—¡Se está despertando! —sonó en su oído una voz exultante.
Smith levantó unos pesados párpados y vio una habitación sin paredes, una habitación donde múltiples figuras se extendían hasta el infinito, moviéndose de un lado para otro, en huestes incontables…
—¡Smith! ¡N. W.! ¡Despierta! —urgía una voz familiar desde algún lugar cercano.
Parpadeó. La miríada de figuras que fueron disminuyendo se concretaron en las imágenes de dos hombres que se inclinaban sobre él y que se reflejaban en las paredes de acero de una habitación. El amistoso rostro lleno de ansiedad de su camarada, Yarol el venusiano, apareció encima de la cama.
—¡Por Pharol, N. W.! —dijo la voz irreverente que bien recordaba—. ¡Has estado durmiendo durante una semana! ¡Pensábamos que nunca saldrías de ahí…! ¡Debiste darte una espantosa sesión de whisky!
Smith intentó esbozar una débil sonrisa —era sorprendente lo débil que se sentía— y dirigió una mirada inquisitiva a la otra figura.
—Soy médico —dijo el individuo, al observar aquella mirada—. Su amigo me llamó hace tres días, y desde entonces le he estado cuidando. Debió de ser cinco o seis días después de que usted entrase en coma… ¿Tiene alguna idea de qué se lo pudo causar?
Los pálidos ojos de Smith recorrieron la habitación. No encontró lo que buscaba, y aunque su débil murmullo respondió a la pregunta del médico, éste no lo comprendió jamás.
—¿Y el chal?
—Me deshice de esa maldita cosa —confesó Yarol—. La resistí durante tres días y acabé desprendiéndome de ella. Su dibujo rojo me dio el peor dolor de cabeza que haya tenido desde que encontramos en el asteroide la caja de vino negro. ¿Te acuerdas?
—¿Dónde…?
—Se lo di a una rata del espacio que iba hacia Venus. Lo siento. ¿Realmente lo querías? ¿Quieres que te compre otro?
Smith no contestó. La debilidad le invadió en oleadas grises. Cerró los ojos, mientras seguía escuchando los ecos de aquella espantosa sílaba inicial que susurraba a través de su cabeza… El susurro de un sueño… Yarol le oyó murmurar en voz baja:
—Y… ni siquiera llegué a saber… su nombre…
Northwest Smith echó hacia atrás la cabeza, la apoyó contra el muro del almacén y contempló el negro cielo nocturno de Venus. La calle de los muelles, muy silenciosa aquella noche, era demasiado peligrosa. No podía oír ningún sonido salvo el eterno chapoteo del agua contra los pilotes, pero sabía cuánto peligro y muerte súbita se agazapaban sin voz en la palpitante tiniebla, y quizá había sentido un poco de nostalgia mientras miraba las nubes que ocultaban una estrella verde suspendida amorosamente del horizonte: la Tierra, su hogar. Si pensó aquello, debió de haber sonreído sarcásticamente para sí en la oscuridad, pues Northwest Smith no tenía hogar, y la Tierra no le hubiera recibido muy cordialmente que digamos en aquel momento.
Se sentó en la oscuridad, en silencio. Encima de él, en el muro del almacén, una ventana débilmente iluminada arrojó un cuadrado de claridad sobre la calle mojada. Smith retrocedió más en el rincón de la oscuridad que proyectaba la oblicua cornisa, doblando una rodilla. Poco después, oyó unos pasos cautelosos en la calle.
Debía de haber estado esperando aquellos pasos, porque volvió rápidamente la cabeza y escuchó, pero no fueron los pasos de un hombre los que oyó, ligeros sobre el pavimento de madera, y por eso frunció el ceño. ¿Una mujer, allí, en aquellos muelles por la noche? Ni siquiera una trotacalles venusiana de la peor clase se hubiera aventurado por los muelles de Ednes en una noche en que no había ningún navío espacial. En aquellos momentos llegaba claramente sobre el pavimento el leve golpeteo de los pies de una mujer.
