No sin mi hija 2 (9 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

Verdaderamente ha tenido suerte de conservar la vida.

La espera en las urgencias es infernal, no hay cirujano ortopédico de guardia y tengo que trasladar a John al hospital de Carson, que conozco bien y en el que confío. Allí fue donde conocí a Moody, y también allí cuidaron muy bien de mi padre.

El trayecto en ambulancia es una auténtica tortura. Voy sentada delante y le suplico al chófer que se dé prisa.

El más pequeño bache arranca gemidos de dolor a mi hijo. Si pudiera vivir esta tortura en su lugar, si pudiera al menos aliviar su sufrimiento por unos segundos…

Roger Morris, nuestro médico de cabecera y amigo desde hace mucho tiempo, nos espera en la sala de urgencias.

Comienza por coser los cortes de John, mientras los especialistas desfilan por su cabecera. Un interno, el cirujano ortopédico y un cardiólogo se afanan alrededor de él.

Pese a todos los esfuerzos, el estado de John empeora minuto a minuto. Su rostro se ha vuelto gris, su respiración difícil; indicios de fallo cardíaco. Las posibles lesiones que afectan a los riñones y demás órganos internos son aún más inquietantes.

Pasan horas antes de que los médicos decidan trasladarlo en avión al hospital universitario de Ann Arbor, el corazón de uno de los grandes centros de traumatología norteamericanos.

Cuando hay que desplazar a mi hijo de la cama de urgencias a la camilla y transportarle hasta el helicóptero que aguarda fuera, grita de dolor a través de los pasillos, el vestíbulo y el aparcamiento del hospital.

Observando la angustia en mi rostro, el cirujano trata de tranquilizarme:

—No se inquiete, su hijo no se acordará de nada.

—¡Dígame que va a vivir!

—Científicamente, nada me permite afirmarlo, pero tengo la convicción de que saldrá bien librado.

Mi amiga Jan me conduce a Ann Arbor, a tres horas de camino. Durante el trayecto cierro los ojos y rezo. Tres horas de angustia, tres horas interminables. Sin ella, creo que no hubiera podido conducir el coche.

De vez en cuando me enfurezco interiormente contra el destino que se encarniza conmigo. Mi padre, mi hijo… ¿Soy culpable de algo? ¿Por qué me castigan?

Encuentro finalmente a John en el amplio complejo hospitalario. Respira más regularmente gracias al oxígeno, y parece mejorar. Ahora está en una cama, no le moverán; puedo respirar un poco y esperar, sin quitarle los ojos de encima. Finalmente, avanzado el día, deciden operarlo. La intervención dura nueve horas. Y aún, me dicen los cirujanos, no han podido operarle más que la cadera y la pierna. Hay que dejar que el brazo cicatrice. La operación es un éxito, pero John seguirá en estado crítico durante más de una semana.

El resto de la familia ha vuelto a casa, y yo he tomado una habitación en el hotel del centro médico, reservado a las familias de los pacientes. He anulado, por supuesto, la continuación de mi gira de promoción del libro.

Durante los primeros días, John está aún tan abrumado por el sufrimiento que apenas responde a las personas que trajinan alrededor de él. Yo permanezco en la habitación, sentada cerca de su cama, contemplándole durante horas, rezando incansablemente para que ese cuerpo torturado, cautivo de la escayola y cosido, vuelva a la normalidad.

Y doy gracias al cielo de que esto no haya ocurrido durante mi estancia en Irán.

Estoy aquí, cerca de John, en el momento en que tanta necesidad tiene de su madre para reconfortarlo y demostrarle su amor.

El brazo se cicatriza lentamente… pero quedará deformado.

Prisionero de su concha, John no puede hacer el mínimo gesto sin ayuda y sin dolor. Hay que lavarle, darle de comer, izarle con un aparejo para que haga sus necesidades. Un verdadero calvario para un muchacho tan activo y bullicioso.

Una vez atenuado el primer choque, se aferra a mí como a una razón de vivir. Aterrorizado ante la idea de quedarse solo.

Cada vez que le dejo para ir a mi habitación a tomar una ducha o a dormir un poco, me hace llamar con las enfermeras. Tras lo cual, traslada su rabia hacia mí y reclama cosas sin cesar. Mi hijo es un bebé enfermo, celoso y posesivo.

Las enfermeras me tranquilizan diciéndome que ven cosas así todos los días. Los supervivientes de accidentes mortales suelen atacar a los que más quieren.

Las heridas del rostro están casi cicatrizadas ahora. Roger Morris ha realizado un excelente trabajo de sutura; pero las heridas psicológicas continúan infectadas…

—¿Por qué a mí, mamá? ¿Por qué? ¿Y si no puedo volver a andar? No te vayas…

Me esfuerzo por devolverle la serenidad; sé muy bien que lo superará, igual que lo demás.

Seis semanas después del accidente, John puede regresar a casa, pero aún requiere cuidados médicos permanentemente, y eso durará cuatro meses más.

