El eunuco abrió la puerta interior de bronce y Smith distinguió una larga galería que se curvaba hacia la derecha de manera casi imperceptible. La paradoja de una decoración sencilla, pero a la vez rebuscada, se veía ilustrada en cada uno de los amplios y primorosos paneles de los muros, tan intrincados y exquisitamente trabajados que daban una primera impresión de extraña y rica sencillez.
Sus pies enfundados en botas se hundían sensualmente en el profundo pelo de la alfombra a cada paso que daban, mientras seguía al eunuco por el pasillo. En dos ocasiones oyó voces que murmuraban detrás de las livianas puertas, y su mano se posó sobre la culata de su pistola de rayos, oculta bajo los pliegues de su manto, pero no se abrió ninguna puerta y el pasillo siguió estando tan desierto y poco iluminado como antes. Hasta entonces, todo había sido sorprendentemente fácil. O la tradición mentía sobre la inexpugnabilidad de Minga o la joven Vaudir había prodigado sus sobornos con largueza increíble, o —de nuevo aquel pensamiento turbador— el hecho de que él se pasease por allí sin ningún riesgo se debía al consentimiento del Alendar. Pero ¿por qué?
Llegaron a una puerta con una verja de plata, al extremo del corredor en curva, y, a través de ella, accedieron a otro pasillo que subía, tan exquisitamente voluptuoso como el primero. Un tramo de escaleras de bronce que brillaba con tonos deslucidos se curvaba en su extremo. Tras él llegaron a otra galería, iluminada con linternas rosáceas que se balanceaban bajo el techo abovedado, y después, otra escalera, en esta ocasión de metal con nielados de plata, que bajaba en espiral.
En todo aquel recorrido no se encontraron con ninguna criatura viva. Smith oyó el murmullo de voces tras las puertas cerradas, y en una o dos ocasiones llegaron a sus oídos varios acordes musicales, pero o los corredores habían quedado vacíos por una orden especial o una suerte increíble los acompañaba. En más de una ocasión tuvo la desagradable sensación de que unos ojos se clavaban en su espalda. Pasaron pasillos sombríos y puertas abiertas con umbrales a oscuras y en más de una ocasión el cabello de su nuca se erizó por la sensación de una presencia humana, hostil y al acecho.
Caminaron durante veinte minutos a través de corredores en curva, subiendo y bajando escaleras de caracol, hasta que los agudos sentidos de Smith estuvieron confusos, de suerte que no podría haber dicho en qué piso por encima del suelo se encontraban o en qué dirección se orientaba el corredor al que, finalmente, fueron a parar. Por aquel tiempo, sus nervios estaban tensos como hilos de acero y sólo con gran esfuerzo podía abstenerse de echar miradas nerviosas por encima del hombro cada vez que pasaban ante una puerta abierta. Un aire de lánguida amenaza se agazapaba perceptiblemente en aquel lugar, o eso le pareció. El sonido de voces apagadas tras las puertas la sensación de ojos, de susurros en el aire, el recuerdo de cuentos medio escuchados en las tabernas portuarias acerca de los secretos de Minga, los peligros innombrables de Minga…
Smith llevó la mano a la culata de su pistola mientras caminaba entre el esplendor y la penumbra, con todos sus sentidos asaltados por reclamos voluptuosos, pero con los nervios tensos como cables y la carne de gallina mientras pasaba ante puertas con el umbral a oscuras. Aquello era demasiado fácil. Durante muchos siglos la tradición de Minga se había mantenido intacta, un símbolo de inexpugnabilidad, un bastión guardado por algo más que las espadas, por peligros mayores que la pistola de rayos… y, sin embargo, ahí estaba él, avanzando, incontestable, en lo más recóndito de su corazón, con un manto de terciopelo como único disfraz y una pistola enfundada como única arma, y nadie le amenazaba, ni guardias, ni soldados, ni siquiera nadie que pasara y que notase que un hombre más alto que cualquiera de los moradores de aquel lugar caminaba a grandes pasos por los corredores más profundos de la inviolable Minga. Dejó libre la pistola de rayos en el interior de su funda.
El eunuco envuelto en terciopelo escarlata prosiguió su confiada marcha en cabeza. Sólo dudó en una ocasión. Habían llegado a un pasillo sombrío, y justo cuando se acercaban a su boca, el sonido de un roce suave y deslizante, como de algo que se arrastrase sobre las piedras, llegó a sus oídos. Vio al eunuco sobresaltarse, echar una rápida mirada hacia atrás y, después, apretar el paso, sin aminorarlo hasta no haber puesto por medio dos puertas y la longitud de un corredor iluminado entre ellos y aquel pasaje sombrío.
De tal suerte prosiguieron a través de galerías medio iluminadas, bajo un aire perfumado y una penumbra vacía, donde las puertas se cerraban sobre misterios que murmuraban en su interior o se abrían a la tiniebla y a la sensación de unos ojos vigilantes. Finalmente, después de un recorrido interminable y tortuoso, llegaron a un corredor de techo bajo y muros cubiertos de madreperlas, decorado en filigrana y con esculturas, cuyas puertas tenían un enrejado de plata. Cuando el eunuco abrió la puerta de plata que conducía a aquel corredor, sucedió lo que sus nervios en tensión habían estado esperando desde el comienzo de aquel viaje fantástico. Se abrió una de las puertas, una figura salió de ella y se dirigió a su encuentro.
