—Estoy embarazada.
—Bueno, ni hablar de tenerlo. No lo quiero.
—Ya sé que no lo quieres, pero será mejor que te acostumbres a la idea…
—¿Por qué me has hecho esto? ¿Para destruir mi futuro? ¿Para que no pueda estudiar? ¿Para obligarme a encontrar un empleo para daros de comer?
—Para hacer un hijo… se necesitan dos. Yo no te he obligado. Si no lo querías de ningún modo, a ti te tocaba tomar precauciones. No solamente a mí.
—Arréglatelas, eso no me concierne.
Una semana de silencio. Silencio en la mesa, silencio por la noche. Khalid no le dirige la palabra a la joven con la que tanta prisa tenía por casarse. Mariann plantea un ultimátum:
—Esto no puede continuar, toma una decisión. ¿Tengo derecho a tener el hijo, sí o no?
La respuesta: un portazo. Siempre sin pronunciar palabra, Khalid coge su bolsa y se marcha. Deja a Mariann sin coche, sin dinero para vivir, pues su empleo le reporta muy poco. Se da una vueltecita por el domicilio conyugal cada tres semanas aproximadamente, cuando le viene en gana. Mariann no se conforma, evidentemente:
—Haces lo que quieres, ¡y esta semana no he comido lo suficientemente ni tres días! Supongo que para ti ya está bien, ¿no?
—Está bien.
Y se vuelve a marchar. ¿Dónde vive? ¿Con quién? Misterio. Khalid es un hombre misterioso. El bello tenebroso transformado en malvado indiferente. Ha alquilado un estudio en Texas, como un soltero, sin preocupaciones familiares.
Mariann se pregunta qué hacer. ¿Regresar a casa de sus padres? Es la única solución. Es humillante, pero hay que seguir viviendo. En cuanto a tratar de culpar a Khalid, es inútil. Todo resbala en él. Es como la mariposa del dicho: «Si quieres atrapar una mariposa, déjala volar lejos de ti; si vuelve, será tuya.»
Si Khalid va y viene, es que debe apreciar a su esposa. Y Mariann decide esperar a que la mariposa vuelva. Y además, está más preocupada por el próximo nacimiento de su bebé que por la casi desaparición de su padre. ¡Ser madre! El sueño de siempre.
Adam, un niño encantador, viene al mundo cuando Khalid sigue en Texas. El día del parto, Mariann consigue contactar con él por teléfono.
—¡Tenemos un hijo!
Un hijo debería incitar a un padre a desplazarse. Pero no es el caso.
—¿Cómo lo llamarás?
—Adam.
—Bien. Hasta pronto.
Sin embargo, Khalid escribe, y Mariann responde. De vez en cuando, durante las conversaciones telefónicas, Mariann intenta convencerle de que regrese, con la vaga esperanza de salvar lo que queda. Pero, en el fondo, ¿qué queda? ¿Y qué había al principio? A veces, Mariann piensa que quizás haría mejor en asumir sola la crianza de su hijo.
Encuentra un empleo como cartera. Trabajo penoso, en el que hay que estar a la intemperie con toda clase de tiempo, pero es el precio que ha de pagar por el dinero necesario para subsistir. Y también por la independencia. Mariann no puede continuar mucho tiempo a cargo de sus padres.
Adam tiene unos seis meses cuando Khalid regresa al domicilio conyugal.
Siempre igual a sí mismo, silencioso, pero exigente en lo que concierne a sus derechos de esposo, cuando no de padre. Muestra una notable indiferencia hacia el pequeño. No lo cambia, no lo baña, y menos aún le da sus comidas. Todas las faenas del hogar recaen en Mariann, después de su jornada de trabajo. Por la mañana, ésta deja a Adam en casa de la nodriza, lo recoge por la noche, se ocupa de todo en la casa y paga las facturas, mientras Khalid prosigue sus estudios. Parece que ha esperado, para reaparecer, el momento en que Mariann, después de haber encontrado un empleo no muy mal pagado, se ha instalado en un nuevo apartamento. Quizás ha pensado: «¡A fin de cuentas, estaré mejor ahí que en una habitación de estudiante!» Efectivamente, viven en un lugar agradable, una pequeña ciudad en una isla del lago Hurón, cerca de Detroit.
