Las jornadas de Mariann son, en el mejor de los casos, desalentadoras, y, en el peor, desesperantes.
Cuando Irak dispara sus misiles Scuds contra Israel, ella tiene miedo de que Israel responda con ataques que devasten las poblaciones civiles iraquíes. Tiene miedo de una Tercera Guerra Mundial. El 30 de enero, Adam cumple nueve años, y las bombas siguen cayendo. El 24 de febrero, Adora cumple los cinco, y es ese momento cuando se desencadena el ataque terrestre. Miedo, tiene miedo permanente. Y lágrimas intermitentes.
En marzo, la estancia provisional de Mariann en casa de su hermano dura ya seis meses. Está sin trabajo, no tiene casa propia, se ve privada de sus hijos, y, para que las cosas resulten más difíciles todavía, he aquí que se siente extranjera en su propio país, disgustada con todas las banderas y con todas sus cintas amarillas, símbolos de una esperanza que no se cumple.
Sin llegar a ser partidaria de Saddam Hussein, obviamente está del lado del Irak, porque sus hijos están allí, porque se siente completamente aislada durante esta guerra que casi toda América encuentra normal, en tanto que ella no deja de pensar: «¿Y si mis hijos murieran bajo las bombas americanas?»
Desde el rapto, la mala suerte se ceba en Mariann. La invasión iraquí, los problemas de visado, las preocupaciones económicas, los bombardeos, el enfrentamiento entre la guerrilla kurda y las tropas iraquíes. Le parece que el mundo entero se ha coligado contra ella. Varias veces al día, la CNN difunde los últimos reportajes sobre el desastre de la guerra, y Mariann teme en cada ocasión distinguir allí, en la pantalla, atrapados entre las ruinas, los cadáveres de sus propios hijos. Hasta tal punto que le confiesa a su amiga Lee: «Hay veces en que preferiría que estuvieran muertos más que prisioneros allí. Es horrible pensar así, y sin embargo, me digo: Si estuvieran muertos, al menos, podría sentir pena y podría resistir el golpe, continuar viviendo. Pero mientras no sé nada de ellos, no dejo de sufrir.»
Si bien Mariann pierde la esperanza en el futuro, ciertos elementos positivos la mantienen a flote. El primero data de noviembre de 1990, cuando ella participa en el seminario sobre secuestros internacionales entre padres. Allí toma conciencia de que el problema está nías extendido de lo que ella creía, y el testimonio de Christy Khan le impresiona mucho. Christy preconiza el acercamiento entre las culturas islámicas y las occidentales a fin de permitir una mejor comprensión de los matrimonios mixtos.
Para Mariann es un día particularmente duro, y llora durante todo el discurso de Christy, que al final acude a consolarla:
«Quería solamente abrazarla. En su caso, comprendo perfectamente que tenga usted deseos de enviar al diablo todo lo que yo digo, pero hay que conservar la esperanza.»
Intercambian sus números de teléfono, y, una semana más tarde, Christy lleva a Mariann a casa del imán Mardini, el dirigente musulmán de la región de Detroit, ante el cual ella había pronunciado sus votos islámicos.
Mariann tiene miedo de ir, no se ha reunido con un imán en su vida, pero éste se muestra muy amable y particularmente realista. Es un hombre de paz, que tiene sus propios problemas debido a la guerra: un sentimiento antiárabe se ha desencadenado en la región, y el centro musulmán acaba de ser devastado por segunda vez. No obstante, dedica el tiempo necesario para escuchar a Mariann, y promete ponerse en contacto con ciertas personas en Irak. «El comportamiento de su marido nada tiene de islámico. Nuestra cultura valora por encima de todo la importancia de una vida familiar estable. No quieras para los demás lo que no quieres para ti.»
