No sin mi hija 2 (29 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

Craig está orgulloso de poseer finalmente un lugar que les pertenece, pero Vera no para en casa más que esporádicamente. Sale de noche, dos o tres veces por semana, y apenas si reduce el ritmo de sus garbeos nocturnos cuando queda encinta por segunda vez, a principios de 1987.

En esta ocasión ya no se cuida antes del alumbramiento; las vitaminas son reemplazadas por coca-cola con ron. Craig se ve condenado a esperar en la puerta hasta la madrugada, maldiciendo la llegada del alba, cuando su mujer vuelve finalmente a casa para «ver» a Stephanie unos minutos y desplomarse sobre el sofá del salón.

Es Craig el que cambia los pañales, baña a la niña, va de compras, le da de comer. Y, naturalmente, llega siempre tarde a su trabajo. El resultado es que le despiden de todos los empleos que encuentra.

«¡Escúchame, Vera! Si esto continúa, te abandonaré. ¡No doy abasto! Pierdo mis empleos, pillo úlceras. ¡No podrás andar de juerga toda tu vida! ¡Estás embarazada!»

Tras el nacimiento de Samantha, su segunda hija, Craig ya no ve casi a su mujer. Apenas acaba de regresar de su trabajo por una puerta cuando ya oye crujir otra. Para Vera es hora de irse de juerga. Craig, por su parte, sigue bañando a las niñas, preparando la cena y durmiendo solo. Una mañana, prepara el desayuno de Stephanie, el biberón de Samantha, y despierta a una Vera atiborrada de alcohol, antes de marchar a trabajar.

—Al menos, podrías ocuparte de las niñas…

—No tenemos más que contratar un canguro.

—¿A qué hora llegaste?

—No muy tarde…

—¿Bebiste?

—Un par de copas.

Lo más duro es cuando Vera, que ha regresado al alba, se duerme a su lado con un sueño agitado, murmurando: «¡Para ya, Dave!», o bien «¡Pete, no hagas eso!». Se le encoge el estómago y siente ganas de vomitar.

Cansado de que le tomen por un imbécil, inventa un sistema de vigilancia diabólico:

«En realidad, tengo alma de investigador; debe de venirme de mi padre. Quería la prueba de que mentía, así que colgué encima de la puerta un despertador eléctrico luminoso y le puse cinta negra adhesiva para que ella no viera la fosforencia de las agujas en la oscuridad. Hice bajar el hilo eléctrico a lo largo de la puerta, lo empalmé a un alargamiento, levemente sujeto, de manera que se separara cuando Vera abriera la puerta, al regresar por la noche. Por la mañana me levantaba, y solía encontrarla durmiendo en el sofá del salón. Entonces le preguntaba: “¿A qué hora llegaste?” Y ella respondía: “¡Oh, no lo sé! ¿A qué hora te acostaste tú?” “A las diez y media”, le decía. “Entonces, yo me acosté a las once, u once menos diez, más o menos…”. “No, ¡eran las cuatro y treinta siete exactamente!”, replicaba yo. Eso la dejaba sin habla. Jamás descubrió cómo lo hacía. No tenía más que despegar la cinta adhesiva del despertador; las agujas indicaban la hora exacta en que ella había abierto la puerta de entrada.»

Craig es astuto, pero aún demasiado bueno, ya que la situación no hace más que empeorar. No solamente tiene la certeza de que Vera le engaña, y de que bebe, sino que las cosas se agravarán.

Con ocasión de la primera estancia en Fulda, Vera le había dado un poco de miedo a Craig al decir «Me voy a quedar aquí», aunque añadió inmediatamente: «No, cariño, es una broma.» Tras el nacimiento de Samantha, Craig y Vera efectúan un segundo viaje a Fulda. Para estas nuevas vacaciones, Vera carga las tintas. «Esta vez, me quedaré, seguro, me quedaré.» «Ni hablar, tienes dos hijos, y Stephanie asistirá a la escuela de párvulos. ¡Tienes que volver!» Prácticamente tiene que arrastrarla al avión de regreso.

