No sin mi hija 2 (12 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

Este encuentro madres-hijos en un campo de aviación es una reunión emocionante y agridulce.

Algunos no se han visto en años, y no consiguen reconocerse. No hablan ya la misma lengua. Algunas madres querrían sofocar con besos a sus hijos, pero se contienen para no amedrentarlos.

El mediador argelino esperaba una reconciliación. Al menos el olvido de las diferencias… Hacer pasar a los padres una noche juntos… Curiosa ilusión.

Para la mayoría de mujeres, separadas o divorciadas de sus maridos desde hace años, eso es imposible.

Y los padres se niegan, por supuesto, a dejar una sola noche a sus hijos con sus madres…

En Ginebra, la tempestad de los medios de comunicación ha crecido y amenaza con barrer toda resistencia.

Paso a paso, las
Madres de Argel
obtienen satisfacción a la mayor parte de sus reivindicaciones: un reconocimiento formal de las Naciones Unidas; un compromiso renovado por Argelia de favorecer las visitas; y una reanudación de las negociaciones mediante un pacto bilateral destinado a fijar qué país posee competencia para atribuir el derecho de custodia…

En julio de 1987, veintiséis niños realizan la segunda travesía, que termina sin incidentes. En diciembre, ya son cuarenta y cuatro los que hacen el viaje a Francia.

Cada uno de estos acontecimientos es una mezcla de alegría y de amarga decepción. Hay madres que se encuentran con los brazos vacíos en Orly, al haber sido anulado el viaje de los niños por el padre en el último minuto.

Algunos han dejado marchar a sus hijos, pero no a sus hijas.

Otros se han quedado con los dos.

Entonces, inmediatamente, diez de las
Madres de Argel
inician una huelga de hambre en el aeropuerto.

Para las demás, la visita transcurre demasiado de prisa. Y luego, ¡lo inimaginable sucede!

Una de las madres se niega a devolver a su hijo de diecisiete años a Argelia. En marzo de 1988, tras un encuentro con su hija especialmente organizado para ella, otra madre decide faltar a su palabra y retener a su hija. La niña había sido raptada unos años antes. Las demás saben que es una mujer frágil, la más vulnerable del grupo. Y que su propia historia es trágica. Estas dos defecciones son catastróficas.

Y las
Madres de Argel
temen realmente que eso vaya a torpedear su movimiento. Pero cuando Annie y su amiga Linda regresan a Argelia, esgrimen ante sus interlocutores que las dos defecciones son un doloroso llamamiento al orden. Las personas son falibles, y es injusto obligar a un padre o una madre a elegir entre su corazón y la causa común, la de todos. Los acuerdos privados son soluciones inadecuadas. Es necesario un tratado para reforzar sus poderes y poder facilitar una aprobación legal así como social.

Cuando se marchan de Argelia, el alto funcionario que las ha recibido concluye simplemente: «Hay que acabar de una vez.»

De regreso a Francia, Linda y Annie informan en este sentido a un consejero del primer ministro: «Estas palabras tienen una lectura particular en el lenguaje diplomático, lo cual es muy significativo. Quizás podamos entablar nuevas negociaciones.»

Unas semanas después de mi visita, en junio de 1988, tras meses de negociaciones llevadas a cabo por Georgina Dufoix, me llegaba la noticia de que los argelinos han comunicado que están de acuerdo en la firma.

El 21 de junio, será firmada, ratificada y publicada la convención franco-argelina. Se nombrará una comisión rogatoria bipartita para ocuparse de los casos de secuestros que hayan dado lugar a conflicto.

Es la más bella de las victorias, sin perdedor, y con los niños como primeros vencedores.

En lo sucesivo, la jurisdicción en materia de conflicto de custodia de niños entre países pertenecerá al país en que los padres se han casado, o han vivido juntos, o han educado a sus hijos. El lugar, de hecho, que el niño considere como su hogar.

