Permaneció a la expectativa, sin respirar, mientras un presentimiento de algo horrible se agitaba inexplicablemente en su cerebro… Las rojas vueltas del turbante quedaron flojas y —entonces supo que no había soñado—, como la noche anterior, un bucle escarlata rozó su mejilla —¿era de cabello?— tan grueso como un gusano gordo, lustroso, que tocaba de nuevo la tersa mejilla…, más escarlata que la sangre y grueso como un gusano que reptase… y tan reptante como él.
Smith se inclinó sobre un codo, sin ser consciente de ello, y miró fijamente aquello…, aquel bucle de cabellos, sin pestañear, con una especie de malsana y fascinada incredulidad. No había soñado. Hasta entonces había dado por sentado que el segir era el responsable de que la noche anterior le pareciera que se movían. Pero en aquel momento… estaba haciéndose más largo, se estiraba, se movía por sí mismo. Tenía que ser de cabellos, pero reptaba; con vida propia y nauseabunda se retorcía nuevamente contra su mejilla, acariciante, repugnante, de una forma imposible… Era húmedo, redondo, grueso y reluciente…
Ella soltó la última vuelta y se quitó el turbante. Lo que Smith vio entonces hubiera bastado para hacerle apartar la mirada —y eso que a lo largo de su vida había contemplado sin pestañear cosas espantosas—, pero no pudo moverse. Sólo podía permanecer apoyado sobre el codo, mirando fijamente la masa escarlata y serpenteante —¿gusanos, cabellos, o qué?— que se retorcía sobre su cabeza en una espantosa caricatura de rizos. Y estaba alargándose, creciendo ante sus ojos de manera inexplicable, derramándose sobre sus hombros en una cascada, una masa que incluso antes no podría haberse ocultado bajo el turbante que ella llevaba, estrechamente ceñido al cráneo. Eso lo comprendió aunque su asombro hubiera sobrepasado los límites. Pero aquello siguió retorciéndose, creciendo y cayendo, y ella lo hizo ondear, como un horrible simulacro de mujer que sacudiese su cabello suelto, hasta que aquella indescriptible maraña —que se retorcía y contorsionaba, obscenamente escarlata— llegó hasta su cintura y la sobrepasó, siempre creciendo, masa interminable de horror reptante que, hasta entonces, sin saber cómo, había permanecido oculta bajo el ceñido turbante. Era como un nido de gusanos rojos, ciegos e inquietos… Era…, era como entrañas al desnudo animadas de innatural vida propia, terrible más allá de las palabras.
Smith permaneció tumbado en las sombras, rígido a causa del entumecimiento malsano producido por tan gran sobresalto y repulsión.
Ella sacudió sobre sus hombros la obscena e inenarrable maraña y, sin saber cómo, supo que iba a volverse en un instante y que él debería encontrarse con sus ojos. El pensamiento de aquel encuentro atenazó su corazón con un espanto mucho más terrible que cualquiera de los momentos de horror de aquella pesadilla; pues seguro que se trataba de una pesadilla. Pero sin pensarlo, supo que no podría apartar los ojos… La malsana fascinación de aquella visión le había dejado paralizado, aunque en ella había algo de cierta belleza…
Estaba volviendo la cabeza. El reptante horror onduló y se retorció mientras se movía, debatiéndose grueso, húmedo y reluciente sobre los tersos hombros morenos hasta que cayó en obscenas cascadas que ocultaron todo su cuerpo. Estaba volviendo la cabeza. Smith seguía echado inerme. Y muy lentamente vio perderse el redondo contorno de su mejilla y aparecer su perfil, todos los horrores escarlata serpenteando ominosamente, y su perfil borrarse a su vez y todo su rostro aparecer lentamente frente a él, la luz de luna resplandeciendo tan brillante como el día sobre el bello rostro de la joven, puro y dulce, enmarcado en la enmarañada obscenidad que se agitaba.
Los ojos verdes se encontraron con los suyos. Sintió una clara sacudida y un estremecimiento bajó por su paralizado espinazo, dejando tras sí un gélido aturdimiento. Sintió que se le ponía la carne de gallina. Pero apenas fue consciente de aquel aturdimiento y helado horror, pues los ojos verdes habían atrapado los suyos en una larga y profunda mirada que, sin saber cómo, presagiaba cosas innombrables —no todas desagradables—, mientras la voz inaudible de la mente de ella le asaltaba con dulces murmullos prometedores…
Durante un momento, quedó sumido en un ciego abismo de sumisión; después, de alguna forma, la mismísima visión de aquella obscenidad que sus ojos no eran conscientes de ver, fue lo suficientemente espantosa para arrancarle de la seductora tiniebla. La visión de aquel serpenteo, vivo y con inenarrable horror.
Ella se levantó y a su alrededor cayó en una cascada la maraña escarlata de… de lo que había crecido de su cabeza. Cayó como un largo manto vivo hasta sus pies desnudos, sobre el piso, ocultándola en una onda de vida espantosa, húmeda, serpenteante. Extendió sus manos, como un nadador, y se separó aquella cascada que llevó hacia sus hombros, para revelar su propio cuerpo moreno, adorablemente torneado. Sonrió con exquisitez y, en ondas que brotaban de su frente y se extendían hacia abajo, la serpenteante humedad de su viviente cabellera se retorció como un espantoso marco. Y Smith supo que estaba contemplando a la Medusa.
