No sin mi hija 2 (28 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

Christy está convencida de que estas grabaciones hubieran aportado luz sobre el crimen. Ella no pudo comprender más que fragmentos de las conversaciones telefónicas de Riaz durante aquel período, pero le había oído hacer referencia a la resistencia clandestina afgana. ¿Habría alguna relación con ese tema?

Y están también las palabras de Riaz, justo antes de su marcha de Pakistán: «Déjame tranquilo; tengo problemas que no te conciernen…»

Riaz debía de tener por todas partes enemigos deseosos de acabar con su vida.

En otoño de 1991, Christy decide seguir unos cursos de medicina forense. Necesitará tener un empleo cuando los niños vayan a la escuela.

Christy no está dispuesta a hacer borrón y cuenta nueva sobre su pasado; y por lo demás, no lo quiere. No ha tenido tiempo de llorar a Riaz en Pakistán, ni en las exequias, ni sobre su tumba. Ni tiempo, ni lágrimas de reserva. Según la inscripción funeraria, Riaz tenía treinta y cinco años el día de su muerte, es decir, cinco años más que su verdadera edad. Aquello me intrigaba, y le pregunté un día a Christy si conocía la razón. Ella me dijo:

«Era para ser “respetado en los negocios”. Interpretaba la comedia. Manipulaba a la gente sin cesar. Yo era una ingenua a los veinte años… Y me enamoré de alguien que en realidad no existía… He vivido cinco años con un desconocido. Un misterio. Soy la viuda de un desconocido.»

CRAIG, EL AVENTURERO

La mayor parte de lo que se conoce como «contrasecuestros» son actos de desesperación que representan un peligro, tanto para el padre como para los hijos. Ésta no es, lejos de ello, la solución que yo preconizo. El Departamento de Estado tampoco. Sin embargo, cuando en 1991 oigo hablar de Craig DeMarr y de su amigo Frank Corbin, siento deseos de conocerlos. Craig, padre de dos niñas secuestradas por su madre en Alemania, fue a buscar a sus hijas, las raptó y las trajo a Estados Unidos. La aventura de Craig y de Frank parece un
western
o una novela policíaca, pero es ante todo una extraordinaria historia de amor entre un padre y sus dos hijas.

¿Quiénes son, pues, estos dos «niños díscolos» que echaron polvos pica-pica en la pesada máquina administrativa y judicial de los dos países, Estados Unidos y Alemania; que dejaron boquiabiertos a los jueces, a los diputados, a los abogados, a las leyes internacionales, por lo demás tan mal hechas y tan poco adaptadas a las situaciones de emergencia?

Me cuesta un poco dar con ellos. Craig ha hecho quitar su número de la guía telefónica desde que fue amonestado por el Departamento de Estado, vilipendiado por las autoridades alemanas y los medios de comunicación se disputan su historia. Frank, su compañero de aventura, se oculta también. Pero los padres de Craig, que conocen mi historia, nos ponen en contacto. El padre es un policía jubilado, y la madre se dedica al hogar. Estupendas personas, orgullosas de su hijo.

A primera vista, Craig y Frank son dos
cowboys
: pantalones tejanos idénticos con cinturón, botas a la tejana, la misma sonrisa relajada, la misma esbeltez deportiva, la misma juventud intrépida y un aire de picara complicidad. Craig es de tez tostada, cabellos morenos y ojos color avellana; Frank, de piel clara, cabellos castaños y ojos azules. Son jóvenes; andarán por la treintena.

Craig es el padre de Stephanie (seis años) y de Samantha (tres años). Frank es su amigo, pero un amigo de verdad, hasta la muerte, como dicen los niños, ¡capaz de lanzarse con él a una verdadera investigación policial y a un secuestro arriesgado!

