—¿Quién la ha cogido? —preguntó—. ¿Quién? ¡Escúchame! ¡Estás empapada de sangre! ¿No te has dado cuenta? ¿Estás herida?
Ella movió enérgicamente la cabeza.
—¡No… no!… ¡Déjame! Debo ir… No es mi sangre… Es la suya…
Sollozó al pronunciar aquella última palabra, y se derrumbó súbitamente en sus brazos, llorando con tanta intensidad que se estremecía de pies a cabeza. Smith miró por encima de la cabeza anaranjada, sin saber qué hacer, tomó en sus brazos a la temblorosa joven y comenzó a subir las escaleras a través del crepúsculo violeta.
Debió proseguir de tal manera unos cinco minutos antes de que el crepúsculo se aclarase un poco y viera que la escalera desembocaba en un largo corredor de arcos elevados, como los del ala de una catedral. Una fila de puertas bajas se alineaba a lo largo de uno de los lados del corredor, y tomó al azar la más cercana. Daba a una galería cuyos arcos se abrían a un espacio azul. Se dirigió hacia el banco bajo que recorría la pared bajo las ventanas de la galería, y depositó en él con mucho cuidado a la joven, que sollozaba y que buscó el consuelo de su hombro.
—Mi hermana —sollozaba—. Eso la ha cogido… ¡Oh, mi hermana!
—No llores, no llores —dijo Smith, sorprendido de oír su propia voz—. Es sólo un sueño. No llores… Aquí no hay ninguna hermana… Tú tampoco existes… No llores.
Al oír aquello, la joven alzó la cabeza, contuvo sus sollozos durante un momento y se quedó mirándole, con sus ojos de color jerez oscuro anegados en lágrimas. Sus pestañas parecían pegadas en algunos puntos, húmedos y brillantes. Le miró fijamente con ojos inquisitivos, reparando en el tono marrón oscuro del cuero de su atavío de hombre del espacio, en su rostro moreno surcado de cicatrices y en sus ojos más pálidos que el acero. Entonces, una mirada de piedad infinita endulzó la singularidad de su rostro, y dijo con voz muy suave:
—¡Oh… vienes… vienes de… de…! ¡Todavía crees que estás soñando!
—Sé que estoy soñando —insistió Smith, terco como un niño—. Estoy dormido en Lakkdarol y sueño contigo y con todo esto, y cuando despierte…
Ella sacudió la cabeza, con tristeza.
—Jamás despertarás. Has entrado en un sueño más letal de lo que te puedas imaginar. No hay manera de despertar de este país.
—¿Qué quieres decir? ¿Por qué no?
Un atisbo de miedo absurdo comenzó a nacer en su mente, motivado por la pena y la lástima que traslucían la voz de la joven y la seguridad de sus palabras. Pero debía tratarse de uno de esos sueños raros en que uno tiene la convicción de estar soñando. No podía estar confundido…
—Hay muchos países del sueño —dijo ella—, parecidos a tierras nebulosas e irreales donde vagan las almas de los durmientes, lugares que tienen una existencia real, sutil, si uno sabe moverse por ellos… Pero aquí (fíjate, ya ha sucedido antes) es imposible llegar sin pasar por la puerta que sólo se abre en un sentido. Y quien tiene la llave para abrirla puede pasar por ella, pero jamás puede encontrar el camino para volver a su propio mundo de vigilia. Dime…, ¿qué llave te abrió la puerta?
—El chal —murmuró Smith—. El chal…, desde luego. Ese maldito dibujo rojo, mareante…
Pasó una mano sobre sus ojos, pues su recuerdo, dando vueltas, vivo, dolorosamente escarlata, le quemaba debajo de los párpados.
—¿Cómo era? —preguntó la joven conteniendo la respiración, o eso le pareció a él, como si una especie de impaciencia desesperada le arrancase la pregunta de los labios—. ¿No puedes recordarlo?
—Un motivo rojo —dijo lentamente—, un hilo de escarlata brillante bordado en un chal azul, un motivo de pesadilla, pintado en la puerta por la que vine… Pero, por supuesto, sólo es un sueño. Dentro de pocos minutos me despertaré…
En la excitación, ella se aferró a su rodilla.