Más tarde, en enero de 1991, la CNN organiza en mi casa una doble entrevista con Mariann, que acaba de leer
No sin mi hija
, y ha encontrado en el libro cierto consuelo moral. Pero la pobre está tan pálida, tan desamparada ante las cámaras…
«Todo el mundo me pregunta si conozco a Betty Mahmoody. Tengo la impresión de conocerla desde siempre. Nos han comparado porque nuestras historias son algo similares, pero también porque todo el mundo confunde regularmente Irak con Irán. Pero es algo distinto para nosotras, es una relación particular. Betty sabe escuchar; no se limita a decir a las personas como yo: “¿Y por qué se ha casado usted con un iraquí? ¿Por qué no ha hecho esto, o lo otro…?” Betty comprende. Lo que ella ha escrito tiene una enorme influencia sobre la manera en que yo veo las cosas. Una puede estar furiosa, vindicativa, volverse espantosamente malvada o hipócrita, y también puede mostrarse complaciente. Al principio, cuando Khalid se llevó a los niños, estaba encolerizada, hubiera podido decir muchas cosas sobre él en los medios de comunicación. Pero me contuve gracias a personas como Betty, que me enseñó que todos los insultos del mundo no me devolverán mis hijos… Y lo más importante para mí es su apoyo. Cuando dije: “Iré a Irak si es preciso”, ella me respondió: “Si Mahtob estuviera allí, yo iría.”»
Por duro que le resulte a Mariann contener su cólera, aún es más duro establecer relaciones con la comunidad iraquí-americana. No siente el menor deseo de encontrarse con iraquíes que le recuerden a Khalid. Sin embargo, en marzo de 1991, después de la operación Tormenta del Desierto, ya no soporta más contemplar impasiblemente los reportajes sobre niños iraquíes mendigando comida a los soldados. Necesita hacer algo. La televisión le ha recordado la existencia de un grupo humanitario de iraquí-americanos, en Detroit, que hace colectas para comprar comida y medicamentos. Y se presenta como voluntaria.
El grupo es restringido, pero, como cuatro voluntarios acaban de partir para Irak llevando consigo víveres y cartas de padres que viven en Estados Unidos, le proponen a Mariann que atienda el teléfono de la oficina. Al principio acude dos o tres veces por semana; en abril ya trabaja de lunes a viernes, siete horas al día. La demanda de información es enorme, y a ella le gusta estar en el centro de los acontecimientos, estar al corriente de las últimas informaciones sobre las condiciones interiores de Irak. Pero este trabajo ofrece ciertos inconvenientes: todas las personas de la oficina de ayuda hablan árabe entre ellas, o caldeo, un dialecto utilizado por los católicos iraquíes, y Mariann se siente a veces excluida, casi dispuesta a abandonar. Pero, cada mañana, recuerda mis consejos y vuelve al trabajo.
Con el tiempo, experimenta algo asombroso: es posible una comprensión instintiva del otro, a pesar de la barrera del lenguaje. En el grupo, todos admiten que Khalid ha hecho mal en llevarse a los niños, y finalmente Mariann descubre que sus colegas tienen muchas cosas en común con ella. Especialmente el horror a los bombardeos y la imposibilidad de protestar contra la guerra por miedo de ser considerados malos ciudadanos.
Al hilo de las semanas, el trabajo voluntario de Mariann se revela como una fuente de mutuos descubrimientos. Y cuando sus compañeros comprenden que ella no siente ninguna hostilidad hacia su pueblo, la aceptan como uno de los suyos.
El vicepresidente del grupo de ayuda, Shakir Al-Khafaji, un arquitecto apacible e infatigable en su voluntariado, organiza viajes humanitarios a Irak. En mayo de 1991 Mariann recibe finalmente una carta de Khalid, fechada dos meses atrás, en la que le informa que han sobrevivido a la guerra, que los niños están bien de salud y que se han quedado en el pueblo todo el tiempo de los bombardeos. Es un alivio inmenso, pero no suficiente. Realmente no. Tiene necesidad de estar con los niños. Tiene necesidad de estar con sus hijos.
