No sin mi hija 2 (24 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

Christy tiene buenas razones para estar preocupada por los niños. Riaz multiplica sus misteriosos viajes de los que la familia aparentemente no sabe nada; deja a los dos niños al cuidado de su propia madre, o de la abuela, o de cualquiera. Cada vez que telefonea, Christy se da perfecta cuenta de que todos están hartos de soportar su arrogancia, sus cóleras. Y de su pereza también. Así como de sus mentiras…

Un día, por teléfono, Riaz declara:

—Iremos a reunimos contigo… —Y le pasa el aparato a John—: Anda, dile a mamá que tú quieres ir… Díselo.

Christy oye, lejana, muy lejana, en medio del chisporroteo de la línea, la vocecita de John:

—Sí, sí que quiero; quiero volver a casa, mamá…

¡Christy es tan feliz ese día! Pero, a la semana siguiente, Riaz anuncia lo contrario, y luego comienza de nuevo este juego cruel con John… Se sirve de éste como de un medio de chantaje. Christy ya no puede soportar más. Riaz ha tejido a su alrededor una telaraña de mentiras, y, de mentira en mentira, ya ni siquiera él sabe dónde está. Ella incluso le ha ofrecido dinero para que venga.

—Te enviaré billetes de primera clase; no tendrás que hacer nada, ni pagar; papá se ocupa de todo…

Un día es que sí; al otro, que no. Hay «asuntos que arreglar», dice, sin dar más detalles… Pretende quedarse porque su familia le quiere, cuando de hecho lo han relegado al pueblo, y nadie le ayuda con los niños. Pegaba a los criados, y éstos han escapado, uno tras otro.

En agosto de 1989, pues, Christy decide viajar con su padre y pasar una semana en Peshawar, mientras su madre cuida de Eric.

La separación ha marcado visiblemente a los niños. John está extrañamente tranquilo y nervioso a la vez. Tan delgado que se le pueden contar las costillas de la espalda. Se niega a comer, pues la pena de verse separado de su madre le ha vuelto anoréxico. Los cabellos de Adam le han crecido hasta los hombros. A los dieciséis meses, es espantosamente indisciplinado, y muy retrasado para hablar. No farfulla siquiera las cuatro palabras que había aprendido, no balbucea; es un niño salvaje, mudo. Ningún adulto se ha ocupado de ellos, y los dos niños han pasado su tiempo al cuidado de una criada, y luego de otra, que no sentían demasiado interés por ellos. Ningún juguete en la casa, sólo juegan con una caja de pañales vacía.

Pero Christy sabe que tiene que volver a marcharse.

Así lo hace, pero regresa en octubre de 1989. Eric está fuera de peligro, en casa de sus padres. Ella va a pasar diez meses a Peshawar, una estancia que será interrumpida sólo por un corto viaje de ida y vuelta a Estados Unidos por Navidad, debido a que Eric sufre una grave disentería.

Resulta entonces aún más difícil abandonar al pequeñín, que acaba de rozar la muerte, para ir a reunirse otra vez con los dos mayores. Christy se ve desgarrada entre ellos. Echa de menos al pequeño, y se siente incapaz de dejarlo en Estados Unidos, y olvidarlo en beneficio de los otros dos. Nunca sosegada, Christy lleva una existencia como para volver loca a una madre de familia.

Actualmente, Christy utiliza una nueva táctica con Riaz. En lugar de dejarse arrastrar a disputas interminables, argumenta prudentemente en favor de un regreso de la familia a Estados Unidos. No cuenta con los sentimientos paternales de Riaz, para quien Eric es un castigo de Dios, sino con su creciente irritación respecto al estilo de vida paquistaní, y con su nostalgia por aquella vida occidental que tanto le gustaba.

Ella procura insinuar que su amor podría renacer en América…

A veces, Riaz aparenta sentirse tentado, pero vacila. Prefiere decir: «¡Yo de ti, me divorciaría!»

Poco a poco, sus ganas de marchar desaparecen completamente. Llegado el invierno, recae en su comportamiento absurdo y perverso. Cuantas más concesiones hace su mujer, más se enfurece. Christy no deja de llorar pensando en Eric; y un día le pregunta a Riaz:

—En el fondo, has decidido no volver jamás, ¿verdad?

Y él responde fríamente, con sadismo:

—No vuelvas a hablarme de marchar. Ya es hora de que comprendas una cosa: tú y los niños viviréis y moriréis en Pakistán.

En esos momentos, Christy se vuelve hacia la religión. Fervorosa creyente, le pide a Dios, le suplica que se la lleve de este mundo. Está mortalmente tranquila. Algo en ella, una voz le susurra: «O vencerás esta idea, o serás vencida por ella.» A veces teme que las plegarias no sean suficientes para aliviarla. Riaz bebe cada vez más, y ha recuperado el hábito de abofetearla y maltratarla. A menudo gruñe, recalcando cada palabra para hacer más efecto: «¿Sabes que sería más fácil matarte, librarme de ti?»