Mariann tiene una carga demasiado pesada sobre sus hombros… y sobre su cuenta bancaria. ¡Si al menos Khalid demostrara un mínimo de ternura hacia su hijo y un mínimo, más pequeño todavía, hacía ella!
—¿No podrías ayudarme un poco?
—Estoy estudiando…
—¿Duermes por la tarde y estudias por la noche?
—¿Quién dice que duermo?
—¡Ni siquiera te has lavado el plato!
—¡No me fastidies por un plato!
No sólo Mariann es responsable de todas las faenas domésticas, sino que, además, ha de ceder al capricho de su marido:
—¡Khalid! ¡No quiero volver a quedar embarazada!
—¡Pues toma precauciones!
Khalid no escucha a su mujer y no toma ninguna precaución… y el resultado no se hace esperar.
Khalid se muestra aún más furioso por este segundo embarazo.
—¿Dos hijos? ¿Quieres que abandone mis estudios? ¿Que trabaje? ¡Te burlas de mí!
—¡Trabajar para mantener a la familia es lo menos que cabe esperar!
—¡Ni hablar! ¡Esta vez no lo tendrás!
—Yo no lo quería, ya te lo dije, fue un error. Pero ahora está aquí y lo tendré.
—¡Tú te has acostado con algún otro! ¡Este bebé no es mío!
Tras esta disputa y de algunas tentativas para convencer a Mariann de que aborte, se produce nuevamente el silenció. El silencio es, para Khalid, la mejor réplica. En adelante, cada uno duerme por su lado, la ruptura parece consumada. Extraña situación, curioso matrimonio de flechazo, tan de prisa acabado.
En la primavera de 1986 nace una niña, Adora. Y en mayo, cuando Adora no tiene más que dos meses, Khalid desaparece nuevamente para ir a matricularse a una universidad de California.
Atrapada entre su trabajo y las repetidas enfermedades de los niños —ambos son asmáticos—, Mariann está al límite de sus tuerzas. Una noche de depresión, telefonea a Khalid y le pone entre la espada y la pared. Es su segundo ultimátum: «Si no vuelves, te advierto que ya no tendrás familia.»
Él regresa, quizás porque acaba de obtener su diploma de técnico en electrónica, y encuentra trabajo en una fábrica.
Mariann puede dejar su empleo de correos para dedicarse a su trabajo de madre de familia.
Pero la familia sigue teniendo problemas. Las discusiones se envenenan: se amenazan mutuamente con abandonarse, y la palabra «divorcio» es pronunciada más de una vez.
Divorcio, para Mariann, no quiere decir de momento gran cosa. Dentro de diez años, quizás, cuando los niños estén criados. Mientras tanto, soporta a Khalid. Con el presentimiento de que la cosa acabará mal de todos modos. De que un día se encontrará sola.
Lo único que no imagina ni por un instante es lo que va a hacer su marido: huir con los niños a Irak. El patriotismo de Khalid por su país no es extraordinario: llama a su familia una vez al mes, y no ve a ninguno de los suyos desde 1980. Aunque musulmán, no tiene nada de practicante, y raras veces evoca su cultura de origen. En 1988, cuando la guerra Irán-Irak comienza a apaciguarse, de vez en cuando habla de instalarse en Irak por un año, para que la familia conozca a los niños, el tiempo necesario para ver si la vida allí es más fácil… Insiste un poco, pero no demasiado.
Mariann ve claramente que él se siente como encanalado en Estados Unidos, sin amigos y sin familia. Pero ella se obstina en rechazar el traslado, ni siquiera de forma provisional.
—Prefiero criar a mis hijos aquí. Vete solo, te sentar^ bien.
—¿Te niegas a venir conmigo?
—De momento, sí. ¿Cómo quieres que acepte instalarme contigo allá cuando ya no me siento segura aquí? No puedo confiar en ti. No sabes realmente lo que quieres, ni dónde vas a instalarte. ¡Te comportas como un adolescente que se está buscando a sí mismo!
—¡Tengo un trabajo estúpido! Nadie me comprende.
—¡Si quisieras, no sería estúpido! No sabes cómo tratar a la gente, ¡eso es todo!
Para alentarlo, Mariann le aconseja que haga venir a su hermano.
—Aquí no tienes amigos; te hará bien verlo.
Khalid organiza el viaje de su hermano, pero, en el último momento, éste se excusa.
—¿Te ha dicho por qué?
—No.
Como de costumbre, Khalid no manifiesta nada, y se refugia en el silencio. Sus relaciones de pareja no son otra cosa que alternancias de largos silencios y cortas disputa^ agresivas.
Pero, solapadamente, Khalid ha preparado ya su plan, sin que Mariann se dé cuenta de ello. Él, que no se interesa por los niños, que rechaza obstinadamente desempeñar su papel de padre, ¿cómo podría de pronto transformarse en secuestrador?
La madre de Mariann piensa en ello de ve/, en cuando, y se lo dice, pero su hija se encoge de hombros:
—¿Él, cargar con dos niños? ¡Si no se los lleva nunca!
—Eso les ha sucedido a otras mujeres… ¿Has leído
No sin mi hija
?
—Mamá, Khalid no es un padre, ¡ni siquiera los mira! ¡Es un estudiante retrasado!
—Pues yo encuentro, la verdad, que tiene una actitud muy curiosa con Adora…
Curiosa, efectivamente. Posesivo, de repente. La niña no tiene aún tres años, y Khalid se muestra con ella de un puritanismo exagerado. Está angustiado por las historias de drogas que lee en los periódicos, escandalizado por el comportamiento sexual de los adolescentes americanos. Los paseos en familia son motivo para escenas, con el más mínimo pretexto. Pues Adora es una niña muy extravertida y muy sociable. Desde que ha aprendido a hablar, «discute» con todo el mundo. Con sólo un año y medio, se dirige ya a desconocidos en las tiendas: «Buenos días, ¿cómo está usted?»
Un día, en un restaurante, la niña discute con un joven camarero, y Khalid se encoleriza con ella:
—¡A ver si te callas y te estás quietecita!
Por el tono de su voz, se puede adivinar que lo que ha querido decir en realidad es: «Te prohíbo dirigir la palabra a un extraño.»
¡Y esa mirada que acaba de lanzar a la niña! Mariann no comprende:
—Pero ¿qué te pasa?
—¡Me pasa que no deberías ponerle pelele!
—¿A su edad?
—Detesto que lleve el vientre desnudo, eso es todo.
Después de haber renegado de ella, he aquí que se vuelve estúpidamente autoritario con una niña en pañal-braga. ¡Como si tuviera dieciséis años y acabara de coquetear con un camarero!
Adora se le parece bastante, es verdad. Unos rizos morenos, ojos negros, en tanto que Adam tiene la misma sonrisa que su madre, el mismo hoyuelo en la barbilla. Quizás Khalid se siente de repente preocupado por esta pequeña criatura, su hija.
En marzo de 1990, la fábrica despide a Khalid por ajuste de personal. La pérdida del trabajo le desestabiliza aún más. Sin embargo, la economía del hogar funciona gracias a Mariann. Apasionada por los juguetes infantiles, por los muñecos de felpa, por todo lo que ha sido fabricado antes de los años sesenta —el viejo Mickey en patinete de madera—, ha levantado un pequeño comercio de lance. Y no le va tan mal. El único inconveniente es que a menudo tiene que desplazarse a muchos kilómetros de su casa.