Sigue prisionero de una concha de escayola; cada vez que tiene necesidad del barreño, hay que utilizar una palanca hidráulica. Más tarde, para que pueda bajar y volver a subir a su habitación, hago instalar una silla deslizable en la rampa de la escalera.

Mi desaparición, la muerte de su abuelo, y ahora el accidente que ha estado a punto de matarle, es más de lo que podía soportar. Sigue preguntando: «¿Por qué yo? Pero ¿por qué?»

De repente John hace notables progresos. En enero de 1988 consigue por primera vez llegar a saltitos en su concha de yeso hasta la cocina, para preparar allí galletas de chocolate. Estudia con un profesor a domicilio, y respeta puntualmente sus exigencias. Ha apostado a que en junio conseguirá el diploma de la escuela superior.

Le han quitado una parte de la escayola, pero le falta aún fuerza para desplazarse con muletas. Los médicos le han autorizado a participar en la ceremonia de entrega de diplomas, a condición de que lo haga en una silla de ruedas, pero eso no le va. Todos los días se entrena con muletas, obstinadamente, y, el día de la entrega de diplomas, entra en la sala del gimnasio de la escuela, junto con sus compañeros, al compás de la música.

Cuando le llega el turno de recibir el diploma, se adelanta con sus muletas, solo, animado de una energía formidable y seguro de sí mismo.

Todos sus compañeros le aclaman. Cada uno de ellos sabe que hubiera podido no estar allí, y con qué coraje se ha debatido para conseguirlo. A fin de cuentas, ha tomado este accidente como un golpe muy duro que le descargaba la vida, pero también como una ocasión de rechazar el fuera de combate. Debe de ser cosa de familia.

A pesar del tiempo y la energía que dedico a John, la red de llamadas telefónicas sigue Funcionando. Paso de un padre abandonado a otro. De John al teléfono, del teléfono a Mahtob, de Mahtob al teléfono, del teléfono a Teresa, de Michigan a Washington, a California, a Texas, a Virginia…

Mi línea telefónica da la vuelta a un buen número de estados, y mi única satisfacción es que mis interlocutores no se sienten ya solos, están conectados unos a otros, se atreven a tener la esperanza de recuperar algún día a sus hijos, como yo.

Con algunos de mis interlocutores comienzan a entablarse relaciones personales; el anonimato del teléfono ya no es suficiente. Así es como conozco a Kristine Uhlman, el ejemplo vivo de la obstinación, de la rebeldía y la desesperación.

Su historia comenzó en 1975, cuando se casó con un estudiante saudí, Mustafá Ukayli, un buen hombre al que ella había conocido en el centro universitario de Lutheran, Ohio. Muy pronto tuvieron dos hijos: Maisoon, una niña nacida en 1977, y Hani, un niño, año siguiente.

Mustafá se mostró al principio como un marido y padre ejemplar. Generoso, tierno con los niños; su familia política le encontraba perfecto. Físicamente, era el tipo mismo del príncipe azul, Kristine es una mujer guapa, inteligente, que ha cursado estudios de ingeniería. No imaginaba ni por un segundo que ese romance al estilo de
Las mil y una noches
con su esposo saudí pudiera convertirse en el infierno.

—Nadie jamás me había levantado la mano. Cuando Mustafá se volvió violento, fue como si el mundo se hubiera vuelto al revés. Un hombre al que amas, tierno y amable, que se transforma de repente en una especie de bruto, es algo inimaginable al principio. Pero la cosa no duró mucho; ¡huí con los niños!

—¿Cómo? ¿Pediste el divorcio?

—No tuve tiempo. Me escondí al principio; mis padres no comprendían nada, ¡tanto más cuanto que tuvo el descaro de ir a instalarse en su casa!

—¿Para qué?

—Sobre todo para hacer comedia. No dejaba de sollozar, y contaba cosas del estilo de: «Compartimos los mismos valores: vosotros sois católicos, yo creo en el Islam, pero amo a mi mujer y a mis hijos.» Era yo la que no tenía moral… ¡de aceptar palizas! Y durante todo ese tiempo se las arregló para bloquear nuestra cuenta ¡y hacer todos los papeles necesarios para robarme los hijos!

—¿Cómo te encontró?

—No lo sé; yo ni siquiera me comunicaba con mis padres. Incluso cambié de nombre, pero yo sabía que él haría lo imposible para recuperar a los críos. Y lo consiguió. Jamás olvidaré ese día. El 11 de septiembre de 1981, los secuestró por la fuerza, delante de la casa en que me había refugiado. ¡No tardó más de un minuto! Tres días después, un tribunal islámico de Arabia Saudí le concedió el divorcio, la custodia de los niños y la administración de todos nuestros bienes. Yo quedé completamente despojada. Por eso estoy resentida con el gobierno americano. No han hecho nada por mí, no hay nada, ninguna ley que nos proteja. Mi derecho de custodia ante la ley americana no vale nada, y mi queja por el secuestro tampoco. Fui a la embajada de Arabia Saudí, y me prometieron ayudarme a «visitar» a mis hijos… pero con una condición: ¡nada de escándalos en la prensa!

—Dicen eso a lodos los padres… lo oigo a diario.