Smith se refugió más en las sombras y esperó. No tardó en llegar, una negrura en la tiniebla, salvo por la mancha triangular de palidez que era su rostro. Cuando pasó bajo la luz que caía débilmente de la ventana de arriba, supo de repente por qué se había atrevido a caminar hasta allí y quién era. Un manto largo y oscuro la ocultaba, pero la luz caía sobre su rostro en forma de corazón, bajo el tricornio de terciopelo al uso entre las mujeres de Venus, y sobre el bronce de los semiocultos bucles de su cabello; y gracias a aquel dulce rostro triangular de resplandeciente cabellera supo que era una de las doncellas de Minga…, esas bellezas que desde el comienzo de la historia habían sido criadas en la fortaleza de Minga para la hermosura y la gracia, lo mismo que los caballos de carreras en la Tierra, e instruidas desde su más tierna infancia en el arte de agradar a los hombres. Apenas hay corte de los tres planetas que no posea, al menos, una de estas exquisitas criaturas de miembros esbeltos, tez blanca como la leche, cabellera broncínea y rostro adorable y encendido…, siempre que su correspondiente señor posea la suficiente fortuna para comprarla. Reyes de muchas naciones y razas han dejado sus fortunas tras el umbral de Minga, y mujeres jóvenes, refulgentes como oro puro y marfil, lo han franqueado para embellecer mil palacios, y así ha sido desde que Ednes surgió a orillas del Gran Mar.
Aquella joven caminaba sin miedo y sin ser molestada, porque poseía la belleza que la señalaba por lo que era. La pesada mano de Minga se extendía protectora sobre su cabellera de bronce, y ningún hombre a lo largo de los muelles ignoraba los castigos espantosos que caerían sobre él, sólo con que se atreviese a poner un dedo encima de la blancura de leche de una doncella de Minga. Castigos terribles que los hombres sólo se atrevían a susurrar asustados después de consumir sus vasos de whisky de segir en los tugurios portuarios de muchas naciones, castigos misteriosos e innombrables, más espantosos que los que pudiera infligir cualquier cuchillo o pistola de rayos.
Aquellos peligros también guardaban las puertas del castillo de Minga. La castidad de las jóvenes de Minga era proverbial, un reclamo comercial. Aquella joven caminaba con una calma y seguridad mayores que las que hubieran acompañado de noche los pasos de una monja en una calle de cualquier barrio bajo de la Tierra.
Pero, incluso a pesar de ello, las jóvenes salían muy raramente de las puertas del castillo, y jamás solas. Smith no había visto anteriormente a ninguna de ellas, salvo a lo lejos. Se movió ligeramente para poder verla mejor cuando pasara a su lado y vigilar a su escolta que, ciertamente, debía ir uno o dos pasos detrás, aunque no oyó ningún ruido de pasos que no fuese el de los suyos. La joven captó su ligero movimiento. Se detuvo, escrutó con más intensidad la tiniebla y dijo, con una voz tan dulce y suave como la nata:
—¿Te gustaría ganarte una moneda de oro, amigo?
Un punto de perversidad hizo que Smith no respondiese en el usual dialecto, poco cuidado, porque, con su voz más cultivada, dijo en un esmeradísimo alto venusiano:
—Os lo agradezco, no.
Durante un momento, la mujer se quedó totalmente inmóvil, escrutando las tinieblas en un vano esfuerzo para vislumbrar su rostro. Él sí pudo ver el suyo, un pálido óvalo bajo la luz de la ventana, en tensión, sorprendido. Entonces ella echó hacia atrás su manto, y la débil luz relució sobre una lámpara de bolsillo, antes de que oprimiera su interruptor. Un haz de intensa luz blanca cayó sobre su rostro, cegándole.