Una noche de siniestro recuerdo, la amenaza está cerca de cumplirse. Riaz, nervioso por la negativa de Christy de enviar a John a la escuela porque es demasiado pequeño, suelta una violenta parrafada. Christy quiere hacer salir a los niños recién adormecidos, a la espera de que se calme, pero, de un brinco, él se planta junto a la puerta y echa el cerrojo:

—¡Si pasas por esta puerta, te mato!

Paralizada, Christy se queda sentada. Adam, aterrorizado, hunde la cabeza entre los hombros. Entonces Riaz va en busca de su revólver. En Pakistán todos los hombres tienen armas. Encañona fríamente la cabeza de su mujer:

—Puedo disparar, sabes. Si te mato ahora, nadie sabrá la verdad. ¡No tendré más que decir que te marchaste con un tipo de Karachi! ¡Es muy sencillo!

Y es capaz de hacerlo. Las mujeres aquí son tratadas peor que los perros. En Peshawar, de vez en cuando encuentran un cadáver en la calle, y el marido declara simplemente a la policía: «¡Oh!, no sé… Han debido de raptarla, o pegarle, o violarla…»

Christy mira fijamente a Riaz, y reza en voz alta sin apartar la mirada:

—Dios mío, sálvame, ayúdame, socórreme, Dios mío…

De pronto, en su campo de visión, una imagen le traspasa el corazón: John, el pequeño John al que ella creía dormido, está allí, a unos pasos, inmóvil y petrificado por el miedo. Riaz dice repentinamente con aire disgustado:

—Déjalo… Ya lo haré a mi modo y cuando yo lo decida.

Los dos niños empeoran a ojos vistas. John se ha vuelto más nervioso desde el episodio del revólver. Adam, que hasta entonces era un bebé regordete y alegre, se ensimisma. Es una verdadera larva, ya no se interesa por nada; durante estos dos años en Pakistán, no hay una sola foto en la que sonría.

La esclavitud cotidiana de Christy, particularmente dura —cocina, limpieza, colada y la entera responsabilidad de los niños—, la aniquila físicamente. Pierde diez kilos. Y llega a pensar que Riaz quizás tenga razón, que jamás pueda abandonar el país; exactamente lo mismo que yo sentí en Irán.

Los mismos sentimientos de completa depresión, de terrible impotencia… Cuando uno se encuentra tan aislado como Christy o yo, es muy difícil conservar la mínima esperanza de que las cosas irán mejor algún día.

En julio, sin embargo, Christy entrevé una posible salida. Eric requiere una nueva intervención. La asistenta social de Michigan está decidida a convertirlo en un pupilo del Estado, a menos que la custodia sea confiada a los padres de Christy, o que Christy y Riaz vengan a atestiguar sus derechos de parentesco y a renovar el seguro médico subvencionado por el Estado. Así pues, hay que elegir.

Riaz siempre ha considerado la salud de Eric como una ofensa y un peso, pero ahora su orgullo se ve afectado. «Rechazo que otros reclamen la custodia de mi propio hijo.»

Sin embargo, pretende tener asuntos que arreglar al otro lado del Atlántico. «Una manera de ganar mucho dinero», según él. Irá, pues, a Michigan.

A medida que se acerca la fecha de su partida, su comportamiento se vuelve extraño. Se niega a recibir llamadas telefónicas por la noche. Ni autoriza a la criada a llevar a John a la calle a comprar caramelos. Se muestra obsesionado por el rapto de niños. Quiere permanecer a solas la mayor parte del tiempo: «Déjame tranquilo, tengo problemas que no te conciernen.» En otros momentos, se muestra vagamente agresivo: «Ruega para que no suceda nada allí. Si eso ocurre, no saldrás jamás del país.»

Christy atribuye todo esto a un delirio paranoico, hasta el día en que Fiaz, el hermano mayor, la amenaza claramente. «Si le pasa algo a mi hermano, será culpa tuya.»

Lo más inquietante es el curioso acto de contrición de Riaz, el día de su partida: «Estoy desolado por todo lo que te he hecho, y afligido por lo que te voy a hacer.»

Tiene verdaderamente el aire de un hombre que parte sin esperanza de retorno. Christy está aterrorizada. ¿Qué ha querido decir? Su mayor angustia sería ir a parar bajo la férula de la familia Khan. Temible dominio establecido por la ley islámica en caso de desaparición del esposo. Y le suplica a su marido que la deje partir a ella en su lugar a Michigan, pero Riaz no quiere saber nada. Dice que está «dispuesto a afrontar su destino» sin explicar qué entiende por eso. ¿Qué destino?

El periplo de Riaz comienza por una escala en Alemania, donde tiene que encontrarse con un comerciante de piedras preciosas, y luego en Inglaterra, donde tiene una cita con un conocido de Peshawar. La primera semana de agosto, está en Nueva York; unos días más tarde, aterriza en Detroit, adonde el padre de Christy va a buscarle. Hacia las ocho de la noche, llega a casa de sus suegros y telefonea a Christy. Esta se siente casi tranquila de oír su voz que, no obstante, suena pretenciosa y sarcástica:

—¿Qué es lo que no funciona con Eric? ¿Por qué no le has enseñado a caminar?