Al mismo tiempo que decidirá el regreso del niño, el tribunal concederá un derecho de visita al progenitor que no obtenga la custodia…

Marie-Anne no ha tenido que esperar a la ratificación para recuperar a sus hijos. Habiendo llegado, uno tras otro, a la mayoría de edad, han regresado a Francia. Me cuenta que los chicos tratan de volver a anudar el hilo roto de su juventud, que intentan no dejarse ganar por la amargura por lo que su padre les hizo. Miro a Mahtob y, pese a la distancia de la lengua y de los países, comprendo lo que Marie-Anne quiere decir.

Estas mujeres me impresionan.

Muestran un camino en el que yo había pensado, pero sin saber cómo tomarlo. Se trata de una organización necesaria. En Estados Unidos, mi red no es más que defensiva, presta apoyo moral y ayuda financiera para remediar los dramas más urgentes. Yo estoy sola, las demás mujeres están solas, y esta soledad es nuestro problema.

Hay otra diferencia enorme, que constato en Annie Sugier, la cual me dice: «Yo no me implico jamás emocionalmente en un asunto. No tengo hijos, contemplo el combate en conjunto, para obtener resultados. Si me implicara en ello personalmente, ya no podría trabajar. Me quedaría sentada a mi mesa de despacho llorando, incapaz de actuar. »

Limitarse a escuchar cada problema, como vengo haciendo desde hace meses… reconozco que es duro. Pero no soy capaz de otra cosa.

Será preciso que mi red se convierta en una verdadera asociación, un poder. Yo no soy feminista, pero a igual combate iguales armas.

Al mes siguiente, estoy de regreso en casa. Durante una conferencia ante una asociación de Michigan, encuentro a un nuevo aliado.

Se trata de un hombre de unos cuarenta años, barbudo, de aspecto apacible, de mirada dulce detrás de sus redondas gafas, y que parece particularmente atento a mi discurso.

El hombre se presenta: Arnold Dunchock, abogado, especializado en problemas familiares. Habla serenamente; el tono de su voz, su elocución… todo es tranquilizador en este hombre.

—Yo no soy —dice— el tipo de abogado que alienta a las víctimas a entablar procesos, pero creo que puedo ayudarles.

Los hombres se sienten raras veces afectados por este problema. La indiferencia, incluso la animosidad, de los jueces y de los propios abogados, es algo con lo que he tropezado demasiado a menudo.

—¿Y cómo es que ha venido usted?

—He leído su libro, he oído hablar en los pasillos de los tribunales de sus dificultades para pedir el divorcio y la custodia de su hija. Creo que existe un medio…

Un milagro. Este hombre tiene una cabeza llena de milagros, ¡y los hace!

Cuarenta y ocho horas más tarde, obtiene un mandamiento de custodia temporal que niega a Moody el derecho de visita a Mahtob.

Arnie conoce los procedimientos. Sabe cómo hacer anular una demanda de divorcio, la mía, para renovarla cinco minutos más tarde, y volver a pedir la custodia de Mahtob… El juez se vuelve loco, pero no tiene elección. No hay en ello nada ilegal. A tunante, tunante y medio. Y Arnie se encarga de este vals de procedimientos, a la espera de hacer modificar la ley que exige que se pida el divorcio en el estado del domicilio, justificando su residencia en él.

Por supuesto, quiero obtener la custodia permanente de Mahtob en el futuro, y que eso sea el elemento esencial del juicio de divorcio, en el que también tengo empeño. Arnie sabe que la nueva ley será aprobada; mientras tanto basta con tomar medidas provisionales. Y no se contenta con ser mi abogado. También está motivado por la causa de los niños. En esta época aún lo ignoro, pero este hombre va a convertirse en un compañero de cruzada, no sólo para la protección de Mahtob, sino en el interés de los demás niños. Arnie es una especie de san Bernardo, una persona habituada a la ayuda judicial y moral gratuita, y, en muchos casos en que las madres desprovistas son incapaces de asumir los gastos y las complicaciones de procedimientos infernales, él está allí.