El comprender aquello —la consciencia de vastos horizontes que se perdían en las brumas de la Historia— le zarandeó, haciéndole salir por un momento de su paralizador horror; en ese momento se encontró nuevamente con sus ojos, risueños, verdes como el cristal a la luz de la luna, medio ocultos bajo sus párpados entornados. Ella pasó sus brazos a través del serpenteo escarlata. Había algo atrozmente deseable en ella, que hizo que se le subiera repentinamente la sangre a la cabeza. Se derrumbó como el durmiente en su sueño mientras ella se acercaba, oscilante, hacia él, infinitamente graciosa, infinitamente dulce en su manto de horror viviente.
En cierta forma, había belleza en todo aquello, las húmedas contorsiones escarlata deslizándose y destellando a lo largo de los gruesos rizos, redondos como gusanos, confundiéndose unos con otros, sólo para brillar nuevamente y moverse plateados a lo largo de los retorcidos zarcillos… Una belleza impresionante y estremecedora más espantosa que cualquier fealdad.
Pero, una vez más, apenas fue consciente de todo aquello, pues el insidioso murmullo se retorcía nuevamente en su cerebro, prometedor, acariciante, seductor, más dulce que la miel; y los ojos verdes que sostenían los suyos eran claros y ardientes como las profundidades de una joya, y tras las palpitantes pupilas de tiniebla él miraba fijamente una oscuridad mayor que contenía todas las cosas… Había conocido —cuando contempló por vez primera aquella mirada plana de animal presintió lo que encontraría tras ella— toda la belleza y el terror, todo el horror y el placer, en la infinita tiniebla de sus ojos, abiertos como ventanas cubiertas de vidrios esmeralda.
Ella movió los labios y, en un murmullo que se mezcló íntimamente con el silencio, con la ondulación de su cuerpo y con la espantosa ondulación de su… su cabello, susurró… con mucha ternura y apasionamiento:
—Ahora… te hablaré… en mi propia lengua… ¡Oh, amado!
Y, arropada en su manto viviente, se inclinó sobre él, mientras el murmullo seductor y acariciante iba creciendo en lo más profundo de su cerebro…, prometedor, impositivo, más dulce que la miel. La carne se le puso de gallina por el horror que ella le inspiraba, pero se trataba de una perversa repulsión que le hacía desear lo que le repugnaba. La rodeó con sus brazos, por debajo de aquel manto resbaladizo, húmedo, húmedo y caliente y espantosamente vivo —el adorable y aterciopelado cuerpo se inclinó sobre el suyo, sus brazos se cerraron sobre su cuello—, y con un súbito susurro, el indescriptible horror le rodeó.
Hasta su muerte siempre recordaría en sus pesadillas aquel momento, cuando las trenzas vivientes de Shambleau le envolvieron en su abrazo. Un olor nauseabundo y sofocante como de lluvia le rodeó: gusanos gruesos y palpitantes que cubrían cada pulgada de su cuerpo, deslizándose, retorciéndose, mientras sentía su humedad y calor a través de las ropas, como si se hallase desnudo ante su abrazo.
Todo esto se grabó instantáneamente en su memoria… y después, un enmarañado destello de sensaciones contradictorias, antes de que el olvido se abatiese sobre él. Y recordó el sueño —entonces supo que se trataba de una realidad de pesadilla—, y las deslizantes, suaves y gentiles caricias de aquellos gusanos húmedos y cálidos sobre su carne fueron éxtasis más allá de las palabras, aquel profundo éxtasis que repercutió más allá del cuerpo y de la mente y acarició las mismísimas raíces de su alma con un placer innatural. Y allí estaba, rígido como el mármol, pétreo e indefenso como cualquiera de las víctimas de la Medusa de las antiguas leyendas; y el terrible placer de Shambleau agitaba con estremecimiento y escalofrío todas y cada una de sus fibras, todos y cada uno de los átomos de su cuerpo y de los átomos intangibles de lo que los hombres llaman alma, y todo aquel placer espantoso confluía en él. Y era realmente terrorífico. Apenas fue consciente de ello, pues aunque su cuerpo respondiese a un éxtasis tan profundamente arraigado, un inmundo y horrible galanteo hacía estremecerse de repulsión a su mismísima alma…, a pesar de que en las más hondas profundidades de aquella alma alguna mueca traidora se estremeciera de placer. Pero detrás de todo eso, aún más abajo, conoció horror, repulsión y desesperación inenarrables, mientras las íntimas caricias reptaban obscenamente por los secretos lugares de su alma —supo que el alma no se dejaría apresar—, y se agitó con el peligroso placer que le recorría.