Bajo su manto, la pistola de Smith se deslizó suavemente de su funda, sin hacer ruido. Le pareció ver volverse rápidamente al eunuco y dar un paso titubeante, pero sólo durante un instante. Quien acababa de salir era una joven, una esclava con un simple vestido blanco, que al primer vistazo de aquella alta figura vestida de púrpura con rostro encapuchado que se erguía sobre ella, tuvo un pequeño sobresalto y cayó de rodillas, como si hubiese recibido un mazazo. Lo que hacía era una reverencia, pero la joven estaba tan impresionada y aterrorizada que bien hubiera podido tratarse de un desmayo. Apoyó el rostro sobre la mismísima alfombra y Smith, al mirar asombrado hacia abajo a la figura postrada, vio que estaba temblando violentamente.
Deslizó nuevamente la pistola en su funda y contempló durante un momento aquel estremecido homenaje. El eunuco se volvió en redondo para hacerle señas con silenciosa violencia, y, por primera vez desde que comenzara su viaje, Smith tuvo una visión fugaz de su rostro. Relucía de sudor y los ojos oblicuos eran brillantes y huidizos, como los de un animal perseguido. Smith se sintió paradójicamente tranquilo al ver el pánico evidente del eunuco. Allí había peligro, el peligro de lo que queda por descubrir, un tipo de peligro que conocía bien y contra el que podía combatir. Venía a ser esa sensación, que suele poner la carne de gallina, de que hay unos ojos vigilando, de cosas no vistas deslizándose por el suelo de los pasajes sombríos, la que había atenazado tan dolorosamente sus nervios. Y aún así, todo seguía siendo demasiado fácil…
El eunuco se había detenido ante una puerta de plata en mitad de la galería y estaba murmurando algo en voz muy baja, la boca contra la verja. Por dentro de la puerta de plata había un panel de brocado verde, de modo que Smith no pudo ver nada del interior, pero tras un momento, una voz dijo: “¡Bien!”, en un desmayado susurro, y la puerta se estremeció levemente y se abrió unas seis pulgadas. El eunuco se arrodilló en un remolino de vestiduras escarlatas, y Smith observó rápidamente que aunque no había perdido su aire asustado mostraba cierto talante de diversión y de respeto. Luego la puerta se abrió del todo y él penetró en su interior.
Se encontró en una habitación tan verde como una cueva marina. Los muros estaban tapizados de brocado verde, unos lechos bajos de color verde circundaban la habitación, y en su centro podía verse la resplandeciente belleza de bronce de la joven Vaudir. Llevaba un vestido de terciopelo verde cortado a la sorprendente moda venusiana, que dejaba sin cubrir uno de sus hombros y moldeaba el cuerpo con pliegues ceñidos y adherentes, dejando la falda hendida por un lado, de suerte que a cada movimiento la larga pierna blanca relampagueaba desnuda.
Era la primera vez que la veía a plena luz. Increíblemente bella, su cabellera broncínea se derramaba sobre sus hombros, y su rostro pálido e indolente le sonreía. Bajo unas profundas pestañas, los sesgados ojos negros de su raza se encontraron con los suyos.
Él señaló impaciente la incómoda capucha de su manto.
—¿Puedo quitarme esto? —dijo—. ¿Estamos a salvo aquí?
Ella rió con un breve sonido metálico.
—¡A salvo! —dijo con ironía—. Quítatela si quieres. Ya he llegado demasiado lejos para preocuparme por menudencias.
Y mientras los ricos pliegues se apartaban y caían deslizándose de su cuero oscuro, ella le contempló a su vez con mayor interés que el que mostró cuando le vio antes, a media luz. Casi parecía grotescamente incongruente en aquella habitación que era como un joyero, todo cuero quemado por el sol y rostro lleno de cicatrices, alerta y preocupado a la luz de la linterna que oscilaba en su cadena de plata. Ella miró por segunda vez aquel rostro, de aguda y curtida perspicacia, y las cicatrices que habían dejado en él las pistolas de rayos, y la marca del cuchillo y la garra, y las huellas de los duros años siguiendo las rutas del espacio. Precaución y resolución eran inconfundibles en aquel rostro, lo mismo que una decisión implacable en cada uno de sus rasgos, y cuando ella se encontró con sus ojos, un pequeño estremecimiento la recorrió. Eran pálidos, pálidos como el desnudo acero, sin color en aquel rostro quemado por el sol. Firmes, claros y sin color, impasibles como el agua. Ojos de asesino.
