—Bueno, déjelo…
Las finanzas de DeMarr eran muy exactas… Le queda apenas para comprar patatas fritas, pan, queso, coca-cola y pañales para Samantha.
En el avión tratan en vano de dormir. Stephanie se adormila, se despierta, luego le toca el turno a Samantha… Entonces comen cacahuetes, montones de cacahuetes, piden cerveza, fuman, sobreexcitados aún por la aventura pero incapaces de hablar de ella. Han triunfado pero aún no son plenamente conscientes de ello, como si algo pudiera suceder en este avión que les lleva de Ámsterdam a Boston… Hablan de cosas intrascendentes, se ocupan de las niñas. Frank lava a Stephanie mientras Craig va a cambiar a Samantha.
Una vez en Boston, telefonean a los padres de Craig:
—¡Ya está! ¡Venid a recogernos a Detroit!
La exclamación de alegría procedente de Muskegon les reanima. Ahora ya pueden creer en ello. Hasta ahora, no.
Sin embargo, incluso después del aterrizaje en Detroit mientras espera a su familia en el vestíbulo, Craig sigue alerta.
Stephanie corre hacia su abuela y le rodea las piernas con los brazos como si temiese que alguien la separara de ella. Samantha corre hacia su abuelo. En medio de los llantos y los abrazos interminables, entregan a los dos «héroes» el premio de su bravura: dos cartones de Carriel, doce cajas de cerveza americana, y el
summun
: dos camisetas para gloria suya. En la de Craig, se lee:
Super papá
; en la de Frank:
El mejor amigo del mundo
.
Una vez en Muskegon, Craig se dedica a hacer desaparecer sobre todo para Stephanie, los terrores que podría recordarle la casa. Deben vivir juntos allí y olvidar la sombra de Dave, la «mala persona».
Cada mañana, mientras las niñas juegan, Craig trabaja en la transformación de su casa. Su madre cambia el papel de las paredes, la moqueta, las cortinas fruncidas de las habitaciones. Una nueva decoración para borrar el pasado. Craig instala ventanas nuevas y puertas nuevas, "delante y detrás de la casa, con cerrojos de seguridad y marcos metálicos.
Las dos pequeñas colaboran y él les explica, mientras ellas le pasan los clavos o el martillo:
—Mirad, meto un clavo y otro clavo; nadie puede derribar esta puerta, nadie puede entrar sin nuestro permiso.
Pero, pese a todos los esfuerzos de Craig, las viejas heridas tardan en cicatrizar. Por la noche, Stephanie se despierta gritando contra el ex amante de su madre: «¡El malvado Dave derriba la puerta! ¡El malvado Dave rompe las ventanas! ¡Me va a coger! ¡Me va a hacer daño!»
Craig se da prisa en encender la luz y tranquilizarla. Si la pesadilla es particularmente dura, se la lleva a la planta baja para mostrarle, una por una, las puertas cerradas con cerrojo, para hacerle comprender que su universo está herméticamente cerrado, que está segura.
Los primeros meses, las niñas no se apartan de su padre. Están físicamente pegadas a él. En cuando se dirige a tomar una ducha en el baño, se quedan detrás de la puerta para hablar con él:
—¿Aún estás ahí, papá?
—Sí, estoy aquí.
Las pequeñas se sienten intimidadas por los extraños, particularmente por los hombres desconocidos. Sólo Frank goza de su confianza.
No han conocido una vida familiar normal, y Craig tiene dificultad en acostumbrarlas a ella, haciéndolo con suavidad, sin precipitaciones, sin tropiezos.
Si alguien habla demasiado fuerte, las niñas se aterrorizan. Para ellas, eso significa el principio de la violencia. Craig ha tenido que dar una consigna a sus amigos: nada de discusiones a gritos en su casa.
Craig sabe también que su seguridad depende de su infatigable vigilancia, como me ocurre a mí con Mahtob. En la escuela de Stephanie, el director ha aceptado cerrar puertas y ventanas. Al terminar la clase, Stephanie aguarda en la sala, con su profesor, a que una de las tres personas designadas venga a buscarla: la madre de Craig, su cuñada, o el propio Craig.
Si Vera volviera, todo el mundo en la escuela la reconocería. Tienen fotos y una descripción detallada, y están dispuestos a llamar a la policía.
La escuela queda muy cerca de la casa, pero Stephanie nunca vuelve sola con sus amigos, ni va a pasear por la calle sin vigilancia. Las mismas reglas se aplican en la casa.
Craig autoriza a sus hijas a jugar en casa de unos vecinos, gente que conoce su historia. Las observa jugar desde lejos, las vigila a través de las ventanas de la casa, permanentemente abiertas. Stephanie puede montar en bicicleta con sus amiguitos detrás de su casa, por un sendero tranquilo, a condición de que esté siempre al alcance de la vista.
Craig sólo está tranquilo cuando ellas se encuentran en casa de sus abuelos, donde la atracción principal es la piscina. O con Frank, naturalmente. El padre gemelo…
Éstos son los límites de su mundo.