Durante un instante, la luz pudo con él, mientras se apoyaba contra el muro, vestido con su traje de cuero de hombre del espacio, lleno de quemaduras y roces, con la pistola de rayos en su funda, atada al muslo, muy abajo, y el atezado rostro cosido de cicatrices vuelto hacia el de ella, los ojos sin color, pálidos como el acero, entornados ante el resplandor. Era un rostro típico. Pertenecía a aquel lugar, a los muelles, a aquellas calles sombrías y peligrosas. Pertenecía al tipo que frecuenta esos lugares, a aquellos hombres sin ley que cabalgan los caminos del espacio y viven peligrosamente bajo la ley de la pistola de rayos, pero prudentemente fuera de la jurisdicción de la Patrulla. No obstante, había algo más que todo eso en el atezado rostro lleno de cicatrices que se volvía hacia la luz. Ella debió de percibirlo mientras mantenía apuntado el rayo de luz sobre él, algún rasgo profundamente soterrado de estirpe y alta cuna que no convertían en algo incongruente aquellas inflexiones de alto venusiano. Pero los ojos sin color se burlaban de ella.
—No —dijo, apagando la luz—. No una pieza de oro, sino cien. Y por otro trabajo que estoy pensando.
—Gracias —dijo Smith, sin levantarse—. Debéis excusarme.
—Quinientas —dijo ella, sin un asomo de emoción en su suave voz.
En la oscuridad, Smith frunció el ceño. Aquella situación tenía algo de irreal. ¿Por qué…?
Ella debió sentir su reacción casi al mismo tiempo que él, porque dijo:
—Sí, lo sé. Parece una locura. Ya veis… Acabo de reconoceros bajo esta luz, precisamente ahora. ¿Querríais…? ¿Podríais…? No puedo explicároslo aquí, en mitad de la calle…
Smith permaneció en silencio durante treinta segundos, mientras una fulgurante discusión tenía lugar en lo más recóndito de su cauta mente. Después, sonrió para sus adentros en la oscuridad y dijo:
—Iré —y finalmente se puso en pie—. ¿Adónde?
—En el camino a palacio, en los límites de Minga. Tercera puerta a la izquierda, a partir de la puerta central. Decid al guardia de la puerta: “Vaudir”.
—¿Ése es…?
—Sí, mi nombre. ¿Acudiréis dentro de media hora?
Durante un instante aún, la mente de Smith vaciló al borde de la negativa. Después se encogió de hombros.
—Sí.
—Entonces, a la tercera campanada.
Ella hizo la pequeña reverencia venusiana de despedida y se cobijó en su manto. La negrura de éste y la suavidad de sus pisadas la hicieron confundirse sin un sonido con las sombras, pero los entrenados oídos de Smith escucharon sus pasos, muy suaves, sobre el pavimento mientras ella volvía a la negrura.
Se quedó allí hasta que ya no pudo detectar el más leve sonido de pies en el muelle. Esperó pacientemente, pero su mente estaba un poco confusa por la sorpresa. ¿Sería un fraude la tradicional inviolabilidad de Minga? ¿En aquellos tiempos se permitía ya a las jóvenes estrechamente guardadas salir a pasear en ocasiones a solas por la noche, y concertar citas a su antojo? ¿No sería alguna mistificación preparada? Durante incontables siglos, la tradición había afirmado que las puertas de la muralla de Minga estaban tan celosamente guardadas por extraños peligros, que ni siquiera un ratón podría deslizarse a través de ellas sin el conocimiento del Alendar, el señor de Minga. ¿Sería, entonces, por orden del Alendar que la puerta se abriría ante él cuando susurrase “Vaudir” a su guardián? ¿Era, quizá, la joven propiedad de algún señor de Ednes, a quien engañaba por oscuros propósitos que sólo ella conocía? Sacudió la cabeza y sonrió hoscamente. Después de todo, el tiempo lo diría.
Esperó un poco más en la oscuridad. Pequeñas olas agitaban los pilotes con sonidos de succión, y, en una ocasión, el cielo se iluminó con el largo y cegador rugido de un navío espacial que hendió la tiniebla.
