. Sólo la visión del cartel ya me pone enferma. Es demasiado duro para mí, esa mujer que corre con su hijo en brazos…
—¿Y el libro? ¿Lo ha leído?
—Estuve a punto. Lo compré, y me decía: «Bueno, te has casado con un paquistaní; harás bien en informarte. Nunca se sabe…» Pero no lo leí. Cuando lo llevé a casa, apenas si lo había hojeado, y le dije a Riaz: «Mira, es la historia de una mujer que se casó con un iraní y…» No me dejó terminar. Cogió el libro gruñendo; «Te prohíbo leerlo; ¿quieres avergonzarme?», me dijo. Y lo hizo desaparecer.
Christy es cautivadoramente simpática; todo es franco en ella, la sonrisa de sus blancos dientes, la mirada que no te suelta, una sinceridad que llama la atención inmediatamente.
—Vuelvo a marchar para Pakistán mañana. Ya le contaré lo que sigue… Gracias por haberme creído.
—Conozco muy bien lo que es eso…
—Sí, pero usted es diferente. La mayoría de mujeres que han recuperado a sus hijos no quieren ni oír hablar de estas historias. Cambian. Para ellas, se acabó. Usted no es así… ¡Usted es cálida!
Y se marcha. Hay mucha gente, y ella tiene muchos problemas, pero también mucho valor. No nos volveremos a ver hasta su regreso… Que Dios la guarde.
La historia de Christy es un drama en tres actos. Conozco los dos primeros; el tercer acto es la esperanza, un difícil combate que ella va a entablar ahora en Pakistán. Deberá enfrentarse con una familia y con un tribunal islámico, a los que tendrá que quitar legalmente a sus hijos. Hasta la fecha, que yo sepa, ninguna mujer occidental ha ganado ante un tribunal islámico.
El primer acto, pues, es una curiosa historia de amor. En junio de 1985, Christy se marcha de Michigan para estudiar
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en la Universidad de Tulsa, Oklahoma. Quería ser ortofonista, pero le aconsejaron una carrera más lucrativa.
A los veinte años, es la primera vez que se separa de sus padres, que viven en Detroit… Necesidad de libertad y de cambiar de aires, aunque mantiene excelentes relaciones con ellos.
Y se produce entonces el encuentro con Riaz Khan, de veinticinco años, estudiante de la misma universidad, pelambrera negra, piel oscura, mirada apasionada, alto, no muy guapo, pero muy romántico y entusiasta.
—Adoro Estados Unidos. Nací musulmán, pero me he convertido al cristianismo. Dios es el mismo en todo el mundo… ¿y tú?
—Yo soy muy creyente. ¡Y muy patriota!
No es verdaderamente un flechazo, pero se le parece un poco. Riaz ya no deja a Christy, le cuenta sus estudios de derecho, su viaje a Europa. Es encantador, agrada a todo el mundo, su entusiasmo es comunicativo. Y, sobre todo, sabe hacerse a un lado ante una mujer, abrirle la puerta, ofrecerle flores, interesarse por ella, valorarla. Eso, en el ambiente estudiantil, es algo raro. Christy es sensible a los buenos modales, y la cortesía de este muchacho le gusta.
Riaz habla poco de su país natal, elude las preguntas sobre su familia. Se marchó de Pakistán poco tiempo después de que se impusiera allí la ley marcial, en 1982. La vida en aquel lugar se había vuelto demasiado difícil, dice…
Unos meses más tarde, tiene lugar la primera visita a la casa de los padres de Christy. Excelente impresión. De momento, Christy y Riaz no son más que amigos, pero el padre y la madre se sienten felices de que la benjamina tenga un amigo tan simpático. Y, por su parte, Riaz está entusiasmado:
—Son maravillosos; me gustaría formar parte de tu familia… Christy, no puedo vivir sin ti.
—Pero tú no vives sin mí; puedes venir a verme cuando quieras.
—Debo regresar a Pakistán; mi visado de estudiante está a punto de caducar, y quizás no podré volver.
—Nadie te negará un nuevo visado, pues no has terminado tus estudios. También puedes buscar trabajo; estás inscrito en la Seguridad Social, vives aquí desde hace tiempo, conoces a mucha gente…
—Si no quieres estar conmigo, no veo interés en volver. Quiero casarme contigo.