La primera vez que discutí con Craig fue en un rincón del salón-comedor, un lugar atestado de un batiburrillo de fotos de familia. Quería convertirse en detective privado y trabajaba para un despacho, a la espera de abrir el suyo. Ex soldado del ejército americano, hijo de policía, tiene la talla necesaria. Pero ha abandonado.

—Me paso el tiempo emboscado en coches, vigilando a mujeres que son sospechosas de engañar a su marido, ¡o a la inversa! Todas esas lamentables historias de divorcio me desmoralizan. Creo que voy a reciclarme a la mecánica del automóvil…

Ha llevado a cabo treinta y seis aburridas misiones. Se diría que nada le da miedo cuando se trata de ganarse la vida. Hay algo más que picardía en su mirada franca y en su amplia sonrisa; y hay una apacible dulzura en sus gestos. Y, sin embargo, él dice que es una «calma angustiada». Frank parece más nervioso, más impulsivo. Y lo es. Lo ha demostrado. Cuando le pregunto por qué tomó la decisión de acompañar a Craig en esa peligrosa aventura me mira, sorprendido:

«¡Es mi amigo! No encontraba a nadie que le ayudara… Estaba allí, en mi garaje, dando vueltas sin parar, repitiendo: “Es preciso que recupere a mis hijas; las va a destrozar, a hacerles daño…” Entonces le solté: “¡Bueno, pues ve! ¡Ve a buscarlas!” Y él dijo: “¡No puedo ir solo! Allá la gente me conoce, me descubrirán en seguida. Y, además, ella ha prevenido a las autoridades alemanas; corro el riesgo de que me pillen en la frontera.” Yo le respondí: “¡Conforme! ¡Vayamos los dos!”»

Este Frank es de una fascinante sencillez. El día en que tomaron esta decisión, los dos cómplices apenas hacía un año que se conocían. Una amistad hecha de billar, de juegos de cartas, de baloncesto y de motores de coches viejos… Se convirtieron en hermanos para arrancar a dos niñas a una madre que las criaba a espaldas del sentido común, moral y físicamente.

De cada cinco padres perjudicados, uno es hombre. Me encuentro raras veces con padres; tienen contra ellos las leyes, que casi siempre confían la custodia de los niños a la madre, por principio considerada más apta para criar a sus hijos. Pero cuando uno conoce la historia de Stephanie y Samantha, no se puede admitir que esto sea siempre cierto.

Respondiendo a mi invitación, Craig y Frank vienen a pasar un fin de semana a mi casa, con Stephanie y Samantha. Estas dos niñas son encantadoras. La primera es rubia, de ojos verdes; y la otra, morena, de ojos avellana. Dos caritas graciosas, inteligentes, bien educadas, felices de vivir. Hace dos años que Craig se las trajo a su casa en Muskegon, a orillas del lago Michigan.

Craig es un padre joven, fogoso, emotivo. Adora a sus hijas, que le corresponden.

Las niñas saltan con entusiasmo en la pequeña piscina de Mahtob, sin que Craig y Frank les quiten el ojo de encima. Mientras preparo la merienda, oigo sus alegres voces:

—Papá, ¡alcánzame el salvavidas! ¡Otra vez!

—Frank, ¿puedo pedirle una toalla a Betty?

—Steph, ¡ven aquí a sonarte!

—Sam, ¡ponte la camiseta!

Poco a poco he aprendido a conocerlos. Desde su divorcio, Craig tiene una nueva amiguita, pero a causa de sus obligaciones como padre de familia, de su trabajo y de su sueldo —no muy elevado—, prefiere de momento seguir como «padre soltero». Y lo dice con una gran sonrisa.

Frank sigue unos cursos de diez horas diarias para rehacer su vida en la electrónica. Está divorciado de una joven rica y desenvuelta que no le ha dejado «más que los ojos para reírse de ello». «Un error de juventud», dice con fatalismo. Su amistad por Craig, desde que representaron juntos el papel de «desesperados», es el de un hermano gemelo:

«Es extraño, basta con que yo me levante y él sabe inmediatamente lo que voy a hacer, o adónde voy. Y lo mismo me pasa a mí. Tenemos una especie de segundo lenguaje que los demás no comprenden. Me siento muy ligado a las niñas.»