Finalmente se levantó y desperezó su largo cuerpo, como si llevase sentado mucho tiempo. Después, acomodó la pistola a su pierna y echó a andar por la negra calle. Caminaba muy ligero con sus botas de hombre del espacio.
Un paseo de veinte minutos a través de oscuros callejones, silenciosos y desiertos, le condujo a las afueras de la vasta ciudad dentro de la otra ciudad llamada Minga. Sus oscuros y toscos muros se alzaban sobre él, verdes por las excrecencias parecidas a líquenes del Planeta Caliente. Sobre la carretera de palacio, una puerta central profundamente hundida se abría a los misterios de su interior. Una débil luz azul ardía sobre el arco. Smith avanzó silenciosamente en la oscuridad que quedaba a su izquierda, contando dos estrechas puertas medio ocultas en un hueco del muro. Al llegar a la tercera se detuvo. Estaba pintada de verde rojizo, y una enredadera que caía del muro la ocultaba parcialmente, de suerte que, si no la hubiera estado buscando, hubiese pasado de largo sin verla.
Smith se quedó parado durante un minuto largo, sin moverse, observando los verdes paneles profundamente hundidos en la roca. Escuchó. Incluso husmeó el denso aire. Dudó en la oscuridad, tan prudente como una fiera salvaje. Finalmente, alzó una mano y, con las yemas de los dedos, llamó con mucha suavidad en la puerta verde.
Se abrió sin hacer ruido. La negrura de la pez surgió ante él, una arcada de oscura vacuidad en el muro de piedra apenas visible. Y una voz preguntó en voz baja:
—¿Qu’a lo’val?
—Vaudir —murmuró Smith, haciendo una mueca involuntaria.
¡Cuántos jóvenes románticos habrían permanecido ante aquellas puertas en las noches de antaño, musitando esperanzadoramente los nombres de bellezas de cabello broncíneo a los porteros de las sombrías arcadas! Pero a menos que mintiese la tradición, ninguno había pasado por ellas. Él debía ser el primero en muchos años en ser invitado ante aquel pequeño portal de la muralla de Minga y en escuchar al centinela murmurar:
—Entrad.
Smith desabrochó la funda de su pistola que pendía de su costado y agachó la cabeza para pasar bajo el arco. Cuando comenzó a cerrarse la puerta dio unos pasos en el interior de la negrura que se ciñó sobre él como si fuese agua. Se quedó quieto mientras su corazón latía deprisa, con la mano sobre la pistola, escuchando. Una luz azul, tenue y espectral, inundó repentinamente el lugar, y pudo ver que el portero había ido al otro extremo de la pequeña habitación donde se encontraba para dar la luz. Era uno de los eunucos de Minga, una criatura fofa, espléndida bajo su terciopelo carmesí. Llevaba bajo el brazo un manto púrpura, que en aquella penumbra era una explosión de colores regios. Sus ojos oblicuos miraron a Smith bajo unas cejas enarcadas, con una expresión que el terrestre no pudo descifrar. En ella había diversión, un ápice de terror y cierta admiración contenida.
Smith miró a su alrededor con franca curiosidad. Al parecer, la pequeña entrada estaba tallada en la propia muralla, enormemente gruesa. Lo único que rompía su desnudez era la adornada puerta de bronce del muro de enfrente. Sus ojos buscaron los del eunuco en una muda interrogación.
La criatura se acercó a él, obsequiosa.
—Permitidme… —murmuró, y extendió sobre los hombros de Smith el manto púrpura que llevaba. Sus suntuosos pliegues, tenuemente perfumados, se deslizaron sobre él como una caricia, cubriéndole hasta la suela de las botas, a pesar de su estatura. Retrocedió con un poco de disgusto cuando el eunuco acercó sus manos para abrochar la enjoyada presilla del cuello—. Por favor, cubríos también con la capucha —murmuró la criatura, sin resentimiento aparente, mientras Smith se abrochaba por sí mismo. La capucha cubrió su cabello blanqueado por el sol, y cayó en espesos pliegues sobre su rostro, ocultándolo en una profunda sombra.