Christy no está aún preparada para el matrimonio, y tanta precipitación la incomoda. Por otra parte, la pasión y la manera teatral que tiene Riaz de presentar su petición son conmovedoras.
El día de su marcha, aún le suplica:
—Toma el avión conmigo, ¡ven! Te lo ruego, ven…
—No, así no, ahora no.
Se conocen desde hace seis meses. Christy no ha terminado sus estudios, y Pakistán está lejos. Pero si él la quiere, volverá. Y le deja marchar.
El correo funciona mal entre los dos países. Riaz telefonea cada semana, pero Christy no puede hablarle con la libertad que quisiera. Está en casa de sus padres, y le fastidiaría que oyeran sus conversaciones. Sin embargo, echa de menos a este enamorado lejano. Dos meses más tarde, ella sube al avión, sin pensar verdaderamente en el matrimonio, sólo en el amor, sólo en el viaje. Los estudios los reanudará después; apenas si le queda un semestre de trabajo. Pero el amor, el exotismo… es importante a los veinte años.
Segundo acto. Peshawar se encuentra al noroeste de Pakistán, a unos ochenta kilómetros de Afganistán y del paso de Khyber, en la antigua carretera que lleva de la India a Rusia. Las montañas del entorno no son más que simples colinas comparadas con el Himalaya, pero Christy jamás ha visto nada tan bello, tan espectacular. Carreteras estrechas y sinuosas, sin pretil. Una caída que puede precipitar muy abajo al imprudente; ¡los lugares más peligrosos están indicados por calaveras pintadas en el flanco de la montaña!
La ciudad es menos fabulosa. Lugar turístico de moda durante los años setenta, con su bazar especialmente célebre, Peshawar está ahora invadida por decenas de miles de refugiados afganos que han afluido desde la invasión rusa de 1979.
Los recién llegados viven en miserables chabolas, gravando los recursos de agua ya limitados de la comunidad y saturando la capacidad de absorción de las alcantarillas. Peshawar se ha convertido en una ciudad sucia, de densa población, corroída por la enfermedad, sofocante bajo una nube de polución.
Riaz y Christy se instalan en la ciudad, pero la mayor parte de la familia de Riaz vive en un poblado campesino, unos veinte kilómetros al oeste, en el corazón de una región llana y pantanosa. La familia, de hecho, es dueña de este poblado, así como del océano de caña de azúcar que se extiende por los alrededores, y de los cultivos de mangos y algodonales. Los habitantes viven en simples chozas, y trabajan todos en el campo, como antaño los esclavos en las plantaciones. No hay ninguna otra posibilidad de trabajo.
Con relación al paquistaní medio, la numerosa familia Khan, dirigida por el padre y el tío de Riaz, es extremadamente rica. No obstante, según Riaz, la hacienda y el comercio de frutos al por mayor, terriblemente mal administrados, están en decadencia. «Pero tenemos muchas grandes casas», precisa.
Durante el viaje, Christy se ha llenado los ojos de imágenes soberbias, de paisajes fantásticos; esperaba otra cosa que la casa deteriorada que le muestra finalmente Riaz…
El portal está abierto, y entran. De inmediato, Riaz se pone a gritar órdenes a un montón de personas que se mueven en todas direcciones. Ya no se ocupa de Christy. Ésta no sabe siquiera en casa de quién está. De pronto, Riaz desaparece. Un desconocido se acerca entonces y le hace señas a Christy de que baje. La conduce a la habitación. La mujer está sola. Hay poca luz… Al cabo de un momento, comienza a sentir pánico y llama:
—¿Dónde está Riaz? ¡Quiero ver a Riaz!
Él llega y se pone nervioso:
—¿Qué pasa? ¿Tienes algún problema? ¡Estás en mi familia ahora!
El tono cálido, amistoso y untuoso que solía emplear, ha desaparecido.
—¡Estoy desorientada, es normal! No comprendo lo que dicen, ¡y creía que te habías marchado!
—¿No te encuentras bien?
«Bueno, no voy a ofenderle al llegar —piensa Christy—. No le voy a decir que la casa está sucia, que todas esas personas que queman incienso enviándome el humo a la cara me asustan. No sería muy delicado. Está hecho un manojo de nervios. Voy a visitar la casa.»