En noviembre de 1987, Craig hace un último esfuerzo por salvar su matrimonio: una velada en la ciudad, música, baile y champán. Pasan juntos un momento muy bueno, pero, de regreso en casa, Vera le deja plantado y regresa a su bar favorito.

—¿No tienes bastante?

—¡Yo no llamo a eso una juerga!

Al día siguiente por la mañana, al ir a trabajar, Craig se encuentra cara a cara con el último amiguito de Vera. Se enfada (¿quién no se enfadaría?), pero es ella la que pide inmediatamente el divorcio.

Se las arregla muy bien para que Craig le deje la casa y los muebles y pague la pensión de las niñas… lo recupera todo. Craig no tiene más remedio que instalarse en casa de un amigo, en un estudio cochambroso. Él mismo resume con flema la situación de entonces:

«No sabía qué era un divorcio, y lo hice todo al revés. Ante todo, el abogado me aconsejó que pidiera la custodia de las niñas, teniendo en cuenta el pasado de Vera y su caótico presente… Sólo que yo estaba chapado a la antigua; para mí, era la madre la que cuidaba de los niños. Y me decía: “Quizás el problema soy yo, ya no me ama; si me marcho, ella se calmará. Una madre es una madre, se ocupará de las niñas mejor que yo.” Le dije todo eso a mi abogado, el cual me respondió: “De acuerdo, pero vigílela de cerca; si se comporta mal y tiene usted pruebas de ello, obtendremos la custodia.”»

Craig organiza la vigilancia de la casa, veinticuatro horas al día, por rotación con los miembros de su familia. Todo el mundo participa.

«Mi madre arreglaba las cosas para las dos de la mañana, mi padre para las cuatro, y un amigo, el jefe de policía de Muskegon, comprobaba la matrícula de los coches de los visitantes de Vera. Entonces me di cuenta de que no sólo las juergas no se habían acabado, sino que el espantoso amiguito que ella había encontrado entraba y salía de la casa como si fuera suya, que se peleaban todos los días ¡y que las niñas lo presenciaban todo! Stephanie, que tenía tres años entonces, me lo contaba todos los fines de semana: “Mamá se pelea siempre con Dave. Vino la policía.”»

¡La policía fue porque Vera, simplemente, disparó un tiro a su amante! Con el revólver de Craig, que éste había escondido en el fondo de una maleta y que ella había cogido.

Furioso, Craig se precipita a casa de Vera. ¡Hay un agujero del tamaño de un puño en la pared! Entonces, decide arreglar las cosas por su cuenta.

En la primavera de 1988, obtiene por medio de su abogado la prohibición de que ese Dave vaya a casa de Vera, y, para ésta, la prohibición de sacar a sus hijos de Estados Unidos. Ella jura que no volverá a las andadas, que va a cambiar, a dejar de beber, a ocuparse de las niñas en lugar de emplear una canguro todo el día mientras ella prepara su noche. Pero lo cierto es que nada cambia. Durante el verano y el otoño de 1988, la policía local es llamada más de diez veces a casa de Vera, la mayoría de ocasiones tras una pelea entre ella y su amante.

Gracias al jefe de policía, Craig realiza una investigación sobre Dave. Un metro ochenta y cinco, lleno de whisky la mayor parte del tiempo, una fea cicatriz de cuchillada en la mejilla y otra en el pecho, que él muestra como un trofeo paseándose con el torso desnudo. Se arrastra por las salas de baile de mala muerte, tiene tratos con un vendedor de droga, y él mismo toma cocaína. Vera también, probablemente.

Craig pide la custodia oficial de sus hijas. Comienzan las complicaciones y los papeleos, mientras las niñas viven en un infierno.