Ahora que hemos trabado amistad, se me ocurre decirle:

—Arnie, ¿alguna vez piensas en tus honorarios?

Y él me responde, gruñendo:

—Betty, ¿alguna vez piensas en descansar?

Además de la promoción del libro y de las conferencias, las cosas progresan por lo que se refiere a la película. Harry y Mary Jane me hacen ir a California para entrevistarme con Brian Gilbert, que está muy interesado en la realización.

«Me gusta su historia, pero quiero un nuevo guión. Y el mejor modo para mí de dirigir esta película es volver a escribirlo con usted.»

Brian me gusta a la primera. Le encuentro a la vez alegre y modesto, y, sobre todo, preocupado por ajustar el guión lo más posible a la realidad.

Realizo varios viajes a Los Ángeles durante esos dos meses, para ayudar a los guionistas en su búsqueda de esta realidad. Cada día, vamos a los restaurantes iraníes y a los círculos culturales persas. Presto oídos, y en cuanto oigo pronunciar una frase en parsi, se la traduzco a Brian. Éste, por su parte, observa cómo las personas comen, beben, hablan y se comportan, así como la costumbre de las mujeres de caminar unos pasos detrás de los hombres.

Llegado el verano, Brian viene a pasar una temporada a Michigan, a mi casa, para impregnarse de nuestra vida y sumergirse en los álbumes de fotos. Las fotos de «antes». La de Moody en una piscina azul, levantando a Mahtob en sus brazos, riendo con ella…

Incluso después de su regreso a Londres, donde se ha puesto a escribir, Brian permanece en contacto conmigo por teléfono o por fax. Parece realmente haber comprendido lo que yo quería transmitir en esta película. Pero ¡ay!, cuando el guión final llega a mis manos, la emoción verdadera, esa que yo quería comunicar al espectador, continúa ausente. Es desesperante.

Pese a todo el trabajo realizado, sigue estando dentro del mismo estilo que me habían presentado dos años antes. Como no tengo nada que perder, me digo que ya es hora de que tome cartas en el asunto.

En lugar de llamar a producción para quejarme, contrato a una canguro para Mahtob, y emprendo la tarea de reescribir sobre la marcha las primeras escenas de Brian. Me paro en cada detalle de mi vida en Irán, hasta en el más insignificante, en los matices que nadie más que yo puede conocer. Evidentemente, no tengo nada de guionista profesional, pero soy la única, junto con Mahtob, que ha vivido esta aventura, y me esfuerzo en expresar en cada página la intensidad de mis emociones de entonces.

Al cabo de cuatro días de este trabajo encarnizado durante la mayor parte del día y de la noche, estoy en condiciones de remitir a los productores una buena parte del guión. Y al día siguiente recibo el mensaje de Harry Ufland en mi contestador automático: «¡Nos has dejado de piedra! ¡Es exactamente lo que queríamos!»

Estoy plenamente enfrascada en mi trabajo, cuando suena el timbre de la puerta. Se trata de un paquete de una agencia de transportes. Sé lo que contiene el paquete, y llamo a Mahtob, la cual rezonga:

—¿Otro de esos guiones tontos…?

Empleo la paciencia para convencerla de que vaya a abrir la puerta. Ella acaba por ceder, y la contemplo mientras forcejea con el paquete. Finalmente, consigue desgarrar el papel, y mete su nariz en la caja.

—¡Oh…! ¡Mi conejo! —Medio se atraganta—. ¡Es mi conejo!

Una sonrisa se dibuja en su rostro. Mi hijita abraza el conejo verde y blanco, réplica exacta de su animal de felpa favorito que tuvo que abandonar en Irán.

—¡Pero qué pequeño es!

Sostiene al conejo de ochenta centímetros ante sí, sin comprender que es ella la que ha crecido. Lo estrecha contra su pecho, lo cubre de besos, empieza a bailar un vals con el conejo
Bunny
en sus brazos, como tan a menudo hacía.