—¿Puedes recordar? —preguntó—. ¿El motivo…, el motivo rojo…, la Palabra?
—¿Palabra? —preguntó estúpidamente—. ¿Palabra… en el cielo? No… no, no quiero recordarlo… Era un dibujo demencial. No puedo quitármelo de la cabeza… No puedo decirte en qué consistía, o dibujarlo para ti. Jamás vi nada igual…, gracias a Dios. Estaba en aquel chal…
—Bordado en el chal —murmuró ella para sí—. Sí, claro. Pero no entiendo cómo pudiste llegar por él, desde tu mundo… cuando… cuando eso… ¡oh!
El recuerdo de la tragedia que le había obligado a emprender una fuga escaleras abajo embargó nuevamente a la joven, y, una vez más, su rostro se anegó en lágrimas.
—¡Mi hermana!
—Cuéntame qué sucedió —al oír su sollozo, Smith salió de su aturdimiento—. ¿Puedo ayudarte? Por favor, déjame que lo intente… Cuéntamelo.
—Mi hermana —dijo ella débilmente—. Eso la agarró en la galería, la cogió ante mis ojos, y me salpicó con su sangre. ¡Oh!…
—¿Eso? —preguntó extrañado Smith—. ¿De qué se trata? ¿Es peligroso? —y su mano se movió instintivamente hacia su pistola.
—Eso —dijo ella—. La… la Cosa. Ningún arma puede dañarla, ni ningún hombre luchar contra ella… Vino, y eso fue todo.
—Pero ¿qué es? ¿A qué se parece? ¿Está cerca?
—Está en todas partes. Nadie lo sabe…, hasta que la niebla comienza a espesarse y se aprecia en su interior una pulsación roja… Entonces ya es demasiado tarde. Nosotros no combatimos contra ella, ni pensamos en ella demasiado… La vida sería insoportable. Pues tiene hambre y debe alimentarse, y nosotros, que le servimos de alimento, intentamos vivir todo lo felices que podemos antes de que la Cosa venga por nosotros. Pero nadie puede saber cuándo.
—¿De dónde vino? ¿Qué es?
—Nadie lo sabe… Siempre ha estado aquí… Siempre estará. Es demasiado inmaterial para morir o ser muerta… Una Cosa que proviene de algún lugar de fuera que no podemos comprender, supongo…, de algún lugar de eras pasadas, o de alguna dimensión impensable cuyo origen nunca podremos conocer. Pero, como digo, nosotros intentamos no pensar.
—Si come carne —dijo Smith, testarudo— ha de ser vulnerable… y yo tengo mi pistola.
—Inténtalo si quieres —ella se encogió de hombros—. Otros lo han intentado, pero ella siempre vuelve. Habita aquí, eso creemos, si es que habita en algún lugar. Ha… capturado… a más gente en estas galerías que en cualquier otro sitio. Cuando estés cansado de la vida puedes coger tu pistola y esperar bajo este techo. La espera no se te hará larga.
—Todavía no estoy tan desesperado para realizar ese experimento —dijo Smith con una mueca—. Si la Cosa vive aquí, ¿por qué venís?
Ella volvió a encogerse de hombros, apáticamente.
—Si no lo hiciéramos, iría tras nosotros cuando tuviera hambre. Nosotros venimos aquí para… tomar nuestro alimento —le miró de manera extraña desde detrás de sus párpados entornados—. No lo comprenderías. Pero, como dices, es un lugar peligroso. Haríamos bien yéndonos en este momento… ¿Quieres venir conmigo? Ahora me sentiré sola —sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.
—Claro que sí. Lo siento, querida. Haré por ti todo lo que pueda… hasta que me despierte —sonrió cruelmente al comprobar lo fantástico que sonaba aquello.
—No te despertarás —dijo ella, tranquilamente—. Creo que será mejor que no pienses en ello. Estás atrapado aquí con los que quedamos y aquí tendrás que quedarte hasta que mueras.
Él se levantó y le tendió la mano.