Tuve ocasión de comprobar este fenómeno cuando me contaron su historia en detalle. Craig comenzaba una frase, y Frank la terminaba… o a la inversa. Una sólida amistad entre hombres.

La aventura de Craig comienza hace diez años, en 1981.

En aquella época, Craig está destacado como técnico de ingenieros en las tropas americanas estacionadas en Fulda, Alemania Occidental… Se trata de una ciudad que alberga a cincuenta mil soldados, en el corazón de un valle atravesado por un río, al este de Fráncfort, no lejos de la frontera con la ex Alemania Oriental. El trabajo de Craig consiste en vigilar los bloques de treinta y cinco kilos de «carga de queso», es decir los explosivos enterrados bajo los puentes o las carreteras de Fulda, para el caso de que los soviéticos decidieran invadir el territorio.

Al margen de este trabajo, en Fulda no hay gran cosa que hacer para un muchacho de diecinueve años cuando está de permiso. Una vez visitadas las iglesias del siglo XIII, no le queda otra solución que arrastrar su soledad de soldado raso por las salas de baile del centro de la ciudad. Por un derecho de inscripción simbólico, un joven recluta puede beber allí cerveza con los compañeros, escuchar una docena de viejos rocks y conocer chicas alemanas.

Al cabo de seis meses de servicio, Craig conoce a Vera Hoffman en una sala de baile llamada Overpass. Vera se distingue de la multitud de jóvenes que se arremolinan en torno de los soldados. Es una morenita excitante, de ojos verdes, con facilidad para hablar el argot americano y debilidad por los soldados. Craig la invita a bailar y ella se mueve al ritmo de la música americana como si hubiera nacido con ella. Le ofrece unas copas, y muerde el anzuelo.

—Era una curiosa mujer. Trabajaba como recadera en un establecimiento de electrónica; le gustaba pasearse todo el tiempo por la ciudad y llevar paquetes a la casa de todo tipo de personas. Era muy pobre. No tenía más que dos pantalones, una camiseta, una chaqueta del ejército, una de esas chaquetas de protección nuclear que algún soldado debía de haber desechado. Un par de zapatillas de lona y cabellos muy largos, lacios, a guisa de paraguas para el invierno… Yo le compré botas, vestidos, joyas, maquillaje. Dormía en casa de los amigos, allí donde podía, despreocupada. Su padre nunca se había ocupado de ella, y la niña había tenido tantos canguros como él amantes… Era una mariposa indiferente al futuro, y fue eso lo que me atrajo. ¡No poseía nada, y era feliz!

Craig y el ejército nunca ha hecho buenas migas. Él es demasiado independiente. Cuando acaba su servicio, en 1983, promete a Vera que volverá a verla. Todos los soldados lo dicen, pero nadie les cree, pues nunca regresan. Pero Craig se esfuerza en no ser como los demás. Trabaja durante dos meses para pagarse su viaje a Fráncfort, y regresa a la ciudad con un billete de avión ida y vuelta válido para un año; sabia precaución para un joven americano que parte hacia Europa a la aventura.

Los dos enamorados reanudan su historia allí donde la había dejado. Pasan la mayor parte del siguiente año viajando en autostop, sin objetivo ni trabajo fijo, siguiendo el capricho de Vera. Ésta dice: «¡Vámonos a España!», y allí van.

Una mañana temprano, Vera despierta a Craig de un codazo, y salta a horcajadas sobre su pecho. Craig gruñe:

—¿Qué quieres?

Ella le da una buena guantada para despertarle completamente, pues lo que tiene que decirle es importante:

—Vamos a casarnos.

—¿Así, de repente? ¿Estás loca?

—¡No, vamos! ¡Venga!

