¡Cuánto camino recorrido en cinco años, desde la primera reunión en que intenté que algunos responsables políticos o judiciales tomaran conciencia del problema! Me acuerdo de aquel abogado desplomado en su silla, con los brazos cruzados, que me dijo:
—Pero, en realidad, ¿de cuántos niños estamos hablando?
—De unos diez mil —respondí.
Entonces, con voz impaciente, él preguntó:
—¿Quiere usted decir que estamos aquí perdiendo nuestro tiempo por diez mil niños? ¿Sabe usted cuántos niños hay en este país?
—Y usted, ¿sabe usted cuántos rehenes tenemos en el Líbano?
El abogado se irguió en la silla y separó los brazos. Acababa de comprender que tenía un problema.
Así es como hemos progresado, de encuentro en encuentro, de reunión en reunión, con personas que se erguían cada vez en su silla, una mujer que decía «Conozco un caso en mi ciudad», y otra «Sí, yo también…»
He podido juzgar la evolución de las mentalidades, primero por la acogida que he recibido en los procesos en que he podido atestiguar como testimonio experto, y luego por la atención que he conseguido recabar de los políticos de mi Estado.
Logré, en 1989, hacer aprobar en Michigan una ley que permite a un residente del Estado casado con un extranjero, cuando se considera que está en peligro, entablar su demanda de divorcio en un lugar que no sea el de su residencia, a fin de disminuir las posibilidades del otro padre de encontrar su pista y secuestrar o volver a secuestrar a los niños.
He sido, por otra parte, la primera en beneficiarme de esta ley. Sólo la astucia de Arnie me había permitido renovar mi demanda de divorcio sin tener que comunicar mi dirección. Gracias a «mi» ley, finalmente he obtenido mi divorcio y la custodia permanente de Mahtob el 19 de junio de 1991.
Había confiado que el divorcio pondría fin a esta etapa de mi vida. Pero no es así, y no lo será mientras pese sobre nosotros la amenaza de un secuestro de Mahtob…
Mi acción se ha desplazado ahora a Washington. Trato de obtener un control sistemático de las salidas de niños al extranjero por vía aérea. Trabajo también para conseguir que el secuestro internacional de un niño sea considerado delito federal. Por extraño que pueda parecer, en todo el mundo el rapto es considerado y castigado como un crimen, pero no el rapto del propio hijo.
El proyecto de ley que intentamos hacer aprobar, y por el que he prestado ya testimonio ante una comisión del Senado, se encuentra hasta ahora bloqueado —aunque oficialmente nadie se opone a él— por las complicaciones de la política en Washington. Puedo comprobar por mí misma el valor y la resistencia que necesitaron las
Madres de Argel
para lograr su convención, sin ayuda financiera o política particular. Al igual que ellas, no aflojaré y proseguiré mis infernales jornadas que me llevan del Departamento de Estado a los despachos de los senadores, estas conversaciones que no adelantan, o lo hacen tan lentamente…
Me siento orgullosa de representar a Estados Unidos en la próxima conferencia de La Haya. La Haya es el nombre de la esperanza para muchos padres. La Convención de La Haya, a la cual se han adherido hasta el día de hoy veinticuatro países, entre ellos Estados Unidos y Francia, es la única que permite proteger a los niños secuestrados. Dice, en efecto, que todo niño menor de dieciséis años
llevado sin motivo
hacia otro país debe ser devuelto rápidamente a su lugar habitual de residencia.
Los conflictos jurídicos a este respecto deben ser zanjados ante los tribunales del país de residencia del niño.
La Convención tiene sus límites, sus debilidades, comenzando por el hecho de que puede no ser respetada por los países que aún no la han ratificado: la casi totalidad de los países africanos, asiáticos y musulmanes…
Tan a menudo como puedo, hago a pie los centenares de metros que separan mi casa de la sede de Un Mundo para los Niños. Con Kirk, hacernos el balance de los diferentes casos, recibimos con alivio cada nuevo país que se adhiere a la Convención.
Uno de los que no se adhiere a ella —Yemen— es el escenario de uno de los dramas que más interés despiertan en mí: el de Zana y Nadia Muhsen.
Zana es una persona especial dentro de la galería de mis encuentros. Inglesa, de madre británica y padre yemení, vive actualmente en Inglaterra.
Oí hablar por primera vez de ella en 1988, poco después de mi primer viaje a París. Y fue mi amiga Anja, mi editora alemana, la que me facilitó las pruebas del libro que ella ha publicado.
Yemen es un país terriblemente difícil. El acceso a las informaciones es particularmente delicado. Han sido comunicados casos de raptos, pero sus huellas desaparecen como en las nubes. Así, Zana desapareció un día con su hermana Nadia, cuando tenían, respectivamente quince, y catorce años, en 1980. Un avión de vacaciones, dos semanas de estancia organizadas por su padre en este país misterioso y magnífico… y se acabaron las noticias durante años.
