La joven dejó escapar un suspiro de alivio.
—Entonces está a salvo —dijo agradecida—. Debió de pensar que tú eras… el Alendar —su voz dudó levemente ante aquel nombre, como si se asustara de pronunciarlo—. Lleva un manto como el tuyo cuando recorre las galerías. Pero viene tan raramente…
—Jamás le he visto —dijo Smith—, pero ¡buen Dios!… ¿Acaso es un monstruo? La joven cayó al suelo como si, efectivamente, la hubiesen desjarretado.
—¡Oh, calla, calla! —Vaudir parecía agonizante—. No debes hablar así de él. Él es… él es… Claro que ella se arrodilló y ocultó su rostro. Pediría al Cielo no haber…
Smith la miró de frente y escrutó los velados ojos negros con una mirada tan fría como un mar desierto. Y entonces vio claramente detrás de sus pupilas el tremendo e innominado terror que se agazapaba en sus profundidades.
—¿De qué se trata? —preguntó.
Ella se encogió de hombros, estremeciéndose con un escalofrío, y su mirada pareció asustada mientras recorría con un rápido vistazo la habitación.
—¿No la sientes? —dijo, en esa especie de casi susurro en que su voz se sumía de manera tan acariciante.
Él sonrió, al comprobar lo instintivamente elocuente que en ella era la cortesana: gestos atrayentes, aunque le temblasen las manos, voz suave y seductoramente envolvente, incluso teñida de terror.
—¡… Siempre, siempre! —seguía hablando ella—. ¡Esa amenaza silenciosa, muda, acechante! Merodea por todos estos lugares. ¿No la sentiste al venir?
—Creo que sí —respondió lentamente Smith—. Sí… Esa sensación de algo precisamente más allá del alcance de la vista, ocultándose en la penumbra de las puertas… Una especie de tensión en el aire…
—Peligro —susurró ella—, un peligro terrible e innombrable… Oh, lo siento en cualquier parte adonde vaya… Ha penetrado en mí y a través de mí, hasta llegar a ser parte mía, en cuerpo y alma…
Smith percibió la nota de incipiente histeria de su voz, y dijo rápidamente:
—¿Por qué te dirigiste a mí?
—No lo hice conscientemente —dominó la histeria con esfuerzo y prosiguió la narración, ya un poco más tranquila—. Como dije, realmente estaba buscando a un hombre de los muelles, aunque por una razón diferente. Ahora ya no importa. Pero cuando tú hablaste, cuando encendí mi linterna y vi tu rostro, te reconocí. Había oído hablar de ti, fíjate, y de… del asunto de Lakkmanda, y en un instante supe que, si alguien vivo podía ayudarme, ese alguien serías tú.
—Pero ¿de qué se trata? ¿Ayudarte en qué?
—Es una larga historia —dijo ella—, demasiado extraña, me parece, para ser creída y demasiado imprecisa para ser tomada en serio. Ahora lo sé… ¿Has oído la historia de Minga?
—Un poco. Se remonta hasta muy lejos.
—Hasta los comienzos… y más aún. Me pregunto si puedes comprender. Fíjate, nosotros, en Venus, estamos más cerca de nuestros orígenes que vosotros. Desde luego que aquí la vida se desarrolló más rápidamente y según direcciones diferentes de las que un terrestre puede comprender. En la Tierra, la civilización emergió con la suficiente lentitud para que… los Elementales… regresaran a las tinieblas. En Venus… ¡Oh, cuán malo es para los hombres desarrollarse tan rápidamente! La vida surge de la tiniebla y del misterio, de cosas demasiado terribles para ser vistas. La civilización de la Tierra creció lentamente, y cuando los hombres estuvieron suficientemente civilizados para mirar hacia atrás ya estaban demasiado lejos de sus orígenes para ver y conocer. Pero aquí, quienes miramos hacia atrás vemos, en ocasiones demasiado claramente, demasiado cerca, demasiado vívidamente, el negro comienzo… ¡Gran Shar, protégeme! ¡Oh, las cosas que he visto!