Entonces supo que aquél era el hombre que necesitaba. El nombre y la fama de Northwest Smith habían penetrado incluso en aquellos pasillos de madreperla de Minga. A su manera, habían llegado a lugares mucho más extraños que aquél, mediante caminos extraños y tortuosos y extrañas y tortuosas razones. Pero aunque ella jamás hubiera oído su nombre (ni los hechos que se relacionaban con él, que aquí no nos atañen), hubiese podido deducir, por aquel rostro surcado de cicatrices, aquellos ojos fríos y firmes, que ante ella se hallaba el hombre que buscaba, el hombre que podría ayudarla, si es que alguno podía.
Y con aquel pensamiento, otros similares relampaguearon a través de su mente como hojas entrecruzándose, y bajó sus párpados blancos como la leche ante aquel duelo, para ocultar lo peligroso que era, y dijo en un murmullo sofocado:
—Northwest… Smith.
—Para lo que ordenéis —dijo Smith en el idioma de ella, aunque una chispa de sorna ardía bajo aquellas corteses palabras.
Pero ella no dijo nada, sino que le miró de arriba abajo con una mirada lenta. Finalmente, él dijo:
—¿Cuál es vuestro deseo…? —y se movió, impaciente.
—Necesitaba los servicios de alguien de los muelles —dijo ella, aún con aquel susurro ahogado—. Entonces no te vi bien… Hay muchos hombres a lo largo del puerto que me hubieran sido útiles, pero ninguno como tú, oh, hombre de la Tierra… —tendió los brazos y se inclinó hacia él, exactamente como un rosal ante la brisa de un lago, y sus brazos se posaron suavemente sobre sus hombros, y su boca estuvo muy cerca…
Smith miró aquellos ojos entornados. Sabía lo suficiente de la gente de Venus para adivinar el mortal duelo de motivaciones que se encuentra detrás de todo lo que hace un venusiano, y ya había vislumbrado aquel particular conflicto antes de que bajara los párpados. Pero si los pensamientos de ella eran como espadas en duelo, los suyos quemaban como disparos de pistola térmica, derechos a su objetivo. En un abrir y cerrar de ojos, conoció una parte de sus motivaciones, la parte más obvia. Y permaneció impasible entre sus brazos.
Ella le miró, medio incrédula al no sentir en su cuerpo el estrecho abrazo del cuero.
—¿Qu’a lo’val? —murmuró, caprichosa—. ¿Tan frío eres, terrestre? ¿No soy deseable?
Él la miró sin decir palabra y, a su pesar, su sangre se aceleró. Demasiados eran los siglos durante los cuales las jóvenes de Minga habían nacido y sido adiestradas en el arte de seducir a los hombres, para que Northwest Smith permaneciese allí entre los cálidos brazos de una de ellas sin sentir el deseo de responder a la invitación de sus ojos. Una sutil fragancia ascendía de su cabello cobrizo, y el terciopelo moldeaba un cuerpo cuya blancura él podía adivinar por el destello de la larga pierna desnuda que mostraba la abertura de su falda. Enseñó los dientes en un asomo de sonrisa y se apartó, escapando a la presa de sus manos, que le cogían del cuello.
—No —dijo—. Conocéis bien vuestras artes, querida, pero vuestros motivos no me tientan.
Ella retrocedió y le miró con sonrisa aviesa, cargada de cierto aprecio.
—¿Qué quieres decir?
—Que tendría que conocer más de todo esto antes de comprometerme… aún más.
—No seas ingenuo —ella sonrió—. Ya estás demasiado comprometido, hasta el cuello. Lo estás desde el momento en que cruzaste el umbral de la puerta de la muralla exterior. No hay forma de echarse atrás.
—Por eso fue tan fácil…, demasiado fácil, llegar hasta aquí —murmuró Smith.
Ella dio un paso adelante y le miró entornando los ojos, despojándose, como de un manto, del recurso a la seducción.
—¿También lo notaste? —preguntó casi en un susurro—. ¿También te… lo pareció? Gran Shar, si sólo pudiera estar segura… —había terror en su rostro.
—Supongamos que nos sentamos y que me cuentas de qué se trata —sugirió Smith, con sentido práctico.
La joven extendió una mano —blanca como la nata, suave como el satén— sobre su brazo y le condujo hasta el diván bajo que contorneaba la habitación. Había una coquetería de muchas generaciones en aquel gesto, pero la mano blanca temblaba levemente.
—¿De qué tienes miedo? —preguntó Smith con curiosidad, mientras ambos se hundían en el terciopelo verde—. ¿No sabes que la muerte sólo llega una vez?
Ella agitó desdeñosamente la cabeza enmarcada en bronce.
—No es eso —dijo—. No… del todo. Lo que deseo saber es de qué tengo miedo… y ésa es la parte más espantosa de todo esto. Pero lo que me gustaría…, lo que me gustaría es que no hubiera sido tan fácil traerte hasta aquí.
—El lugar estaba desierto —dijo él, reflexionando—. No había ni un alma a todo lo largo de los corredores. Ni un guardia en ningún lugar. Sólo en una ocasión vimos otra criatura, y era una esclava, justo en la galería delante de tu puerta.
—¿Qué hizo… ella? —la voz de Vaudir desfallecía.
—Cayó de rodillas como si hubiese recibido un disparo. Hubieras pensado de mí que yo era el mismísimo diablo por la manera en que reaccionó.