Y todo aquel conflicto y comprensión de lo que le ocurría, aquella mezcla de arrebato y repulsión duró lo que un relámpago, un instante, mientras los gusanos escarlata se retorcían y reptaban sobre él, enviando profundos y obscenos temblores de aquel infinito placer a cada uno de los átomos que lo formaban. No pudo moverse en aquel viscoso y extático abrazo —la debilidad le invadió, más fuerte a medida que se iban sucediendo las ondas de intenso placer y el traidor que estaba en su alma se esforzaba en expulsar el sentimiento de repulsión—, y algo dentro de él dejó de luchar, mientras se hundía por completo en una fulgurante tiniebla que suponía el olvido para todo, excepto para aquel arrebato devorador…
Mientras subía las escaleras que conducían al alojamiento de su amigo, el joven venusiano sacó distraídamente la llave, al tiempo que una arruga aparecía entre sus finas cejas. Era esbelto, como todos los venusianos, tan bello y pulido como ellos; pero, al igual que pasaba con la mayoría de sus compatriotas, la apariencia de querubín inocente de su rostro era completamente engañosa. Poseía el rostro de un ángel caído, pero sin la majestuosidad de Lucifer que lo redimiese; pues la sonrisa burlona de un diablo negro asomaba a sus ojos, y alrededor de su boca había tenues líneas que revelaban crueldad y disipación, atestiguando de tal suerte los largos años a sus espaldas en los que había realizado una amplia serie de experiencias que habían hecho que su nombre, después del de Smith, fuese el más odiado y respetado en los anales de la Patrulla.
En aquel momento, subía las escaleras con el ceño fruncido. Había llegado a Lakkdarol en la nave del mediodía —la Doncella estaba en su cala, hábilmente encubierta con pintura y demás camuflajes—, para encontrar en un lamentable desorden los asuntos que esperaba hallar ya resueltos. Una discreta investigación le permitió enterarse de que nadie había visto a Smith en los últimos tres días. Eso no cuadraba con su amigo… Jamás había fallado antes, ambos estaban a punto de perder no sólo una gran suma de dinero, sino también su seguridad personal, debido a la inexplicable ausencia de Smith. A Yarol sólo se le ocurría una explicación: el hado había acabado por agarrar finalmente a su amigo. Sólo un impedimento físico podía explicar aquello.
Todavía perplejo, introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta.
En un primer momento, mientras abría la puerta, sintió que algo andaba muy mal… La habitación estaba a oscuras. Durante un instante no pudo ver nada, pero en cuanto respiró, notó un olor extraño e indescriptible, medio nauseabundo, medio agradable. Y profundos recuerdos de su memoria ancestral se despertaron en él…, antiguos recuerdos nacidos en los pantanos de sus antepasados venusianos, lejanísimos en el tiempo y en el espacio…
Yarol llevó rápidamente su mano a la pistola y abrió completamente la puerta. Lo primero que vio en la penumbra fue un curioso bulto en el rincón más alejado… Después sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y entonces percibió más claramente el montón de algo que se movía y agitaba en su interior… Un montón de… —contuvo en seco el aliento—, un montón que parecía una masa de entrañas vivas que se movían y retorcían con inexplicable vida propia. Una palabrota en venusiano se escapó de sus labios mientras alcazaba el umbral de la puerta de una rápida zancada, la cerraba de golpe y apoyaba la espalda contra ella, con la pistola montada en su mano, aunque la carne se le hubiera puesto de gallina…, pues sabía…
—¡Smith! —dijo en voz baja que rezumaba horror.
La masa en movimiento se agitó —se estremeció— y volvió a la reptante quietud de antes.
—¡Smith! ¡Smith! —la voz del venusiano era suave e insistente, levemente estremecida de terror.
Una oleada de impaciencia recorrió por completo la masa viviente del rincón. Volvió a agitarse, como a su pesar, y, después, retorciéndose zarcillo a zarcillo, comenzó a separarse a un lado y, muy lentamente, el oscuro cuero del traje de un navegante espacial apareció bajo ella, viscoso y reluciente.
—¡Smith! ¡Northwest!
El persistente susurro de Yarol fue repetido una y otra vez, apremiante, hasta que, con la lentitud propia del sueño, el traje de cuero se movió… Un hombre salió de entre los contorsionantes gusanos, un hombre que, una vez, hacía mucho tiempo, pudiera haber sido Northwest Smith. De pies a cabeza estaba cubierto de baba por el abrazo del horror reptante. Su rostro era el de una criatura que ha trascendido la humanidad…, el de un muerto viviente, congelado en una mirada fija, y la contemplación del terrible éxtasis que le colmaba parecía provenir de algún lugar muy lejano de su interior, tímido reflejo de distancias inconmensurables más allá de la carne. Al igual que hay misterio y magia en la luz de la luna, que no es, a fin de cuentas, sino el reflejo del sol de todos los días, en aquel rostro gris vuelto hacia la puerta había un terror innominado y dulce, el reflejo de un éxtasis más allá del conocimiento de quienquiera que sólo haya conocido éxtasis terrenales. Y mientras se sentaba, volviendo un rostro de mirada ciega hacia Yarol, los gusanos rojos se retorcieron incesantes a su alrededor, muy despacio, con un movimiento lento y acariciante que no cesaba.