«Shakir, me siento capaz de vivir el resto de mi vida en el Irak, si hace falta. Ésta es la ocasión. Llévame allí.»
Así es como Mariann se encuentra formando parte de una delegación humanitaria, cuya partida está prevista para finales de junio de 1991. No todo el mundo aprueba esta elección; un asesor legal del Departamento de Estado incluso intenta disuadirla.
«¡No puede usted ir a Irak; es una locura! Admitiendo que lo consiga, ¡no podrá salir de allí!»
Mariann me telefonea, enfadada:
«No quiero volver a oír hablar del Departamento de Estado; me niego a perder el tiempo escuchando discursos negativos. Es ya bastante difícil tomar la decisión de partir. Ni siquiera sé si aún disparan contra los americanos… Khalid quizás ha cambiado de opinión a propósito de mi estancia, quizás se le ocurra retenerme como rehén, o impedirme ver a mis hijos. Si les escuchara, no haría nada… ¡Tengo miedo! Naturalmente que tengo miedo, ¡pero debo hacer algo!»
Mariann emprende un combate cotidiano consigo misma. Los medios de comunicación han hecho de su historia una especie de cuento de hadas hablando de ella como de «la mujer que quiere tanto a sus hijos que está dispuesta a arriesgarlo todo para ir a vivir a Irak», como si ella se dispusiera a efectuar un descenso a los infiernos… Los periodistas no han dejado de preguntarle si tendría el valor de ir —y yo misma he afirmado que, en su lugar, iría—. Así pues, hay que partir, como todo el mundo espera. Pero su historia no tiene nada de cuento de hadas, su historia es una pesadilla permanente. Tiene miedo de ir a un país desconocido, puesto en el banquillo de las naciones, miedo de enfrentarse con su marido, miedo de la guerra…
Shakir, el presidente del grupo humanitario, obtiene para ella un visado, así como la protección de la Media Luna Roja iraquí y de la Cruz Roja Internacional. También ha recolectado trescientos dólares para subsistir durante la escala de cinco días en Ammán. Esta vez, Mariann está entre la espada y la pared.
Y parte valerosamente a tratar de recomponer su matrimonio con Khalid, por amor hacia sus hijos.
Después de un viaje de diecisiete horas en autocar y una espera de cuatro horas en el control de la frontera jordana, el grupo llega a Bagdad el lunes 1 de julio.
El martes, dejando que sus compañeros realicen sus tareas —visitas de hospitales, distribuciones de medicamentos y de leche—, Mariann trata de localizar a Khalid. Su único punto de referencia es una pensión familiar en Bagdad donde se alojó cuando vino a Mossul, convencido por Joe Wilson de que fuera a la embajada para hablar con su mujer.
El empleado se acuerda de su nombre y promete intentar transmitir un mensaje a Mossul, ya que las comunicaciones aún no se han restablecido.
Durante su recorrido por la ciudad, Mariann se da cuenta del impacto de la Tormenta del Desierto sobre la capital iraquí. De los cinco puentes que cruzan el Tigris, cuatro están hundidos, bloqueando la circulación, bajo un calor infernal. Alrededor del hotel, el célebre Al Rashid desde donde la CNN había transmitido durante la guerra, los principales inmuebles han sido bombardeados. Innumerables casas han sido derribadas, y un barrio entero ha sido destruido por una bomba que falló su blanco: un puente próximo. Quinientas personas habían sucumbido con motivo de este ataque. A lo largo del río varios hospitales han sufrido la misma suerte. Por todas partes no hay más que tiendas y restaurantes en ruinas.
Por la noche, Mariann y su grupo cenan en un restaurante del centro de la ciudad, iluminado con velas debido a los cortes de corriente. Hacia las once de la noche, un hombre se acerca a su mesa y pregunta por ella.
—¿Mariann Saieed?