—¡Estoy en Pakistán desde hace diez meses!

Esta observación le hace reír mucho, y Christy se dice a sí misma que debe de haber bebido. Es la última vez que oirá su voz.

Riaz se queda en casa de los padres de Christy durante dos horas, pero se niega a pasar allí la noche. Se burla de Eric. Ha previsto, les dice, instalarse en casa de unos amigos indios que viven cerca. A las diez de la noche, efectivamente, un coche hace sonar el claxon delante de la casa. Riaz rehúsa la ayuda que le ofrecen para llevar las maletas, masculla un hasta la vista, y se precipita fuera.

Christy no olvidará jamás esta fecha: 6 de agosto de 1990.

Se encuentra en Peshawar, en casa de una de las tías de su marido, jugando con sus hijos. De repente, un pequeño grupo de hombres irrumpe en la habitación. Los rostros están tensos; las voces, agresivas. Hay hermanos, primos y amigos de Riaz, y Christy consigue captar únicamente unos fragmentos de lo que dicen, tan agitados están. Aquellos difíciles meses en Pakistán no le han permitido aprender el urdú más que sucintamente. Comprende, a pesar de todo, que la policía acaba de telefonear desde Michigan, y que ha ocurrido algo terriblemente grave.

Fiaz grita entonces en inglés:

—Riaz está en prisión; es preciso que averigües qué ha pasado.

El corazón de Christy está a punto de detenerse. La familia va a volverse contra ella. Desde que Riaz se fue, ha tenido que negociar cada uno de sus desplazamientos con seis hombres, en lugar de uno: el padre y cinco hermanos. Y se pone a rezar: «Dios mío, te lo ruego, haz que todo vaya bien. Por favor, haz que vuelva.»

Fiaz le señala el teléfono:

—¡Tienes que averiguarlo! ¡Ahora!

Christy discute con una operadora para conseguir que le pongan con la policía del condado de Berrien, en el sur de Michigan. La comunicación se establece después de una eternidad: los cinco hermanos, sobreexcitados, patean el piso alrededor de ella, en un verdadero frenesí demencial, gritando preguntas al mismo tiempo. Christy ha debido de entender mal lo que oye por el auricular, y las ideas chocan en su cabeza. ¡Sabe Dios cuántas veces ha pensado en los posibles desastres a sufrir por su marido en el transcurso de este viaje! Conducir en estado de embriaguez, por ejemplo, resultar herido en un accidente… Hubiera podido también encontrarse con su antigua amante, aquella tal Nicole, y marcharse con ella, dejando que Christy y los niños se las arreglaran solos en Pakistán. Todo era posible. Pero, de momento, parece que los misteriosos asuntos de los que se ocupa Riaz le han jugado una mala pasada, y le han arrestado.

A miles de kilómetros de distancia, una voz femenina fuerte y clara anuncia finalmente por entre los chirridos del teléfono:

—Departamento de policía. Le escucho…

—Buenos días, le llamo para preguntar por mi marido; su nombre es Riaz Khan. K-h-a-n… Acabo de enterarme de que está arrestado. ¿Qué sabe al respecto? —Y Christy ruega interiormente: «Por favor, haz que todo vaya bien…»

—No creo que se trate de un arresto… —responde la mujer.

Como la voz hace una pausa, Christy respira, aliviada. Debe de ser un error, algo que la familia no ha comprendido. Luego la voz dice, con indiferencia, lo ocurrido, que supera ampliamente todo lo que Christy había podido imaginar:

—Sí, aquí está. Se trata del cadáver que acaba de ser identificado, Riaz Khan. Está en el depósito.

El
shock
es tan violento que Christy dice lentamente en voz alta:

—Está muerto…

Los cinco hermanos estallan de desesperación, gritan, se abrazan llorando, mientras Christy piensa en las últimas palabras de Riaz antes de su partida, una de sus amenazas habituales y misteriosas, que resuenan aún claramente en sus oídos: «Ruega para que no me ocurra nada allí. De lo contrario, no saldrás del país.»

¡Y ha ocurrido algo! El horror va a empezar.

La familia política, agrupada, vociferante, quiere saber cómo ha muerto Riaz, qué ha pasado, si se trata de un crimen y de quién se sospecha. Christy telefonea a su padre, para obtener la siniestra confirmación de los hechos.

—La policía ha venido a casa, lo han identificado merced a un formulario de tarjeta de crédito. Les he dado fotografías para la identificación del cuerpo. Todo esto nos ha trastornado terriblemente. He estado indispuesto… Tenemos tanto miedo por ti… Ahora que él está muerto, ¿cómo vas a salir del país? ¡Era él quien tenía vuestro visado de salida! Esperaba poder convencerle…

Christy tiene que colgar de prisa, pues esta conversación no interesa en absoluto a los hermanos de Riaz.

—¡Llama otra vez a la policía; queremos saber quién lo ha matado! Estaba en casa de tu padre… ¿y tu padre dice que no sabe nada?

Christy vuelve a llamar, temblando de nerviosismo, y consigue hablar con el inspector encargado del caso, que responde sucintamente:

—Ha sido víctima de un traumatismo.

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