Una noche, a las tres de la mañana, la canguro llama a la madre de Craig. «Stephanie está llorando. Me ha dicho que ese Dave entró en la casa rompiendo un cristal de la puerta, y le hizo algo, aunque no sé qué… Fue anoche…»

Por la mañana, Craig va a buscar a Stephanie y la interroga:

—Cuéntame, Steph. ¿Qué te hizo?

—¡No quiero volver a verle, papá, es malo!

—¿Cómo de malo? Díselo a papá.

La niña prorrumpe en sollozos. A los tres años, ¿cómo contar la «maldad» de un adulto borracho que aporrea las puertas y rompe los cristales, etc.?

—Cuéntame, pequeña…

—¡Rompió la ventana, y me hizo daño aquí!

«Aquí» es entre las piernas.

Craig pega un brinco de horror. ¡Ese bastardo se ha atrevido! ¿Ha tocado a su bebé de tres años? Acude a la policía.

Hay, sí, un informe sobre esta nueva disputa, pero que no menciona nada de lo contado por la niña. Nadie se lo preguntó, naturalmente. Y la pobre pequeña no podía explicar su temor más que a la canguro, a la que conocía bien; y con razón, ya que es la que reemplaza a su madre.

Craig hace poner barras de hierro y cerrojos en la puerta, y cambia las cerraduras. Pero si Vera quiere abrirle a ese degenerado, siempre puede hacerlo. Y lo hace a partir del día siguiente. En cuanto a la policía, a falta de pruebas, no interviene.

—Si quiere usted que intervengamos, hay que llevar a la niña a un médico y comprobar el abuso sexual. Si no ha habido violación, será muy difícil.

—¿Pero qué puedo hacer mientras tanto? He pedido la custodia; pero eso va para largo. ¡Me responden siempre que tengo que aguardar una citación! ¡Le han prohibido a ese tipo entrar en casa de mi mujer, y ella le abre la puerta! ¡Me vuelvo loco!

Y es como para volverse loco, en efecto. En cuanto al reconocimiento médico de Stephanie, Craig vacila. La niña se echa a llorar cuando se la interroga; un examen la traumatizaría aún más. ¿Qué hacer para sacar a sus hijas de este infierno?

Craig compra un rifle y espera a Dave, oculto en el asiento trasero de su coche. Luego se dice: «Esto no te lleva a ninguna parte. Vas a matarle, te encarcelarán y las niñas se quedarán con Vera… Cálmate. A fin de cuentas, es un poco por tu culpa; debiste haber cogido a las niñas en seguida, demostrar que te ponía cuernos, que bebía, que se drogaba…»

Craig ha descubierto la magnitud del desastre después de la demanda de divorcio.

Lo urgente es poner a las niñas físicamente a resguardo, y nadie más que él puede hacerlo. Acude a una asistenta social, que le responde:

—No tiene usted prueba de esas agresiones. Su demanda no será atendida…

—¿Y a qué tengo que esperar? ¿A que viole a mis dos hijas? ¿A que las drogue?

En noviembre de 1988, la policía es llamada por una nueva pelea entre Vera y su amante. Esa vez ella, o él, ha apretado dos veces el gatillo, pero no le ha dado al otro, Vera estaba borracha, Dave también. Resultado: dos agujeros en la puerta de la habitación.

El tribunal del condado ordena que las niñas sean llevadas provisionalmente a casa de su padre, durante la noche. Vera promete denunciar a su amante, promete prohibirle el acceso a la casa, lo promete todo… y sus hijas le son devueltas al día siguiente. Craig se siente completamente frustrado, furioso e impotente.

La policía le explica que no puede hacer nada, y el asesor infantil del tribunal no es mucho más optimista:

—Usted es el hombre, tiene un empleo fuera de casa, vive con un amigo… La madre, en cambio, vive en casa con sus hijas, conforme a las disposiciones del divorcio. ¡No la vamos a expulsar para que se instale usted allí! ¡Había que haber considerado eso en el momento del divorcio!

—Pero ¿y las niñas?

