No sin mi hija 2 (35 page)

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Authors: Betty Mahmoody,Arnold D. Dunchock

Tags: #Biografía, Drama

Al día siguiente, Mariann llama a la sección de menores de la policía local. La envían al Centro Nacional de Niños Abandonados y Explotados. Allí, sin pedirle ni su nombre ni su dirección, ¡le informan de que le mandarán un folleto!

—¿Un folleto? ¿Y qué quiere usted que haga con él? ¡Mi marido se ha marchado a Irak con mis dos hijos! ¿No tiene usted otra cosa para ayudarme?

—En ese caso, llame al Departamento de Estado.

En el Departamento de Estado la escuchan, y luego le explican que no pueden hacer nada: no existe ninguna ley que prohíba a un padre viajar con sus hijos.

Con desesperación, Mariann examina detalladamente los papeles de Khalid, la relación de las llamadas telefónicas, y comprende que él lo tenía previsto al menos desde hace dos años. Desde la primera vez que ella se negó a acompañarle a Irak. En la Biblioteca Nacional consultó artículos sobre el secuestro de niños; las fotocopias están allí. En 1988 obtuvo un permiso de trabajo en su país por intermedio de la embajada de Irak. Lo único que ha hecho en el último momento, dentro de ese plan largamente meditado, ha sido inscribir a los niños en su pasaporte iraquí. Y comprarles ropa; el débito de la tarjeta de crédito lo demuestra. Como demuestra que también se ha llevado «sus» reservas: los treinta mil dólares ahorrados para la casa «de los dos».

Durante semanas, la pérdida de sus hijos sume a Mariann en un estado de depresión física y moral. No consigue comer, vomita todo lo que ingiere. Es incapaz de salir de su casa sin llorar. En cuanto trata de ir a dar un paseo, el recuerdo de Adora, que subía siempre con ella en el coche, desencadena un torrente de lágrimas. Ya no distingue la carretera, y se ve obligada a volver.

A veces, en plena salida, se siente presa de una idea absurda, de la convicción irracional de que Khalid y los niños han vuelto a casa. Se dice: «¡Están en el apartamento, y yo no estoy allí!» Y vuelve precipitadamente. Allí no hay nadie, como es lógico.

Ha perdido todo interés por las antigüedades y los juguetes, y cancelado todos sus viajes. Sabe perfectamente que necesita trabajar, puesto que Khalid se ha llevado todos los ahorros de ambos, pero no consigue soportar una simple entrevista con un empleador.

Esta vida, su vida, que hasta el presente giraba en torno de sus hijos, se ve ahora privada de sustancia. Mariann ha llegado al punto en que su mejor amiga la llama cada mañana para asegurarse de que está en pie.

—¿Qué haces, hoy?

—Nada.

—¡Ah, no! No te puedes quedar sin hacer nada… Vas a telefonear al Departamento de Estado, vas a tomar una ducha y a vestirte. Después vendrás a mi casa y juntas decidiremos el resto del día.

—No te das cuenta, ni siquiera puedes imaginar lo que siento. ¡Si te ocurriera a ti, no lo soportarías! Es como un desgarro en pleno pecho, que no deja de doler, ¡es lo más difícil de soportar!

En efecto, es tan difícil comprender este abismo en el estómago, en la cabeza, esta imposibilidad de vivir, este dolor de cada instante que siente una madre brutalmente separada de sus hijos. Finalmente, gracias al Departamento de Estado y a la intervención del encargado de negocios de la embajada americana en Bagdad, Joe Wilson, Mariann puede hablar con Khalid el 31 de julio de 1990, seis semanas después del secuestro de los niños, dos días antes de la invasión de Kuwait por las tropas iraquíes… pero esto nadie lo sospecha todavía.

Khalid está furioso de que le hayan obligado a esta conversación telefónica. Sin la insistencia de Joe Wilson y la de algunos funcionarios iraquíes, no se hubiera movido. Mariann, por su parte, está fuera de sí:

—¿Dónde están los niños?