—Es demasiado fácil. Decidí ir a Arabia Saudí y pedir ante un tribunal islámico que me devolvieran mis hijos. Soy ingeniero, e hice una petición para ir a trabajar allí. ¡Eso me llevó casi dos años! Pero una semana después de mi llegada me encontré en la cárcel.

—¿Bajo qué acusación?

—¡Aún no lo sé! La primera noche, fui agredida por una lesbiana; nadie hablaba inglés, no había ni un colchón, ni una sábana, nos daban de comer una vez de cada dos; ¡al parecer, corresponde a la familia de los, prisioneros proveer la comida! Cinco días de angustia. Finalmente me soltaron, sin explicación alguna, y a partir de ese momento asedié su Ministerio de Asuntos Exteriores. Durante tres meses les puse la cabeza loca, quería conseguir el permiso para ver a mis hijos y presentarme ante un tribunal islámico. Teóricamente la ley estaba a mi favor, ya que la custodia de los hijos se confía siempre a la madre hasta la edad de siete años.

—Sí, pero tú eres extranjera…

—Residía legalmente en el país, tenía un empleo… Debería haberme beneficiado de esta ley.

—¿Cuándo conseguiste finalmente ver a los niños?

—¡Dos años después del secuestro! Mi hijo Hani tenía cuatro años. Me contó el secuestro. Un individuo disfrazado de Papá Noel ayudó a su padre, les dieron juguetes para que dejaran de llorar. ¡Se acordaba de todo! Maisoon estaba aterrorizada.

—¿Y el tribunal?

—Una semana después de haber visto a los niños, pasé ante la
shariah
. ¡Por fin! Era la primera mujer no árabe en obtener este derecho. Al segundo día, mi abogado saudí se plantó ante mí y me dijo: «Estoy desolado, no se gana dinero con los juicios de divorcio.» Y se marchó, ¡dejándome absolutamente sola ante aquel tribunal, con todo el procedimiento en árabe! Al día siguiente, el abogado de mi marido presentó una prueba de convicción al tribunal, contra mí: una foto mía tornada a la salida de una iglesia, con los niños muy pequeños. Y el juez declaró que era imposible conceder la custodia de sus hijos a una mujer así. Cito textualmente: «¡Ello afectaría su creencia religiosa!» No había nada que hacer, había perdido. Decidí quedarme, sin embargo. He trabajado allí un año más. He visto a los niños cinco veces en total. No podía más y volví a marchar a Estados Unidos. El Departamento de Estado no puede hacer nada todavía por mí, nadie lo puede. Me he pasado todo el tiempo al teléfono suplicando a Mustafá que me deje volver a ver a los niños. Me ha autorizado, ¡pero únicamente-en presencia de su nueva esposa! He tenido que dormir en la misma cama que ella, ¡y los niños se peleaban para no estar en mi lado! Mi hija me espetó: «¡América es un lugar malvado, América no tiene mezquitas, América da pasaportes a los judíos!» En cuanto a mi hijo, me miró a los ojos y exclamó: «¡Los míos no son azules, son castaños; soy árabe!»

Kristine lo ha intentado todo, y lo ha perdido todo. Comparada con ella, yo he tenido una suerte enorme. Mahtob está aquí, en su habitación, la oigo jugar, en tanto Kristine levanta sus azules ojos hacia el techo, para no llorar.

—Ya ves, Betty, ya no soy capaz más que de dormir, para poder soñar con ellos. Así me siento reconfortada, sueño que los tomo en mis brazos, que los beso, que los siento, toco su rostro, acaricio los rizos de mi hija.

Ahora Kristine se ocupa de los casos de Arabia Saudí en la red. Cuando el teléfono suena demasiado a menudo y puedo confiarle una «misión», es un alivio también para mí. Entonces se siente más tranquila, menos agresiva; escuchar a los otros quizá la consuela un poco…

El 1 de febrero de 1988, con John casi recuperado, puedo viajar nuevamente. Me reúno con Teresa en e) Departamento de Estado y le informo de la larga lista de mis interlocutores y analizo la situación con ella. Nuestro primer encuentro cara a cara se remonta a agosto de 1986, después de la muerte de mi padre. Hasta entonces no habíamos hablado más que por teléfono, y era extraño sentir tanta amistad y agradecimiento hacia alguien al que nunca había visto.

Teresa es una mujer de treinta y cinco años, alta, delgada, de piel negra y una sonrisa que desborda amabilidad. Algunos cabellos grises, energía para dar y repartir, y una voluntad increíble, pese a su aparente dulzura. Teresa se agotó en el trabajo cuando el Departamento de Estado le confió nuestro caso. Pero Mahtob y yo le hemos ofrecido algo raro en su tarea: un desenlace feliz.

Desde la aparición de
No sin mi hija
han transcurrido cinco meses. Nos encontramos en Virginia, ella y yo, en la ciudad de Alexandra. Estamos en un lugar de lo más sereno, un pequeño y tranquilo café donde nos relajamos después de una larga jornada, ante una cena agradable… Pero, no sé por qué, tengo un mal presentimiento.

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