—Espere a que el tribunal establezca el derecho de custodia…

Finalmente, Craig es convocado ante el juez, pero no por un buen motivo:

—Su ex esposa exige la devolución del pasaporte de Samantha. Quiere viajar con las niñas a Alemania.

—¡Impídaselo!

—Se trata de unas vacaciones. Dos semanas por Navidad. No se le puede negar; ella tiene la custodia.

—Escuche, mi padre era policía, y tengo amigos en el departamento. Sé que los agentes de narcóticos vigilan a su amante, a su camello, ¡y a ella también! ¡Quizás piensa no volver a Estados Unidos!

—Desde luego es un riesgo, pero mientras no haya pasado nada, legalmente usted no puede hacer nada. ¡Y no tiene ninguna prueba para hacer esa afirmación o para declarar que su ex esposa se lleva a las niñas definitivamente! Ella vino aquí voluntariamente. Está usted obligado a devolver el pasaporte de Samantha.

Y todo esto dicho en un tono extremadamente desagradable.

Craig está fuera de sí. Entonces el juez añade que, si Vera rebasa su autorización de dos semanas de viaje a Alemania, el derecho de custodia de las niñas pasará automáticamente a Craig. Lo cual es reconfortante sólo a medias.

Craig manda más de treinta cartas al diputado de su circunscripción y acude al servicio de extranjeros del Departamento de Estado, pero la respuesta sigue siendo la misma. «No hay ninguna ley que prohíba a Vera Hoffman abandonar el país.»

Además, en ese entonces, Alemania aún no ha afirmado la Convención Internacional de La Haya, lo que le hubiera valido la garantía del retorno de las niñas, en caso de desgracia. Vera se lleva a sus hijas a un país donde tendrá, al menos por un tiempo, todos los derechos sobre ellas. Mientras Craig no tenga la custodia en Estados Unidos, no puede impedir que ella se marche con Stephanie, de tres años, y Samantha, de uno…

Dos semanas de angustia. Dos semanas sabiendo que están allá, en Alemania, al cuidado de Dios sabe quién, mientras ella se dedica a golfear.

Sin embargo, Vera regresa a Muskegon, y dentro del plazo. El miércoles 28 de diciembre de 1988 llama a Craig: «Hemos vuelto, todo va bien. Pero no vengas a buscar a las niñas hoy; tienen una merienda de cumpleaños. ¿Te importaría venir el próximo fin de semana?»

Craig acepta a regañadientes. Algo no funciona, lo presiente. Todo aquello tiene un aspecto demasiado normal —el tono, el pretexto—, pero con Vera nunca hay nada normal. Entonces coge el coche y va a vigilar la casa.

Efectivamente, hay cierta agitación en el interior. Cuando cae la noche, ve encenderse la luz de las niñas y una sombra pasar por detrás de las cortinas… Se dice que Vera las está acostando, y que él se ha angustiado por nada. Y se marcha.

Durante los dos días siguientes nadie responde a sus llamadas telefónicas. Pero la vigilancia familiar organizada no revela incidentes.

El sábado 31 de diciembre, la madre de Craig le llama, desquiciada: «Acabo de volver de la casa, hay nieve fresca en el suelo, ¡pero ninguna huella de pasos o de neumáticos de coche! Sería mejor que fueras a ver…»

En pocos minutos, Craig está en la puerta trasera. Segundos más tarde, ha forzado la entrada.

Casi todo ha desaparecido, el resto saqueado. Hilos eléctricos cuelgan del techo en el sitio donde había ventiladores. Los muebles de cocina, el equipo estereofónico, los muebles del comedor que Craig había comprado recientemente… ¡todo ha desaparecido! Los escasos muebles viejos que quedan están marcados con grandes quemaduras de cigarrillos. Todo lo que no ha sido cogido o vendido está en completo desorden.

En el suelo de la habitación, echado en medio de un montón de papeles, un surtido completo de accesorios de drogadicto: cucharas sucias, jeringas… La confirmación de que Vera hace algo más que probar la cocaína de vez en cuando…

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