Cuando hace recados con sus hijas, Craig va siempre armado. En la casa, tiene oculto un rifle cargado. A veces se pregunta si se ha convertido en un paranoico de la protección.
«Me asombra verme hacer todo eso. A veces me pregunto qué hago ahí, sentado, vigilándolas. E inmediatamente me respondo: ¿Y si Vera estuviera ya en un avión? ¿Y si estuviera en el parque, al otro lado de la calle? ¿O espiándonos desde un coche alquilado? Si entro en casa dejando a las niñas fuera, ¡le bastaría con un minuto!»
Así que no deja nada al azar. Si un gamberro se divierte arrojando una botella contra la pared, salta de la cama para hacer una ronda. Si un coche desconocido circula durante la noche cerca de su casa, llama a la policía.
«Esto jamás terminará verdaderamente.»
Pero al cabo de dos años, todos se sienten tranquilos, tanto el padre como las niñas. Stephanie ya no habla de Dave. Las dos niñas se han recuperado perfectamente, sin terapéutica particular; el formidable amor y el instinto de su padre lo han conseguido.
Y, en la historia, ha triunfado otro protector.
Durante el verano de f 992, la pequeña familia DeMarr me visitó nuevamente. Stephanie ha crecido; a Samantha le falta un diente y su sonrisa ha ganado gracia con ello. El ratoncito ha dejado su regalo; mi tarta de moras tiene sus adeptos.
Frank comienza una frase:
—Samantha debería…
Y Craig empalma:
—… lavarse los dientes.
Yo no puedo, como el Departamento de Estado, condenar la loca expedición de esos dos
desesperados
. Oficialmente, no la apruebo. Pero, amistosa y oficiosamente, estoy obligada a ello. La felicidad y el equilibrio de estas dos niñas estaban en peligro, y ya no lo están.
—¿Noticias de Vera, Craig?
—Telefoneó hace tres meses.
Frank encadena:
—Quería volver a casarse contigo.
—Sí, pero acabó su frase diciendo: «¡Ojalá te mueras!» La cosa duró tres horas, y yo colgaba continuamente.
—Ella llamaba, tú colgabas…
—No podía más…
—Según las últimas noticias, ella trabaja en una barraca de Fulda…
—Vende cigarrillos y cerveza…
Siguen teniendo la misma complicidad de hermanos gemelos, el mismo lenguaje a dos voces. Y cada uno de ellos tiene una nueva mujer en su vida. Pero desde su experiencia de matrimonio fracasado, se muestran prudentes…
Cuando uno está solo para criar a los niños, la vida es una obligación permanente. Craig no es la excepción. Para poder pasar más tiempo con sus hijas, ha abandonado su trabajo de detective y se dedica a la mecánica. En Muskegon no resulta fácil encontrar un empleo, pues la tasa de paro llega al doce por ciento.
Cuando le abruman las preocupaciones domésticas, espera a que las niñas hagan la siesta, cierra cuidadosamente la puerta de entrada y la del patio, y juega una partida de billar en el sótano de la casa con Frank. Una hora después ha recuperado la calma y está dispuesto a proseguir su vida de padre de familia.
«A veces me siento un poco cansado, pero vale la pena. No cambiaría mi existencia por la de nadie.»
Y cuando esa existencia se vuelve demasiado dura, se acuerda de aquella calma mágica que le invadió de repente, al cruzar la frontera alemana. De aquel momento en que Frank: y él estaban sentados en un coche, en medio de un aparcamiento, de su dudoso e insensato plan, de sus posibilidades reducidas casi a cero, y de su paso milagroso hacia la libertad.
«Siempre he sido un creyente fervoroso. Pero ahora, más que antes, creo tener un ángel de la guarda. Ocurrió algo allí, al atravesar la frontera, y no se trata sólo de mi reacción instintiva a la tensión, ni de aquella descarga de adrenalina que me empujó hacia adelante. Se hubiera dicho que Dios estaba allí, que había puesto una mano sobre mi espalda diciéndome: “¡En, Craig, todo va bien! Has hecho lo que debías. Estoy aquí.”»
En agosto de 1991, después de la creación de mi organización Un Mundo para los Niños, realizamos una recogida de fondos para ayudar a Christy Khan. Ella ha agotado sus recursos económicos, y sus padres también, en su lucha en pos de recuperar a sus hijos en Pakistán.
Durante esta reunión, estoy pronunciando un pequeño discurso cuando mis ojos se posan en Mariann Saieed.
Hace apenas una semana que ha regresado de Irak. El Irak donde Saddam Hussein está bajo estricta vigilancia, el Irak bombardeado, actualmente hambriento, privado de medicamentos y de víveres para los niños.
Adam y Adora, su hijito de ocho años y su hijita de cuatro, están en Irak. Su padre los secuestró en marzo de 1990. Posteriormente se produjo la invasión de Kuwait, la guerra del Golfo. Para correr el riesgo de ir a reunirse con sus hijos en la región de Mossul, ha sido preciso que Mariann esperara a que el polvo de la Tormenta del Desierto volviera a asentarse.