—Entonces, vámonos —dijo—. Quizá tengas razón, pero… Bueno, vámonos.
Ella cogió su mano y se levantó de un salto. El fantástico cabello naranja, demasiado colorista para cualquier otra circunstancia que no fuese la de un seño, ondeó a su alrededor brillantemente. Entonces él vio que sólo llevaba un sencillo vestido blanco, corto y sujeto con un cinturón sobre su cuerpo ligeramente bronceado. Estaba hecho jirones y atrozmente manchado. La joven componía un cuadro de extraña y vívida belleza, blanco, oro y sangre, en el brumoso crepúsculo de la galería.
—¿Adónde vamos? —preguntó a Smith—. ¿Afuera?
Él asintió, señalando el azul que se veía al otro lado de las ventanas.
Ella juntó sus hombros, en un leve estremecimiento de disgusto.
—¡Oh, no! —dijo.
—¿Por qué no?
—Escucha —le cogió de los brazos y levantó hacia él un rostro serio—. Si tienes que quedarte aquí (y así será, porque sólo hay una manera de salir de aquí, excepto la muerte, aunque es peor que morir), debes aprender a no hacer preguntas respecto al… al templo. Ahora estamos en el templo. Aquí vive eso. Aquí… le alimentamos.
“Hay salas que conocemos, y en ellas nos recogemos. Es más prudente. Tú salvaste mi vida cuando me detuviste en esas escaleras… Nadie había bajado entre aquella bruma y oscuridad y regresado luego. Al verte subir por ellas hubiera debido saber que no eras de los nuestros… pues cualquier cosa que haya abajo, cualquier sitio adonde conduzca esa escalera…, es algo que es mejor no saber. Es más prudente no mirar por las ventanas de este lugar. Eso es algo que también hemos aprendido. Pues, desde fuera, el templo parece bastante extraño, pero desde dentro, al mirar afuera, uno se arriesga a ver cosas que mejor sería no ver… Lo que pueda ser ese espacio azul sobre el que se abre esta galería, es algo que ignoro… y que no deseo conocer. Aquí hay ventanas que dan a cosas más extrañas que ésa… pero volvemos los ojos hacia otra parte cuando pasamos delante de ellas. Ya irás aprendiendo…
Y le cogió de la mano, sonriendo tímidamente.
—Ven conmigo, entonces.
Ambos abandonaron en silencio la galería que se abría sobre el vacío y volvieron a la sala donde la bruma azul flotaba tan maravillosamente, con sus nubes violeta y verde que confundían al ojo, rodeada de una gran calma.
El corredor seguía derecho, al menos lo que podía verse, pues las flotantes nubes lo velaban, hacia los grandes portales del templo. Bajo una poderosa arcada triple, se abrían en la nubosa penumbra ante un día esplendente que no se parecía a ninguno que Smith hubiera visto sobre ningún planeta. La luz no procedía de ninguna fuente visible, aunque había una cualidad luminosa en los alrededores incierta pero inconfundible, como cuando uno mira a través de un cristal muy grueso o a través de un agua clara que se estremece de vez en cuando. Se difundía a través del traslúcido día desde un cielo tan radiante y poco familiar como todo lo demás en aquel sorprendente país de ensueño.
Se detuvieron bajo la gran arcada del templo para mirar la radiante tierra que se extendía fuera. Después no pudo recordar del todo qué era lo que la hacía tan absolutamente diferente, tan indefiniblemente amenazante. Había árboles, masas plumosas de verde y bronce sobre la hierba verde y bronce; el reluciente aire rielaba y a poca distancia, a través de las hojas, pudo divisar el espejeo del agua. A simple vista todo parecía perfectamente normal… Pero minúsculos detalles llamaron su atención, enviando a su espinazo oleadas de frío. La hierba, por ejemplo…
Cuando bajaron a la pradera y comenzaron a cruzar el prado hacia los árboles detrás de los cuales destellaba el agua, vio que las briznas de hierba eran cortas y suaves como la piel de un animal, que parecían adherirse a los pies desnudos de su compañera mientras caminaba. Al mirar por encima, hacia la pradera, observó que desde todas las direcciones ondeaba hacia ellos, como si el viento soplase al mismo tiempo desde todos los puntos cardinales hacia el centro común donde se encontraban. Pero no había viento.
—Está… viva —susurró, atónito—. ¡La hierba!
—Sí, desde luego —dijo ella, indiferente.
Entonces comprendió que, aunque las plumosas frondas de los árboles se agitaran de vez en cuando, graciosamente al unísono, no había viento. Y no se balanceaban sólo en una dirección, en grupos de dos y tres, sino que muchas más, agachándose y levantándose con una vida secreta, oculta en su interior.
Cuando alcanzaron el cinturón boscoso, miró con curiosidad y escuchó el susurro y el roce de las hojas sobre su cabeza, que se inclinaban hacia el suelo, como si sintieran curiosidad por los dos que pasaban bajo ellas. Jamás se inclinaron lo suficiente para tocarlos, pero un aire siniestro de espera, de vitalidad, aleteaba sobre todo aquel sobrenatural paisaje viviente, y las ondulaciones de la hierba los seguían adondequiera que fuesen.
El lago, como el crepúsculo en el interior del templo, era de un azul apagado, surcado de violeta y verde, diferente al color del agua usual, pues las manchas coloreadas no se extendían ni cambiaban cuando se movía.
Sobre la orilla, casi al nivel del agua, se elevaba una especie de oratorio pequeño, construido con una piedra blanquecina, cuyas paredes no eran más que una serie de arcos abiertos al día azul y traslúcido. La joven le condujo hasta la puerta y, ya en el interior, se abandonó a ademanes indolentes.
—Vivo aquí —dijo.
Smith observó el lugar. Contenía poco más que dos jergones cubiertos cada uno de ellos con una colcha azul. Su aspecto era muy clásico, con su blancura y su austeridad, los arcos abriéndose sobre un paisaje de bosques y vegetación.
—¿No tienes frío? —preguntó—. ¿Dónde comes? ¿Dónde tienes los libros, la comida y las ropas?
—Tengo algunas túnicas de repuesto debajo de mi cama —dijo—. Eso es todo. Ni libros, ni otras ropas, ni comida. Comemos en el templo. Nunca hace más frío o calor que ahora.
—Pero ¿qué hacéis?
—¿Hacer? Oh, nadar en el lago, dormir, descansar y vagar por los bosques. El tiempo pasa muy rápidamente.
—Idílico —murmuró Smith—, pero bastante aburrido, me parece.
—Cuando se sabe —dijo ella— que el momento siguiente puede ser el último, la vida es saboreada íntegramente. Uno prolonga las horas todo lo que puede. No, para nosotros no es aburrido.
—¿Pero no tenéis ciudades? ¿Dónde hay más gente?
—Es mejor no juntarse. De alguna manera, eso la… atrae. Vivimos en grupos de dos y tres…, en ocasiones solos. No hacemos nada… ¿Qué sentido tiene comenzar cualquier cosa, cuando no se sabe si se vivirá lo suficiente para terminarlo? ¿Por qué pensar demasiado en lo mismo? Vámonos al lago.
Ella tomó su mano y le condujo por la adherente hierba hasta la arenosa orilla del agua. Una vez allí, ambos se sentaron en silencio sobre la estrecha playa. Smith miró la superficie del lago, donde unos colores imprecisos opacaban el azul, intentando no pensar en las cosas fantásticas que le habían sucedido. Por lo demás, allí le resultaba difícil pensar, en medio del azul y del silencio, rodeado por un indudable aire de ensueño…, la anublada agua acariciando la orilla con sonidos tenues y dulces, como la respiración de un durmiente. Aquel lugar teñido con los colores de la ensoñación estaba cargado de sosiego. A partir de entonces, Smith ya no pudo saber si en algún momento se había quedado dormido dentro de su sueño; pero, poco después, oyó que algo se movía a su lado y vio que era la joven, que volvía a sentarse junto a él vistiendo una túnica nueva, sin rastro de sangre. Y aunque no pudo recordar cuándo se había ido, no le dio mayor importancia.