Sus manos blancas acudieron súbitamente a su rostro para ocultar el repentino terror de su mirada, y su cabellera, como una nube cobriza, se derramó fragante sobre sus dedos. Pero incluso bajo aquel terror poseía un atractivo innato que le era tan natural como el respirar.
En el breve silencio que siguió, Smith comenzó a echar miradas furtivas por encima del hombro. La habitación estaba ominosamente silenciosa…
Vaudir alzó el rostro por encima de sus manos y echó hacia atrás su cabellera. Le temblaban las manos. Las cruzó sobre sus rodillas de terciopelo y prosiguió.
—Minga —dijo, y su voz era decididamente firme— surgió hace demasiado tiempo, tanto que nadie puede dar una fecha. Surgió antes de que existiera el calendario. Cuando Far-thursa salió de la niebla marina con sus hombres y fundó esta ciudad al pie de la montaña, aprovechó los muros de un castillo que ya se encontraba allí. El castillo de Minga. Y el Alendar vendió las jóvenes de Minga a los marinos, y así nació la ciudad. Aunque todo esto es un mito, Minga ya estaba allí.
“El Alendar vivía en su fortaleza, criando a sus jóvenes de cabellos dorados, entrenándolas en las artes de seducir a los hombres, guardándolas con… con extrañas armas… y vendiéndoselas a precios regios a los reyes. Siempre hubo un Alendar. Yo le vi una vez…
“Camina por las galerías en raras ocasiones, y lo mejor que se puede hacer cuando se acerca a uno es arrodillarse y ocultar el rostro. Sí, es lo mejor… Pero, un día, yo pasé cerca de él, y… Es alto, tan alto como tú, terrestre, y sus ojos son como… el espacio entre los mundos. Yo miré en el interior de aquellos ojos ocultos por la capucha que él llevaba… y después ya no he tenido miedo de ningún hombre o demonio. Le miré a los ojos antes de hacerle la reverencia, y… jamás podré librarme del miedo. Observé la maldad como si estuviese mirando el interior de un pozo. Negrura, vacío y maldad elemental de donde surgió la vida. Y ahora sé, casi con completa seguridad, que el primer Alendar no brotó de una semilla humana. Hubo razas antes del hombre… La vida ha pasado de manera espantosa a través de muchas formas malignas antes de alcanzar la fuente de donde brotan los orígenes del hombre. Y el Alendar no tiene ojos de criatura humana, yo los vi… ¡y estoy condenada!
Su voz se extinguió lentamente y ella permaneció inmóvil durante un instante, mirando fijamente hacia delante con ojos cargados de recuerdo.
—Estoy maldita y condenada a un infierno más negro que cualquiera de aquellos con que nos amenazan los sacerdotes de Shar —concluyó—. No, espera… Esto no es histeria. No te he contado la peor parte. Te será difícil de creer, pero es verdad… verdad ¡Gran Shar! ¡Si sólo pudiera tener la esperanza de que no fuese verdad!
“El origen de todo esto se pierde en la leyenda. Pero ¿por qué al principio el primer Alendar vivió en el castillo rodeado de brumas que se levanta a orillas del mar, solo y sin que nadie le viese, criando a sus jóvenes de cabellos de bronce?… Entonces no era para venderlas. ¿De dónde obtuvo el secreto para conseguir un tipo invariable de mujer? Y el castillo, según dice la leyenda, ya era muy antiguo cuando Far-thursa lo descubrió. Las jóvenes tenían la belleza consumada y perfecta que sólo puede ser conseguida tras generaciones de esfuerzos. ¿Cuánto tiempo llevaba construida Minga, y por quién? Y, sobre todo, ¿por qué? ¿Qué posible razón podía haber para vivir allí, desconocido de todos, criando bellezas civilizadas en un mundo medio salvaje? Hay ocasiones en que creo haber adivinado la razón…
Su voz se desvaneció en un silencio elocuente y, durante un instante, permaneció ensimismada mirando sin ver el muro cubierto de brocado. Cuando habló de nuevo, cambió sorprendentemente de conversación.