Pobre Mariann, esta noche necesita mucho valor para venir a vernos, a mi casa, y contemplar como Christy juega con sus hijos. Los de ella están muy lejos.
Mariann tiene treinta años. Es el polo opuesto de Christy. Christy parece frágil, pero no lo es. Mariann parece fuerte, pero no lo es. Alta, de complexión robusta, cara redonda de mujer alegre, hermosos ojos verdes, pero, detrás de todo eso, una profunda depresión, un nerviosismo inquietante. A medida que me va contando su historia, da la impresión de que va a deshacerse en lágrimas. Imagino que, en otros tiempos, debía de dar la impresión de estar a punto de reír. Sobre todo, a los veinte años…
A los veinte años, Mariann tiene dos pretendientes. Dos estudiantes iraquíes que comparten una habitación en la Universidad de Detroit. El primero la persigue con una verdadera obsesión amorosa, cuando de hecho apenas se conocen y Mariann esquiva sus atenciones. Incluso intenta suicidarse, lo cual tiene como resultado acercarla al otro: Khalid. Muy diferente de su compañero de habitación, Khalid es tranquilo, ponderado, serio; no bebe ni fuma. Es reservado, ambicioso en lo que concierne a su propio futuro; pasa cuatro horas diarias en la biblioteca de la universidad. Lleva dos años en Estados Unidos y estudia con empeño electrónica.
Khalid tiene veintitrés años, un físico corriente, un rostro serio, la tez pálida, rasgos regulares, y Mariann se enamora de él desde el primer día, sin esperar ser correspondida y sin decírselo.
Seis meses después de su primer encuentro, Khalid le pregunta:
—¿Has pensado ya en casarte?
—¡Sí, dentro de diez años…!
Él suelta una carcajada:
—Bien… ¿Pero has pensado ya en casarte
conmigo
?
—¿Es una proposición?
—Sí.
—Lo pensaré.
Y Mariann lo piensa… durante una semana. Esta petición la ha sorprendido, y al responder «dentro de diez años» sólo bromeaba a medias. Amar a los veinte años es una cosa; casarse, otra muy distinta.
El efecto sorpresa ha jugado su papel. Ella no creía poder interesar a aquel muchacho, y su proposición de improviso la ha halagado.
—Lo he pensado… Me gustaría que esperáramos al próximo mes de febrero. Por San Valentín.
—¡Pero aún faltan seis meses! ¿Por qué no ahora? Al menos podríamos vivir juntos.
—¿Dónde? Tú vives en una habitación de estudiante, y yo en casa de mis padres.
—Cuando uno se casa, alquila un apartamento…
—Deja que reflexione un poco más.
—No. No quiero esperar.
Esta precipitación no tiene motivo. ¿Qué busca Khalid? ¿Plasmar su pasión? ¿O salir de aquella espantosa habitación de estudiante que le disgusta?
¿Y Mariann? ¿Por qué acepta tan de prisa?
Cuando se lo pregunto ahora, ella responde con un humor triste: «Fue el primer idiota que me pidió que me casara con él, y yo la primera imbécil en decirle que sí…»
Resumen lapidario de una unión que pronto degenera.
La escena tiene lugar en Detroit. Son recién casados; Mariann trabaja de encargada en una tienda de vídeo, Khalid continúa sus estudios. Ocupan una pequeña vivienda. Mariann está encinta, pero aún no se lo ha dicho. Ante todo, porque es demasiado pronto para estar segura y, además, porque conoce las intenciones de Khalid: terminar sus estudios, triunfar, ganar dinero y luego, quizás, tener hijos.
¿Cómo darle la noticia suavemente? Mariann quiere este hijo, quiere ser madre desde que era una adolescente, desde que descubrió, con el primer bebé de su hermana, la felicidad sin parangón de acunar a un recién nacido. Tenía trece años entonces, y ahora puede gozar de esta dicha, finalmente. Cuando se está casado, se tiene derecho a tener hijos…
Pero Khalid todavía no llegará a saber que va a convertirse en padre, pues él tiene otra noticia, que anuncia bruscamente:
—Mañana me voy.
—¿Cómo que te vas? ¿Adónde? ¡No me lo habías dicho!
—Mi padre ha muerto; voy a Irak para seis semanas. Eso es todo.
No es el momento de hablar del bebé. Mariann piensa: «Si se lo digo, no volverá, se lo tomará muy mal y me abandonará…»
Transcurren seis semanas, sin más noticias de Khalid que una carta expedida en el aeropuerto de Londres, al inicio de su viaje. Khalid es un tipo silencioso, un independiente. La clase de hombre que hace lo que ha decidido hacer, sin sentirse obligado a informar de ello a su compañera.
En realidad, Mariann se ha casado con un hombre del que no sabe nada, al que apenas conoce. Sólo ha tenido que decir «Te acepto como esposo» y el amor ha hecho el resto. Pero el amor sólo está de un lado, del de Mariann.
Al regreso de Khalid, ella se lo anuncia: