Se alejaban de su proximidad con la misma urgencia que si el pecado desconocido que había cometido fuera contagioso. La calle se estaba vaciando tan rápidamente como se había llenado. Vio a un pulcro venusiano echar un rápido vistazo por encima de su hombro mientras doblaba la esquina y rezongaba: “¡Shambleau!”. La palabra suscitó un nuevo cúmulo de especulaciones en la mente de Smith. ¡Shambleau! Debía ser de remoto origen francés. Algo bastante extraño para escucharlo en boca de los venusianos y de los marcianos de las Tierras Áridas, aunque lo fuese aún más el uso que hacían de él. “Nunca dejamos que sigan viviendo esas cosas”, había dicho el ex patrullero. Aquello le recordó vagamente algo…, una antigua frase de alguna obra escrita en su propia lengua: “No sufrirás que viva una bruja”. Sonrió para sus adentros por la similitud, y, en aquel instante, sintió a la joven que estaba a su lado.
Se había levantado sin hacer ruido. Se volvió hacia ella, enfundando la pistola; al principio se quedó mirándola fijamente con curiosidad y después con esa franqueza desinhibida con que los hombres contemplan lo que no es humano. Pues ella no lo era. Lo supo nada más mirarla, aunque aquel delicioso cuerpo moreno tuviera la forma del de una mujer y se vistiese con un ropaje escarlata —comprobó que era de piel—, con una desenvoltura que pocos seres no humanos consiguen al vestirse. Lo supo desde el momento en que la miró a los ojos, y un escalofrío de inquietud le recorrió al hacerlo. Eran innegablemente verdes, como la hierba joven, con pupilas hendidas y felinas que palpitaban sin cesar, y en lo más profundo de ellas había una mirada de sabiduría oscura y animal…, esa mirada de la bestia que ve más que el hombre.
No tenía pelo en el rostro…, ni cejas ni pestañas, y él hubiera jurado que el ceñido turbante escarlata con que rodeaba su cabeza cubría su calvicie. En las manos tenía tres dedos y un pulgar, y también cuatro dedos en cada uno de los pies, y los dieciséis estaban rematados en garras curvas que se recogían en la carne, como las del gato. Se pasó la lengua por los labios —una lengua delgada, rosa y plana, tan felina como sus ojos— y habló con dificultad. Él sintió que aquella garganta y aquella lengua no habían sido modeladas para el lenguaje humano.
—No… asustada ahora —dijo en voz baja, y sus menudos dientes eran blancos y puntiagudos como los de un gatito.
—¿Qué querían hacerte? —preguntó él, curioso—. ¿Qué les hiciste? Shambleau… ¿Te llamas así?
—Yo… no hablo tu… lenguaje —objetó, indecisa.
—Bueno, inténtalo… Tengo que saberlo. ¿Por qué te perseguían? ¿En la calle te encuentras a salvo, o prefieres entrar en algún lugar? Parecían peligrosos.
—Yo… voy contigo —consiguió decir con dificultad.
—¡Qué dices! —Smith sonrió—. ¿Quién eres, realmente? Me recuerdas a un gatito.
—Shambleau —dijo ella, sombría.
—¿Dónde vives? ¿Eres marciana?
—Vengo de… muy lejos… de hace mucho tiempo… de un país lejano…
—¡Aguarda! —Smith se rió—. Estás mezclándolo todo. ¿No eres marciana?
Ella se irguió muy tiesa a su lado, alzando su cabeza enturbantada, y hubo algo de reina en su actitud.
—¿Marciana? —dijo, con desdén—. Los míos… son… son… No tenéis palabras. Vuestro lenguaje… difícil para mí.
—¿Quiénes son los tuyos? Quizá los conozca… Ayúdame.
Ella alzó la cabeza y fue directamente al encuentro de sus ojos. En los suyos había una sutil sorna… Hubiera podido jurarlo.
—Algún día… te hablaré en… mi propio lenguaje —prometió, y la lengua rosa recorrió sus labios, rápida y ávida.
El sonido de unos pasos que se aproximaban por el rojo pavimento retrasaron la respuesta de Smith. Un marciano de las Tierras Áridas pasó a su lado, un tanto titubeante y exhalando aromas a Whisky de segir, el licor venusiano. Cuando observó el relámpago rojo de los jirones del vestido de la joven volvió la cabeza bruscamente, y cuando su cerebro saturado de segir captó su presencia se tambaleó en dirección al portal, indeciso y balbuciendo:
—¡Shambleau, por Pharol! ¡Shambleau!
Y adelantó hacia ella una mano como una garra.
Smith la apartó a un lado, sin contemplaciones.
—Sigue tu camino, hombre de las Tierras Áridas —aconsejó.
El hombre retrocedió y se le quedó mirando fijamente, con los ojos turbios.
—¿Tuya, eh? —rezongó—. ¡Zut! [En francés en el original, que, dado el contexto, podría traducirse como: “¡Y un cuerno!”] ¡Pues que te aproveche!
E igual que hiciera el ex patrullero antes que él, escupió en el pavimento y se fue, murmurando ásperamente en la blasfema lengua de las Tierras Áridas.
Smith le contempló mientras se alejaba, arrastrando los pies, y hubo un fruncimiento de ceño entre sus ojos pálidos, un malestar sin nombre que crecía en su interior.
—Ven —dijo, de sopetón, a la joven—. Si esto tiene que continuar, mejor que sea puertas adentro. ¿Adónde debo llevarte?
—Con… tigo —murmuró ella.
Él miró fijamente sus ojos verdes y poco profundos. Aunque aquellas pupilas que no dejaban de latir le turbaban, tuvo la vaga impresión de que bajo la escasa profundidad de su mirada animal había una cortina…, una barrera echada que podía abrirse en cualquier momento para revelar las auténticas profundidades de aquel conocimiento sombrío que él presentía.
—Entonces, ven —dijo con brusquedad, y salió a la calle.
Ella dio ágilmente uno o dos pasos en pos de él, sin que le costara esfuerzo seguir sus largas zancadas; y aunque Smith —como todo el mundo sabe, desde Venus hasta las lunas de Júpiter— camina con la suavidad de un gato, incluso con sus botas de hombre del espacio puestas, la joven que llevaba a sus talones se deslizó como una sombra sobre el áspero pavimento, haciendo tan poco ruido que incluso la ligereza de los pasos de él resonaba en la calle desierta.
Smith escogió los itinerarios menos frecuentados de Lakkdarol y, con un atisbo de vergüenza asomándole al rostro, agradeció a sus dioses sin nombre que su albergue no quedara muy lejos, pues los escasos peatones con los que se cruzaban se volvían y se quedaban mirándolos, con esa mezcla, por aquel entonces ya familiar, de horror y desprecio que a él seguía pareciéndole imposible de comprender.
La habitación que había contratado era un simple cubículo en una casa de alquiler situada en las afueras de la ciudad. Lakkdarol, que por aquellos días era una ciudad-campamento de vida dura, apenas habría ofrecido pocas comodidades más en cualquier otro punto de su recinto, y Smith no tenía intenciones de dar a conocer el motivo de su visita. Ya había dormido en otras ocasiones en peores lugares que aquél y sabía que volvería a hacerlo de nuevo.
No había nadie a la vista cuando entró, y la joven se deslizó escaleras arriba, pegada a sus talones, y desapareció por la puerta, como una sombra, sin que nadie de la casa la viese. Smith echó la llave y apoyó sus anchas espaldas contra el artesonado, mirándola pensativamente.
Ella se fijó con una simple mirada en lo poco que la habitación tenía que ofrecer —una cama mal hecha, una mesa coja, un espejo desnivelado y rajado en la pared, sillas despintadas—, una típica habitación de ciudad-campamento en uno de los asentamientos de fuera de la Tierra. Aceptó su pobreza en aquella simple mirada, la olvidó, cruzó la habitación hasta llegar a la ventana y se inclinó hacia fuera durante un momento, mirando por encima de los tejados bajos hacia la árida región que se extendía a lo lejos, lava roja bajo el sol del reciente atardecer.
—Puedes quedarte ahí —dijo Smith de repente— hasta que me vaya de la ciudad. Estoy esperando a un amigo que viene de Venus. ¿Has comido?
—Sí —se apresuró a decir la joven—. No… necesitaré… comida durante… un tiempo.
—Bien —la mirada de Smith recorrió la habitación—. Volveré por la noche, no sé cuándo. Puedes irte o quedarte, como prefieras. Mejor echa la llave a la puerta cuando salga.
Y, sin mayores formalidades, la dejó. Con la puerta ya cerrada, oyó girar la llave y sonrió para sus adentros. No esperaba volver a verla.
Bajó por la escalera y salió a la moribunda luz del sol, con la mente tan llena de otras cuestiones que la joven morena pasó muy rápidamente a un segundo plano. De los asuntos de Smith en Lakkdarol, como en general de todos los suyos, mejor será no hablar. El hombre vive como puede, y la vida de Smith era un asunto peligroso, siempre fuera de la ley, bajo el único amparo de la pistola de rayos. Digamos simplemente que, hasta entonces, se había mostrado profundamente interesado por el espaciopuerto y sus cargamentos dispuestos a partir, y que el amigo que esperaba era Yarol el venusiano, con aquella rápida nave de clase Edsel, la Doncella, que podía volar de mundo en mundo con tal velocidad que dejaba en ridículo a los navíos patrulleros, ya que sus perseguidores se quedaban muy atrás, pataleando en el éter. Smith, Yarol y la Doncella formaban un trío que, en el pasado, había causado muchas molestias y canas a los mandos de la Patrulla. Aquella tarde, mientras abandonaba su alojamiento, el futuro le parecía radiante a Smith.
Lakkdarol es muy ruidosa de noche, como suelen serlo todas las ciudades-campamento en todo planeta donde existen puestos avanzados de la Tierra; el estrépito apenas acababa de comenzar con todas sus ganas, cuando Smith llegó al centro de la ciudad en medio de las luces recién encendidas. Sus motivos no nos conciernen. Se mezcló con la muchedumbre donde la luz era más intensa, donde repicaban los dados de marfil, tintineaba la plata y donde el rojo segir borboteaba incitante de las negras botellas venusianas. Mucho después, Smith regresó a pie a su alojamiento bajo las móviles lunas de Marte, y si la calle osciló levemente bajo sus pies, de vez en cuando…, bueno, eso era comprensible. Ni siquiera Smith podía hacer la ronda de segir rojo en todos los bares, desde El Cordero Marciano hasta La Nueva Chicago, y conseguir mantenerse de pie. Pero —considerando su estado— fue capaz de encontrar el camino de regreso sin grandes dificultades y pasó sus buenos cinco minutos buscando la llave, antes de que recordara que la había dejado en la cerradura, dentro, con la joven.
Entonces llamó a la puerta, y del interior no llegó ningún sonido de pasos, pero a los pocos momentos el picaporte cedió y la puerta se abrió. La joven se apartó sin hacer ruido ante él mientras entraba y volvió a su lugar favorito contra la ventana, apoyándose en el antepecho y recortándose contra el cielo estrellado. La habitación estaba en tinieblas.
Smith oprimió el interruptor que estaba cerca de la puerta y se apoyó contra el artesonado, para tenerse en pie. El frío aire de la noche le había despejado un poco, y su cabeza estaba lo suficientemente lúcida… El licor siempre se le iba a los pies, nunca a la cabeza, o de lo contrario, jamás hubiera podido llegar tan lejos por el camino sin ley que había elegido. En aquellos momentos se apoyaba contra la puerta y miraba a la joven bajo la súbita claridad de las bombillas, levemente deslumbrado, ya fuese por lo escarlata de su vestido o por la luz.