Hace mucho tiempo que Mahtob no es tan feliz. Se sienta en el diván, con
Bunny
a su lado. De pronto, la sonrisa se apaga. La mirada se vacía, se hace oscura, insondable. Piensa en Irán. Tiene el semblante triste, y empiezan a correr lágrimas por su cara.

Bunny
acaba de recordarle a su padre, el hombre que antaño había sabido ofrecerle tanta ternura y seguridad.

—¿Mahtob? Mírame.

Para ahuyentar los demonios, le cuento la historia del nuevo
Bunny
:

—Fue Mary, la hija de tu maestra, la que propuso fabricarlo. Yo le di las medidas de
Bunny
y una foto. Se le parece, ¿no?

—Es su hermano.

Lo dejamos sobre la cómoda de Mahtob. Vuelve a ocupar su lugar de guardián de felpa en la habitación, como antaño. Mahtob no logrará acostumbrarse a asumir el doble recuerdo de este padre enigmático, demasiado tierno un día, tan cruel al siguiente. Y lo mismo me ocurrirá a mí. La mirada hecha de botones de botín del conejo
Bunny
, testigo perdido y reencontrado, me emociona tanto como a un niño.

Su hermano no pudo escapar de Irán, y me pregunto por un breve instante si aún estará allí, vestigio simbólico en una habitación vacía, o si lo habrán tirado, destruido…

El teléfono me saca de mis reflexiones. Es la voz ronca de Marilyn:

—¿Betty? Estoy nerviosa con lo de mañana…

Marilyn es mi problema actual. El caso en que estoy implicada totalmente. Mañana, estoy citada en calidad de asesora ante un tribunal que va a deliberar sobre la custodia de sus hijos.

Le he dedicado mucho tiempo, la he alojado incluso en mi casa en un período en que ella jugaba al escondite con el tribunal, y se negaba a llevar a sus hijos ante el juez. «Antes morir —decía—. ¡Él se los va a llevar!»

«Él» es Feridun. Es iraní. Yo entré en la vida de la pareja en el momento en que Marilyn era rehén de su marido con sus cuatro hijos, en su propia casa de Detroit. Él le impedía salir, la obligaba a leer el Corán en la mesa ante los niños. Le pegaba, le impedía ver a su familia, registraba sus conversaciones telefónicas, la amenazaba con incendiar la casa si ella no obedecía. Incluso había almacenado gasolina en el garaje…. Eso cuando no amenazaba con despeñar el coche con toda su familia desde un puente.

Fue preciso que su hermana pidiera ayuda en una iglesia de Detroit, que mi tía estuviera precisamente en esa iglesia y que, a su vez, me llamara. Ese peligro yo lo conocía bien. Un día, Feridun decidiría ir a vivir a Irán con o sin Marilyn, pero con los niños. Marilyn no tenía mucha defensa que oponerle. Con cuatro niños a su cargo…

Con la ayuda del gobierno federal, al principio conseguí ingresarla en un refugio para mujeres maltratadas, pero no pudo quedarse allí más que treinta días. Arnie se hizo cargo de su caso, y la mujer pasó de un refugio a otro, hasta instalarse en Minnesota. Siguió unos cursos para obtener un diploma. Marcha mejor desde hace un año y medio, que es el tiempo que hace que la conozco, y afronta la legalidad con más tranquilidad. Terminada la época en que lloraba, desplomada sobre mi mesa, se pegaba al teléfono durante horas, desembarcaba en mi casa con sus hijos a la espera del próximo refugio de mujeres maltratadas… guardaba su coche en Ohio, por miedo a que la descubrieran, alquilaba otro para ir a ver al juez de Michigan, el cual la amenazaba con encarcelarla si ella continuaba «secuestrando» a sus hijos y negaba el derecho de visita a su marido.

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