Craig lo medita durante un momento:

—¿Vendrás conmigo a Estados Unidos?

Está fatigado de esa vida de vagabundo, y siente nostalgia de su país. Y además, un día u otro, habrá que despedirse de la aventura, de las fiestas, de Europa, y ponerse a trabajar. Hacerse adulto.

—¡De acuerdo!

Ella sueña desde hace mucho tiempo con ir a Estados Unidos, ese maravilloso país del consumo. ¡Evidentemente que está de acuerdo!

Craig y Vera llegan a Dinamarca en autostop, y se casan ante un juez de paz. Su noche de bodas la pasan en un viejo molino de viento abandonado; la vida de aventuras y alegría continúa.

A su regreso a Alemania, Vera no llega a cortar los lazos con su país, sus amigos, su padre, su vida de bohemia. Y aplaza siempre su marcha para el día siguiente. Hace falta tiempo y dinero para conseguir los papeles, para hacerlos traducir con vistas a la inmigración, todo eso es caro… Craig se gasta en ello sus últimos ahorros y, finalmente, al límite de la expiración de la fecha de su billete de vuelta, Vera da con él el gran salto a América.

En Muskegon, una ciudad casi tan grande como Fulda, el matrimonio toma rápidamente mal cariz. Sin embargo, a) principio Vera se esfuerza por ser una esposa aceptable, un ama de casa cabal. Cada mañana, ella misma prepara el desayuno de Craig, que trabaja en una bolera vecina. Pero, muy pronto, no puede resistir la atracción de los bares nocturnos de Muskegon. Como Craig se ha transformado en un empedernido trabajador, que no puede andar de juerga con ella, ¡Vera se buscará oíros!

Se ha integrado perfectamente en Estados Unidos, se ha americanizado en un instante. Ha perdido todo rastro de su acento y sus nuevas relaciones creen que ha nacido en Estados Unidos. Pero ella se niega a hacerse ciudadana americana.

«Soy alemana y seré siempre alemana.»

Pese a los altibajos que vive la pareja, en 1984, Vera queda encinta de su primer hijo. Craig está encantado, y cree que el bebé les va a unir; pero su mujer se siente de pronto acorralada, prisionera. Ella ha sido educada como un animalito libre, pero sin presencia materna, y el concepto de núcleo familiar le resulta sencillamente extraño.

—Valdrá más que no conservemos el crío…

—¡Alto ahí! ¡Es nuestro hijo! ¡Yo lo quiero!

Entonces, una vez más, Vera lo intenta. Deja de fumar y de beber, cuida su peso y toma vitaminas. Stephanie nace en abril de 1985, pero Craig tiene pocas esperanzas de consolidar su familia. Ama tiernamente a Vera, y haría cualquier cosa para hacerla feliz y ayudarla a estabilizarse, a convertirse en adulta. No lo consigue.

Stephanie tiene tres semanas cuando Vera decide: «Nos vamos a ver a mi padre; quince días de vacaciones. Siento nostalgia…»

Ya en su primera noche en Fulda, Vera recupera con un automatismo desconcertante todas sus malas costumbres. Sale sola, vuelve a las tres de la madrugada, embrutecida de alcohol. Craig está enfadado; ha invitado a sus padres a este viaje, y aquello que no le disgustaba cuando era un joven soldado soltero le incomoda ahora que está casado y es padre de familia. En lugar de aceptar sus consejos y sus reconvenciones, Vera se burla de ellos:

—¡No hago nada malo, sólo me divierto! ¡Tú te vuelves triste como un gorro de noche!

—Bebes demasiado, ¿no te das cuenta? ¿Y Stephanie, quién se ocupa de ella?

—¡Pues tú!

De regreso a Estados Unidos, Craig y Vera pagan una modesta cantidad a cuenta de la versión inmobiliaria del sueño americano: una casita con tejado de tejas azules, en una animada calle de Muskegon.

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