El padre las había atraído con el señuelo de las imágenes de unas carreras de camellos por playas inmaculadas, un viaje de tarjeta postal que se transformó en un infierno, en lugar del intermedio exótico que ellas esperaban en su existencia de colegios ingleses.
Su padre abusó de su confianza de la manera más espantosa. Las «vendió».
Sus dos matrimonios fueron arreglados y pagados por anticipado por los compradores. El marido de Zana tenía catorce años, y el aspecto de un niño de ocho. Les encerraron en una habitación; los hombres de la familia esperaban la consumación obligatoria de aquel matrimonio, por el que habían pagado al padre de Zana trece mil francos. Nadia, la hermana más joven, también formaba parte del precio, había otro joven esposo previsto para ella…
Las dos adolescentes permanecen prisioneras en dos pueblos vecinos, sin esperanza de evasión. Obligadas a sufrir las relaciones sexuales que sus supuestos matrimonios implican. Su larga pesadilla acaba de comenzar.
Escapar está fuera de cuestión; las montañas yemenitas son una prisión que no tiene barreras. Ni carretera, ni orientación posible; Zana y Nadia tardan mucho tiempo en saber en qué región se encuentran exactamente.
Ser una esposa en un pueblo yemenita equivale a ser una esclava. La palabra del marido, o más bien la del suegro, tiene fuerza de ley absoluta. Si Zana o Nadia se niegan a obedecer las órdenes de un hombre, son severamente apaleadas.
En Yemen, los pueblos de montaña carecen de agua corriente, de electricidad, de teléfono, de cuidados médicos; el trabajo doméstico es fatigoso, lo cual representa una tortura cotidiana suplementaria para estas dos inglesitas a las que su educación no ha preparado para ello.
Para proveer de agua a sus familias políticas, se ven obligadas a escalar la montaña, hasta doce veces al día, llevando pesadas jarras de agua sobre la cabeza. Pasan horas interminables desgranando maíz con las manos, para hacer pan. Cuando den a luz a sus hijos, ellas, que no son aún más que unas niñas, tendrán que hacerlo en el suelo, sin higiene, sin cuidados, sin medicamentos.
Zana escribe a su madre, pero el correo será interceptado durante tanto tiempo que ella llegará a temer —y hay que comprenderla— ¡que su propia madre se ha puesto de acuerdo con los compradores!
No es hasta 1988 cuando su madre consigue localizarlas finalmente y, junto con dos periodistas ingleses, las encuentra en el pueblo. Zana consigue, después de ocho años, despertar la atención de la prensa británica. Las autoridades yemenitas sufren entonces severas presiones por parte de los medios de difusión y de algunos diplomáticos ingleses.
Finalmente, las autoridades aceptan soltar a Zana, a condición de que ésta firme lo que le presentan como un documento de regularización del divorcio, pero que en realidad es una declaración de abandono del hijo…
Cuando lo descubre, Zana decide partir sola, con la única esperanza de poder luchar en el exterior del país por su hijo y su hermana.
Al separarse, las dos hermanas se prometen no olvidarse, Nadia dice:
—Márchate, hazlo por mí y por los niños. Tengo confianza en ti. Vuelve a buscarnos.
—Lo juro.
El pequeño Marcus se ha quedado con Nadia. Zana no había aceptado irse si no era con esta condición, segura de que su hermana cuidaría del niño como si fuera suyo. Pero —Zana se entera de ello más tarde— el niño ha sido retirado poco tiempo después de la custodia de su tía. Durante cuatro años, Zana queda completamente incomunicada de su hermana y todo intercambio es imposible. Ignora si Nadia sigue en el pueblo de la montaña o si se la han llevado a otra parte, a otro pueblo, sin carretera, sin comunicación, sin intermediario para transmitir un mensaje. Sus cartas no tienen respuesta.
Zana se ha convertido en una joven de carácter extraordinario. Alta, delgada, morena, una mirada negra de tristeza casi imposible de sostener, aunque trasluce una férrea voluntad interior. Hay belleza en esta voluntad, así como en su valor y obstinación.
Su hermana Nadia se le parece físicamente —la misma belleza sombría, la misma mirada intensa—, pero más infantil, más frágil, más impresionable. Zana sabe que, sola, Nadia está en peligro. Peligro de perder su identidad, su cultura, su lengua, tras haber perdido ya su infancia, su inocencia, su libertad.
Entonces Zana lucha abiertamente. Ante todo, persiguiendo a su padre ante los tribunales ingleses por secuestro.
El hombre es enigmático; se contenta con negar haber vendido a sus hijas, cuando Zana tiene la prueba de ello.
Atacarle por la justicia era el primer paso importante a hacer, pero el expediente está todavía en curso, es complicado. Y el padre no deja de negarlo todo. De vez en cuando concede una entrevista a un periódico británico, limitándose a repetir lo mismo: ellas eran libres en Yemen…
La idea de escribir un libro con un periodista inglés, bajo el título de
¡Vendidas!