—En casa de mi madre, en Mossul. Están bien.

—¿Puedo telefonearles allí?

—No, no hay teléfono. ¡Están bien!

—Pero ¿quién se ocupa de ellos?

—Mi madre, mi familia…

—¿Y a casa de tu hermano, puedo llamar?

—Es complicado; no siempre está.

A partir del día siguiente, Mariann trata de hablar con sus hijos por teléfono. La mayoría de las veces nadie contesta. A veces, un niño descuelga, pero no sabe lo que dice; dice sólo unas palabras en iraquí antes de que corten la línea.

Telefonea también a la asistenta social del Departamento de Estado, regular y obstinadamente, pero sin éxito. Ninguna ley, ningún poder pueden obligar a Khalid a devolver a Adam y Adora a su madre, ni siquiera Joe Wilson, ni siquiera la embajadora April Glaspie, que se ha interesado desde un punto de vista humano por el caso de Mariann…

Y, dos días más tarde, el 2 de agosto de 1990, Irak invade Kuwait. La embajada americana se ve enfrentada con otros problemas. April Glaspie abandona el país; le reprochan no haber comprendido, o previsto a tiempo, las intenciones de Saddam Hussein…

Mariann se encuentra totalmente aislada, ni siquiera puede obtener comunicación con Mossul. Ella había creído que nada podía ser peor de lo que conocía hasta ahora, pero lo que vive a partir de este momento es aún peor. Abatida, abrumada, se queda en casa viendo los informativos de la televisión; ésta será su única actividad durante los seis meses siguientes.

Su historia comienza a conocerse y los medios de difusión de Detroit, y luego la cadena de televisión CNN, establecen contacto con ella. Al principio, Mariann se muestra reticente, pero su amiga la empuja a cooperar:

—Tienes necesidad de ayuda, Mariann. Tal vez en alguna parte hay alguien que puede ayudarte. Haz oír tu historia.

Efectivamente, todo aquello que pueda difundir la voz de Mariann no es inútil. El Departamento de Estado no la olvida, y Joe Wilson continúa ocupándose de su caso, a pesar de las difíciles circunstancias. En septiembre de 1990, con ocasión de un viaje a Mossul, intenta establecer contacto con Khalid. No está obligado a hacerlo, ni siquiera tenía por qué hacerlo —jamás se había implicado en esta clase de asuntos—, pero lo considera una acción humanitaria.

Aunque impresionado por Wilson y por su importante cargo diplomático, Khalid se niega a entrevistarse con él si no es por intermedio de funcionarios iraquíes, exigencia obviamente imposible de satisfacer en aquel momento.

La historia personal de Mariann cobra actualidad. Mientras el mundo entero ve la televisión y escucha las declaraciones de Saddam Hussein y las amenazas del presidente Bush, en alguna parte de la ciudad de Mossul, Adam y Adora, de ocho y cuatro años, nacidos en Estados Unidos, de nacionalidad americana por su madre, pasan unas curiosas vacaciones en una familia y un país que descubren por primera vez.

Un poco más tarde, en septiembre, se presenta una oportunidad.

Khalid quiere inscribir a los niños en una escuela de Mossul, pero necesita copia de sus partidas de nacimiento, certificadas por el Departamento de Estado. Joe Wilson aprovecha la ocasión y propone un compromiso. Su embajada proporcionará los papeles a condición de que Khalid acepte hablar con Mariann.

Unos días más tarde, ésta tiene la sorpresa de oír por teléfono la voz de Wilson, el cual le anuncia una desilusión y una esperanza:

—Su marido está en Bagdad conmigo. Le he propuesto en varias ocasiones que deje marchar a los niños con un grupo de evacuación, puesto que son de nacionalidad americana. Hemos organizado vuelos chárter. Pero se ha negado. Estoy desolado. Sin embargo, ha aceptado hablar con usted. Mantenga la calma, por favor…

Khalid adopta un tono desenvuelto:

—¡Hola! ¿Cómo te va?