—¿Te parezco bella?
—Más que cualquier otra mujer que jamás haya visto —contestó Smith sin lisonja.
Ella hizo un mohín.
—En este momento hay mujeres aquí, en este edificio, más hermosas que yo, tanto que me siento humillada al pensar en ellas. Ningún mortal las ha visto jamás, excepto el Alendar, y él… no es del todo mortal. Ningún mortal las verá jamás. No están en venta. Eventualmente desaparecerán.
“Se podría pensar que la belleza femenina debe alcanzar un culmen que no puede sobrepasar, pero no es verdad. Puede crecer y aumentar hasta… No tengo palabras. Y creo sinceramente que, en manos del Alendar, no hay límite para las cotas que puede alcanzar. Y por cada beldad que conocemos y de la que hemos oído hablar, gracias a las esclavas que la atienden, corre el rumor de que hay muchas más, de belleza demasiado inmortal para los ojos mortales. ¿Has pensado en algún momento qué sucedería si esa belleza pudiera ser refinada e intensificada hasta el punto de que apenas fuese posible contemplarla? Pues aquí tenemos historias que hablan de semejantes beldades, ocultas en algunas de las estancias secretas de Minga.
“Pero el mundo jamás conoció estos misterios. Ningún monarca de los planetas conocidos es lo suficientemente rico para comprar la belleza oculta en las cámaras más recónditas de Minga. No está a la venta. Durante incontables siglos los Alendar de Minga han estado cultivando la belleza en un grado cada vez mayor, al precio de un trabajo infinito… Belleza guardada bajo llave en cámaras secretas, guardada del modo más terrible, de suerte que ni siquiera un susurro que hable de ella traspasa las murallas exteriores, belleza que se desvanece, súbitamente, en un soplo… ¡Así! ¿Dónde? ¿Por qué? ¿Cómo? Nadie lo sabe.
“Y de eso es de lo que tengo miedo. No poseo ni una fracción de la belleza de que te hablo y, sin embargo, me aguarda un destino similar… Lo sé de algún modo. He mirado al Alendar a los ojos y… lo sé. Y estoy segura de que habré de mirar nuevamente esos ojos vacíos y negros, aún más profundamente, más espantosamente… Lo sé… y me abruma el terror, porque dentro de poco sabré más…
“Me aguarda algo espantoso, que cada vez está más cerca. Mañana, o el día siguiente, o muy poco después, desapareceré, y las muchachas se asombrarán y se estremecerán un poco, y después lo olvidarán. Ya ha sucedido lo mismo antes. ¡Gran Shar! ¿Qué puedo hacer?
Tras aquella queja de desesperanza, casi en tono musical, se sumió en un breve silencio. Luego cambió de talante y dijo, preocupada:
—Y yo te he metido en esto. He roto todas las tradiciones de Minga al traerte aquí, y no ha habido ningún impedimento… Todo ha sido muy fácil, demasiado. Creo que he sellado tu muerte. Cuando llegaste, pensé implicarte tan profundamente que no tuvieses más remedio que hacer lo que te pidiera para conseguir nuevamente la libertad. Pero ahora sé que por el simple hecho de pedirte que vinieras te he involucrado más profundamente de lo que pensaba. Es una convicción que me ha sobrevenido esta noche, no sé cómo ni de dónde. Siento que me asalta… y que me llama irresistiblemente. Pues en mi terror por encontrar ayuda, creo que he precipitado la condenación sobre nosotros. Ahora sé (lo supe en mi alma desde que entraste con tanta facilidad) que no saldrás vivo de aquí…, que “eso” vendrá por mí y que también te arrastrará a ti consigo… ¡Shar, Shar! ¿Qué he hecho?
—Bueno, ¿y qué? —Smith se golpeó en una rodilla, impaciente—. ¿A qué nos enfrentamos? ¿A veneno? ¿A guardias? ¿A trampas? ¿A hipnotismo? ¿Puedes darme, al menos, una idea de qué nos va a suceder?