, sólo fue aceptada por Zana dos años después de su regreso a Birmingham. Sufría depresión, no quería ver a nadie, reconcomida por el odio hacia el hombre que la había hecho sufrir un calvario de ocho años, su padre.
Luego se ha dedicado a esperar el interés del público y de los diplomáticos de los dos países en favor de su hermana. El libro ha salido sin demasiada resonancia en Inglaterra, pero yo lo leo de un tirón y con el corazón en un puño.
Comunico mis impresiones a mi editor francés: Bernard Fixot y su equipo son fieles partidarios de mi causa. Si mi fama pudiera servir para algo…
Y es así como se desencadena todo. Y como me encuentro con Zana en París, en 1992, para la presentación del libro. Su edición francesa tiene el impacto que esperábamos en el público. Finalmente Nadia sale de la sombra, finalmente Zana puede tener acceso a los grandes medios de comunicación franceses, hacerse oír por los periodistas y el público. A partir de sus primeras apariciones en TF1, en los programas
Ex Libris
, y luego
Sacrée Soirée
, la embajada de Yemen recibe llamadas y mensajes en pro de la liberación de Nadia.
Más de diez años después de haber sido vendidas como si fueran ganado doméstico, el caso de las dos muchachas se convierte finalmente en una causa de la que se habla y que conmueve a la opinión pública.
Me encuentro al lado de Zana cuando ésta, en directo, empieza a contar brevemente su calvario de tantos años. «Querían atarme a la cama si no obedecía…» El silencio del público en el amplio estudio es impresionante.
Luego Jean-Pierre Foucault, el presentador, le pide que acepte la presencia de un consejero de la embajada de Yemen en París. Una solución de buena voluntad tal vez sea posible.
Siento que Zana se pone rígida. Suplicó tanto y tanto ya, allá en Yemen, ante las autoridades… Se ha sentido tan humillada que comprendo su reacción.
El diplomático parece dar muestras de compasión: «Estas jóvenes han sido retenidas contra su voluntad, los hombres que han hecho esto dan una mala imagen de todo el pueblo yemení.» Agrega que se trata de una desgraciada historia de familia, que las autoridades no conocían la existencia de Zana y de su hermana. Que, en cuanto lo supieron, pusieron inmediatamente a las jóvenes bajo la protección del gobernador de Taez, la ciudad más próxima de su pueblo.
Zana levanta los ojos al cielo, como en plegaria, y veo claramente que está reteniendo con desesperación su cólera.
Jean-Pierre Foucault consigue mostrarse tan diplomático como el propio diplomático. Serenamente, con una ligera sonrisa en los labios, con una notable cortesía, pone las cosas en su lugar. Este cara a cara me resulta extraordinario. Hace muchos años, nadie se habría atrevido a organizar semejante confrontación.
Segunda sorpresa para Zana: la televisión ha pedido, forzando un poco las cosas con la embajada, establecer una comunicación telefónica con Nadia.
La emoción embarga a Zana, que se traga las lágrimas y dice solamente con su voz algo ronca:
—Voy a hablar con mi hermana…
Pero ¡ay!, no oímos más que una vocecita, que no habla inglés. Algunas palabras incomprensibles, y luego una voz de hombre. ¿Se ha obligado a Nadia a hablar en árabe? ¿Quién está a su lado? ¿Quién la vigila? Zana declara firmemente:
—Ella puede hablar inglés… No es posible que lo haya olvidado.
Los telespectadores, esta vez, no oirán en directo la conversación de las dos hermanas. Problemas técnicos, al parecer… Jean-Pierre Foucault pide que no se corte la conexión; Zana va a salir del estudio y emplear otro teléfono entre bastidores. Pero, antes de eso, se dirige también al consejero de la embajada:
—¿Y si Zana y yo fuéramos a Yemen? ¿Con un equipo de televisión? ¿Aceptarían ustedes que habláramos con Nadia en el mismo lugar?
El diplomático acepta.
—Betty, ¿cree usted que ésta es una ocasión para Zana? ¿Que debe ir allí?
—Creo que es un milagro, y una ocasión que ella no debe desaprovechar.
Y es un milagro, en efecto. Pues, bajo la protección de un equipo de la televisión francesa, Zana no teme nada. El hecho es público. El diplomático lo sabe perfectamente.
El poder de los medios de comunicación jamás se ha demostrado tan eficaz como en ese momento.
Entre bastidores, Zana habla con su hermana, pero con dificultad; ella no entiende gran cosa; y además, siento que está a punto de desmoronarse. Nadia no está sola, sino, al parecer, en casa del gobernador de la ciudad. ¿Cómo hablar en esas condiciones? Este primer contacto se limita a unas frases.