Mariann contiene su rabia a fin de respetar la consigna: mostrarse lo más amable posible, dejar la puerta abierta a toda negociación, no provocar a Khalid; de lo contrario, éste no la volverá a llamar.

Mariann le oye decir que los niños están bien de salud y que van a ir a la escuela. E intenta una apertura:

—¿Puedo reunirme con vosotros en Mossul?

—¡Naturalmente!

Esta conversación casi mundana la saca de quicio; sintiendo un nudo en la garganta, se esfuerza por no insultar a Khalid. Desde siempre, él esperaba que ella capitulara. Esta vez ha ganado: ella se verá obligada a reunirse con él. Ante Joe Wilson, representa la comedia de la cortesía y la amabilidad.

—Pediré un visado en la embajada iraquí en Washington. Si surgen dificultades, ¿me ayudarás?

—Por supuesto…

En estos momentos Mariann tiene un objeto en la vida. Para financiar su viaje, liquida todos sus negocios y reúne cinco mil dólares con la subasta de sus objetos antiguos. Se marcha de su casa para no seguir pagando el alquiler y se instala en casa de su hermano y su cuñada, Tom y Mary Ann. Compra luego un billete de avión para Bagdad, pero en octubre le espera una nueva dificultad: la embajada de Irak le notifica que sólo podrá obtener su visado si cuenta con una invitación iraquí.

De hecho, debido a la crisis internacional, no puede ser librado ningún visado sin el aval de un ciudadano iraquí. Khalid acepta un nuevo contacto con ella a finales de octubre. Desde la embajada americana en Bagdad, le asegura que se ocupa del problema.

—Espera mi llamada y estate dispuesta a partir…

Entonces Mariann aguarda y aguarda… y los días y las semanas transcurren, sin noticias. Estados Unidos se prepara para la guerra, el ultimátum del presidente Bush para la retirada de las tropas iraquíes se aproxima. Mariann cae en una nueva depresión. Tiene la sensación de sufrir personalmente el chantaje de Irak; sus hijos son rehenes por dos motivos: por la voluntad de su padre y por la de su país.

Llega Navidad. Durante todo el día la televisión pasa anuncios para los niños, hermosas imágenes de fiesta… salpicadas de amenazas de guerra. El 21 de diciembre, finalmente, Khalid llama desde la casa de su hermano. Mariann pregunta si los niños están allí.

—Adam acaba de salir a jugar…

Entonces ella se deshace en lágrimas:

—¡No me hagas esto! ¡Ve a buscarle, te lo ruego, ve a buscarle!

No ha hablado con sus hijos desde la marcha de éstos, seis meses atrás, y no puede soportarlo más. Como por arte de magia, el pequeño Adam se pone al aparato y dice simplemente.

—Buenos días, mamá.

Y Mariann se echa a llorar.

—Estoy bien, mamá.

—¿Y tu hermana, Adam? ¿Tiene crisis de asma?

—Adora está bien, mamá.

Mariann oye cómo su padre le sopla las respuestas al oído. Adam repite que no tiene problemas de asma, que la quiere, que le manda un beso y que quiere que ella venga lo más pronto posible.

—Intentaré mandarte regalos de Navidad, cariño mío…

—No necesito regalos, mamá; sólo te necesito a ti.

Mariann puede hablar con él diez minutos antes de que la línea se corte abruptamente.

El 25 de diciembre, a las tres de la mañana, es despertada por un funcionario de la embajada de Bagdad.

—¡Feliz Navidad! Tenemos su visado.

Y mientras él le va diciendo, cifra por cifra, el número de télex con que ella debe comunicarse en Washington, Mariann mira fijamente el aparato, diciéndose: «No es posible, se trata de una broma…» No creía ya en ello. La realidad se ha convertido para ella en un desierto de dunas de arena, constantemente en movimiento… un día sí, un día no, al día siguiente quizás.