Habla árabe, y a Mariann le traducen lo que dice el misterioso hombre:
—Hemos conseguido avisar a su marido. Vendrá a buscarla mañana con los niños.
El mensaje que había dejado en la pensión, así pues, ha sido transmitido. Mariann se siente exultante ante la idea de reunirse con sus hijos, pero, no obstante, se deshace en lágrimas. Desde hace meses, la más pequeña emoción, la más mínima noticia, la hace llorar.
Miércoles, diez de la mañana. Mariann, sentada en el amplio vestíbulo del hotel Al Rashid, aguarda con ansiedad. De repente, al darse la vuelta, los ve, allí, justo a sus espaldas.
¡Por fin! Los tiene en sus brazos, por primera vez desde hace un año. Adam, Adora…
Los murmullos del vestíbulo se interrumpen. Todas las miradas se dirigen a este reencuentro emocionante.
Adora es una encantadora niña de largos cabellos negros. Parece vacilar, pero luego responde de buena gana al abrazo de su madre. Adam, criatura delgada y de sonrisa enternecedora que muestra sus nuevos dientes de adulto, mira a su madre fijamente. Como una aparición.
Mariann está fascinada y sorprendida por su cambio. Antes, siempre iban bien vestidos, bien aseados. Ahora no hay nada de eso. Adam, por lo demás, un niño lleno de vida, le parece anormalmente tranquilo. Adora ha olvidado su lengua materna. Con mirada inquisitiva, oye a su madre preguntarle:
—
How are you? How are you?
Khalid se excusa:
—No habla inglés. He tratado de hablarle en inglés, pero aquí todos hablan árabe.
—Bien, eso va a cambiar; ahora yo estoy aquí.
En un aparte, Adam se confía un poco:
—Sabes, cuando vinimos aquí con papá, fue horrible. Después, como tú no venías, yo veía tu figura en mi cabeza. Quería una foto tuya, sólo una foto… Pero él no me la dio.
—Ahora estoy aquí…
—¿Nos marcharemos después de las vacaciones? ¿Vamos a volver allá?
¡Las vacaciones! ¡Unas vacaciones de un año! Esto fue lo que Khalid le contó a Adam. Era de esperar. Un padre que huye como él no les dice a sus hijos: «¡Atención, os estoy raptando; no volveréis a ver a mamá!» Se sirvió de ellos como de un objeto de chantaje, para hacerla venir. Es algo odioso, y Mariann no ha olvidado su cólera hacia él. ¡Pero es tan feliz de volver a verlos! Incluso él, a fin de cuentas, es un rostro familiar en este mundo desconocido, un vínculo con el pasado. Aunque no ha cambiado mucho. Siempre distante, parco de palabras. En este reencuentro, ciertamente extraordinario, no ha tenido ni un gesto de afecto particular por su mujer. Ni una explicación. Se marchó; a ella le correspondía venir, o no. Eso es todo.
Su situación, la de los dos, no está nada clara. ¿Van a reanudar la vida de pareja? ¿Van a destrozarse nuevamente?
—¿Qué habrías hecho si yo no hubiera venido?
—Oh, te hubiera podido enviar los papeles del divorcio por correo, ¡pero no hubieses vuelto a ver a los niños!
—¿Y por qué no lo has hecho?
—Me molestaba hacerlo así. Sé que te necesitan, quería que vinieras.
Y ni siquiera tiene la sensación, al expresarse con tanta claridad, de que ha hecho chantaje. ¡Es desconcertante!
El tiempo está pesado, los niños juegan en la habitación del hotel, y Mariann se sacia de su presencia. Khalid descansa, echado en la cama, nuevamente silencioso. Ni siquiera ha hecho preguntas sobre el grupo que le ha permitido a su mujer reunirse con él. Se guarda mucho de interrogarla sobre el visado provisional que ha conseguido. Treinta días. ¿Y después?