Se inclinó hacia delante para observar su rostro, y vio cómo fruncía el ceño en un intento de encontrar las palabras que pudiesen velar los misterios que tenía que contar. Sus labios se abrieron, indecisos.
—Los Guardianes —dijo—. Los… Guardianes.
Y entonces, sobre su vacilante rostro se propagó tal oleada de horror que Smith crispó su mano sobre su rodilla y sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca. No era miedo a cualquier cosa material, sino un espanto interior, una certeza terrible. Los ojos que habían ido al encuentro de los suyos cobraron una mirada vidriosa y escaparon a la suya, imperiosa, sin desenfocarse. Era como si hubieran dejado de ser ojos y se hubiesen convertido en ventanas oscuras…, vacías. La belleza de su rostro era como la de una máscara, y detrás de las negras ventanas, detrás de la adorable máscara inmóvil, pudo sentir imperceptiblemente la oscura orden que crecía…
Ella extendió las manos hasta que se quedaron rígidas y se levantó. Smith se sorprendió de encontrarse de pie, pistola en mano, mientras sentía que se le ponía la carne de gallina y que algo vibraba en el aire de manera tan tangible como un batir de alas. En tres ocasiones, aquel estremecimiento innombrable espoleó el aire y, entonces, Vaudir echó a andar como un autómata y se dirigió hacia la puerta. Caminó rígida en su sueño de enmascarado espanto y atravesó el umbral. Cuando pasó junto a él, Smith alargó una mano vacilante y la posó sobre su brazo, y una pequeña punzada de dolor le hizo estremecerse por el contacto. Una vez más volvió a sentir el batir de alas en el aire. Después, ella pasó a su lado sin demora y él dejó caer su mano.
No hizo mayor esfuerzo por despertarla, pero la siguió con pasos felinos, con la misma delicadeza que si caminase sobre huevos. Sin ser consciente de ello, se había agachado ligeramente, y en la mano que empuñaba la pistola, el índice se apoyaba tenso sobre el gatillo.
Siguieron el corredor en un silencio entrecortado por la respiración, un corredor desierto, donde no se veía ninguna luz tras las puertas cerradas, donde ningún murmullo de voces rompía la vívida calma. Pero, de algún modo, el aire parecía agitado por pequeños estremecimientos, y el corazón de Smith latía apresuradamente.
Vaudir caminaba como una muñeca mecánica, tensa en un sueño de horror. Cuando alcanzaron el final de la galería, Smith vio que la verja de plata estaba abierta, y la franquearon sin detenerse. Pero observó con cierta inquietud que una puerta que daba a la derecha estaba cerrada y asegurada con unos barrotes que se hundían profundamente en los alvéolos del muro. No tenía otra elección que seguirla.
El corredor comenzaba a descender. Pasaron frente a otros que se ramificaban a derecha e izquierda, pero las verjas de plata estaban cerradas y aseguradas con barrotes. Una espiral de peldaños de plata cerraba el pasaje, y la joven comenzó a bajar por ella sin tocar las barandillas, tan rígida como siempre. Era una larga escalera de caracol, que atravesaba muchos pisos, y a medida que descendían por ella, aquella fastuosa luz difusa fue decreciendo, oscureciéndose, y un sutil olor a humedad y a sal invadió el aire perfumado. A cada vuelta en que los peldaños se encontraban con los sucesivos pisos, las puertas estaban protegidas con verjas. Fueron tantos los que Smith vio, a medida que iban bajando, que por alta que hubiera estado la pequeña habitación verde que le recordó un joyero, supo que estaban bajando hacia el interior del planeta. Y la escalera seguía descendiendo. Las galerías que se abrían al otro lado de los barrotes iban siendo cada vez más oscuras y menos suntuosas, hasta que, finalmente, dejaron de aparecer y los peldaños de plata se adentraron en un hueco de la roca, tan débilmente iluminado de tarde en tarde que escasamente podía ver los pulimentados muros negros que los rodeaban. Unas gotas de humedad comenzaron a aparecer sobre la oscura superficie, y el olor fue el de los oscuros mares salobres y el de las húmedas profundidades.