—Así que te has quedado —dijo.
—Yo… esperaba —dijo en voz baja, apoyándose aún más sobre el antepecho y agarrándose a la áspera madera con sus sutiles manos de cuatro dedos, palidez morena ante la tiniebla.
—¿Por qué?
Ella no contestó, pero su boca se curvó en una lenta sonrisa. En una mujer hubiera supuesto una respuesta suficiente…, provocativa, desafiante. En Shambleau tenía algo de lamentable y horrible…, tan humano sobre el rostro de un medio animal. Sin embargo, aquel adorable cuerpo moreno, de suaves curvas bajo los jirones de cuero escarlata…, la aterciopelada textura de aquella piel morena…, la blancura deslumbrante de la sonrisa… Smith fue consciente de una acuciante excitación en todo su cuerpo. Después de todo…, el tiempo acabaría haciéndosele pesado hasta que llegara Yarol… Pensándolo mejor, se permitió que sus ojos pálidos como el acero vagasen por ella, con una lenta mirada que no perdió detalle. Y cuando habló, sintió que su voz sonaba algo más profunda…
—Ven —dijo.
Ella avanzó lentamente, sobre sus desnudos pies terminados en garras que no hacían el más leve sonido en el suelo, y se detuvo ante él con la mirada baja y la boca temblorosa por aquella lamentable sonrisa humana. Él la tomó de los hombros…, hombros de aterciopelada suavidad, de satinada tersura que no se parecía a la textura de la piel humana. Un ligero temblor la recorrió, de forma perceptible, al contacto de sus manos. Northwest Smith retuvo súbitamente el aliento y la atrajo hacia sí…, dulce y dócil bronce en el círculo de sus brazos…, y escuchó detenerse la respiración de ella y hacerse más rápida mientras sus aterciopelados brazos rodeaban su cuello. Entonces miró su rostro, muy de cerca, y los verdes ojos animales se encontraron con los suyos, con sus pupilas palpitantes y el destello de… algo… muy escondido bajo ellos…, y a través del creciente clamor de su sangre, incluso mientras inclinaba sus labios sobre los suyos, Smith sintió que algo profundo en su interior se agitaba en su contra…, inexplicable, instintivo, repugnante. Lo que fuera, no tenía palabras para describirlo, pero el simple roce de ella se había vuelto repentinamente desagradable —tan suave, aterciopelado e inhumano—, como si hubiese sido la cara de un animal que hacía fuerza contra su boca —el sombrío conocimiento le miró ávidamente desde la tiniebla de aquellas pupilas hendidas—, y durante un instante de locura sintió la misma repulsión salvaje y febril que había visto en los rostros de la multitud…
—¡Dios! —musitó, una invocación contra el mal más antigua de lo que se hubiera imaginado, entonces y siempre, y liberó su cuello de sus brazos, empujándola con tanta fuerza que cruzó dando vueltas la habitación.
Smith retrocedió hasta la puerta, respirando pesadamente, y se quedó mirándola, mientras aquella incontrolada repugnancia moría en su interior.
Ella yacía sobre el piso, debajo de la ventana, y mientras permanecía allí, apoyada contra la pared, con la cabeza inclinada hacia abajo, vio, curiosamente, que su turbante se había deslizado de su cabeza —el turbante que él hubiera asegurado que cubría su calvicie—, y sobre las vueltas de cuero cayó un rizo de cabello escarlata, tan escarlata como su vestido, tan inhumanamente rojo a sus ojos como inhumanamente verdes eran sus ojos. La miró fijamente, agitó su confusa cabeza y volvió a mirar, pues le había parecido que el espeso bucle carmesí se había movido, aplastándose contra su mejilla.
Al sentir aquel contacto, la joven ocultó el rizo con sus manos, en un gesto muy humano y, después, sepultó su rostro entre ellas. Bajo la profunda sombra creada por sus dedos. Smith pensó que le estaba mirando a escondidas.