Una noche de junio de 1990, cuando ella se encuentra en Ohio y no tiene previsto regresar hasta el día siguiente, telefonea a casa. Son las siete de la tarde. Khalid debería estar allí con los niños. Adam tiene ahora ocho años; Adora, cuatro.
Nadie contesta. En otra familia, eso podría explicarse por diversos motivos inocentes: un paseo para ir a tomar un helado, una sesión de cine, etc. Pero, para Mariann, este hecho anuncia un desastre. Khalid jamás se ha llevado los niños con él y, menos aún, al atardecer. Suponiendo que Adora hubiese sufrido una crisis de asma, su gran problema, Khalid habría esperado de todos modos el regreso de Mariann para actuar.
Mariann cuelga. Adivina. Siente en lo más profundo de sí misma que Khalid se ha llevado los niños a Irak. Es como una iluminación, un relámpago. Sin embargo, no hace mucho tiempo, ella juraba que eso era imposible. Sigue llamando regularmente, y a cada nuevo intento su angustia aumenta. Que se hubiera marchado solo y sin avisar, no sería sorprendente; pero habría confiado los niños a alguien…
—¿Mamá, has visto a Khalid?
—No. ¿Qué pasa?
—Nada, espero. Bueno, la verdad es que no responde al teléfono…
—¿Se ha marchado otra vez?
—No lo creo, no. No te inquietes.
Mariann pasa una noche espantosa. Y al día siguiente, al alba, regresa a Michigan, tratando de no dejarse invadir por el pánico y de conducir con serenidad. Pero, a lo largo del camino, reflexiona sobre el extraño comportamiento de Khalid estos últimos tiempos. El no ha compartido su pasión por el comercio de juguetes antiguos. Ni sus viajes de trabajo, lejos de casa. Y la primera vez que ella ha tenido que pasar la noche en Ohio, él se ha negado a aceptar su llamada a cobro revertido. La segunda vez, le ha puesto mala cara durante una semana. Mariann lo ha atribuido a su mal humor, habitual cuando tiene que ocuparse de los niños. Pero como sigue sin encontrar empleo, se ve obligado a poner al mal tiempo buena cara.
Sin embargo, esta vez le había alentado curiosamente a marchar.
—Vete, por favor, vete. Si estás fatigada, quédate hasta el lunes…
—¿Estás seguro?
—Pues claro, el trayecto en coche es largo.
Al llegar, Mariann encuentra el apartamento exactamente en el estado en que lo había dejado, con excepción de una maleta vacía, abandonada en el salón. Abrumada, le suelta un furioso puntapié a la maleta; ahora está segura: Khalid se ha marchado.
Sobre la mesa del comedor, una notita, garabateada en papel de máquina de escribir: «Nos vamos de vacaciones; nos veremos a la vuelta.»
No falta ningún juguete, ningún vestido de los niños. Khalid ha preferido no llevarse nada, con la esperanza de que Mariann no emprenda la búsqueda inmediatamente y disponer así de tiempo para instalar a los niños en otra parte, antes de que ella tenga ocasión de encontrarlos.
Mariann hurga en una papelera. Khalid ha dejado tras de sí notas sobre los números de vuelo y códigos de reserva. De esta manera consigue recomponer su itinerario: Toronto, Londres, Viena y finalmente Bagdad.
Mariann pasa la noche en blanco, dándole vueltas a todo eso en la cabeza, reuniendo elementos en favor de un simple viaje de represalia: «Acaba de renovar su permiso de conducir. Ha pasado el test de ciudadanía americana, y debe prestar juramento dentro de unas semanas… Cierto que jamás estuvo muy convencido, ni tenía prisa por hacerlo, pero al cabo de diez años, la verdad es que lo hizo… Y la casa que quería comprar. Llevamos tres años ahorrando con este fin… ¿Me ha estado mintiendo durante tres años?»