Compra su billete para el próximo vuelo a Ammán, Jordania, el 12 de enero. La reserva para el trayecto Amman-Bagdad debe ser hecha en Jordania, pues nadie en Estados Unidos puede proporcionar billetes de avión para Irak. Mariann tiene tan poco dinero que teme verse obligada a quedarse en Ammán, lejos todavía de Bagdad. Y sabe que debe adaptar su programa de viaje al ultimátum americano. El 15 de enero, Saddam Hussein y sus tropas tiene que retirarse de Kuwait…

El día en que Mariann ha de partir para Jordania, Estados Unidos cierra su embajada en Bagdad. Se acabó el contacto con Joe Wilson. Todo el tranco aéreo con Irak es suspendido. Para Mariann, se trata nuevamente de la espera…

Khalid llama cada vez con más frecuencia, como si estuviera seguro de él y de su poder sobre ella:

—¡Sólo tienes que esperar al fin de la guerra! ¡Esto terminará en dos semanas! Y no te inquietes, los niños están seguros aquí.

—¡Seguros, en Mossul! ¡Están en plena zona de combate!

—No, en absoluto; todo está tranquilo aquí. Y no durará mucho tiempo, ya verás…

Lo que Khalid no dice es que va a mudarse, con los niños y unos cincuenta miembros de su familia, a una granja que posee en un pueblo, y que piensan quedarse allí durante toda la guerra. Probablemente piensa que no debe decir una verdad tranquilizadora para Mariann.

Ésta ya no vuelve a tener noticias durante toda la guerra.

Las relaciones diplomáticas se han roto; Joe Wilson se ve obligado a abandonar Bagdad con los demás funcionarios.

Mariann se ve condenada a seguir, como hipnotizada, las informaciones televisadas; condenada a esperar. Duerme poco, con un sueño agitado, unas horas por la noche. Está presa en la tormenta internacional.

El 16 de enero, por la noche, Mariann enciende su televisor, que había apagado media hora antes. Y es pillada en frío por el primer ataque aéreo sobre Bagdad. Se precipita entonces a casa de su amiga Lee, y, juntas, pasan toda la noche viendo las informaciones. A partir de ese momento, Mariann ya no se aparta de la radio o de la televisión las veinticuatro horas del día. Tiene necesidad de verlo todo. Si no, su imaginación se pone a delirar, piensa en los niños, en todos los horrores que pueden ocurrirles.

Mariann empieza a reunir toda la documentación posible sobre Irak, pese a que, en conjunto, las informaciones disponibles son limitadas. A pesar de que la periferia de Detroit es sede de la mayor población árabe-americana de Estados Unidos, la biblioteca municipal no posee ningún libro sobre Irak publicado después de 1972, antes de la llegada de Saddam Hussein al poder. Mariann encuentra un plano detallado, que fotocopia y cuelga de la pared de su habitación, junto con artículos de periódicos y de revistas. Organiza su pequeño centro de documentación para seguir al detalle el desarrollo de las operaciones, la dirección de los ataques aéreos.

Hay pocas informaciones sobre Mossul, pese a que se trata de la tercera ciudad de Irak. Éste es un vacío que Mariann sufre con más desaliento aún cuando, en la primavera de 1991, la rebelión kurda se despliega a unos kilómetros del lugar donde viven sus hijos.

Un día, cuando ella está haciendo
zapping
sin descanso por todas las cadenas de televisión, se detiene en un programa documental que habla de las ruinas de Nínive. Allí tiene finalmente un primer vistazo de Mossul: una extensión de pequeñas construcciones de cemento, de pisos bajos, extendidas a lo largo del Tigris; no se puede distinguir un verdadero centro de ciudad. Entonces se siente mejor, más cerca de sus hijos. No puede tocarlos ni hablar con ellos, pero al menos dispone de la posibilidad de imaginarlos en su escenario cotidiano.

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